Primera Parte
21.1» Paul Claudel
Parte 1
Autor: P. Angel Peña O.A.R
Paul Claudel (1868-1955), gran poeta y dramaturgo francés, nació en 1868.
Licenciado en ciencias políticas, se dedicó a la carrera diplomática, representando a Francia en diferentes países del mundo.
Durante su juventud, estaba totalmente impregnado del materialismo dominante y solamente creía en la ciencia.
Vivió en la oscuridad de la falta de fe, creyendo que el universo era gobernado por leyes perfectamente inflexibles y automáticas.
Pero en 1886 tuvo lugar el acontecimiento clave de su vida. Él mismo lo narra, veintisiete años después en su libro Mi conversión:
Así era el desgraciado muchacho que el 25 de diciembre de 1886 fue a Notre Dame (Nuestra Señora) de París para asistir a los oficios de Navidad. Entonces, empezaba a escribir y me parecía que en las ceremonias católicas, consideradas con un diletantismo superior, encontraría un estimulante apropiado y la materia para algunos ejercicios decadentes.
Con esta disposición de ánimo, apretujado y empujado por la muchedumbre, asistía con un placer mediocre a la misa mayor. Después, como no tenía otra cosa que hacer, volví a Vísperas. Los niños del coro, vestidos de blanco... estaban cantando lo que después supe que era el Magnificat.
Yo estaba de pie entre la muchedumbre, cerca del segundo pilar a la entrada del coro, a la derecha del lado de la sacristía. Entonces, se produjo el acontecimiento clave:
En un instante, mi corazón fue tocado y creí. Creí, con tal fuerza de adhesión, con tal agitación de todo mi ser, con una convicción tan fuerte, con tal certeza que no dejaba lugar a ninguna clase de duda. De modo que todos los libros, todos los razonamientos, todos los avatares de mi agitada vida no han podido sacudir mi fe ni, a decir verdad, tocarla.
De repente, tuve el sentimiento desgarrador de la inocencia, de la eterna infancia de Dios. Era una verdadera revelación interior. Fue como un destello:
“¡Dios existe y está ahí! ¡Es alguien, es un ser tan personal como yo! ¡Me ama!” Las lágrimas y sollozos acudieron a mí y el canto tan tierno del “Adeste”, aumentaba mi emoción.
Dulce emoción en la que, sin embargo, se mezclaba un sentimiento de miedo y casi de horror, ya que mis convicciones filosóficas permanecían intactas...
La religión católica seguía pareciéndome el mismo tesoro de absurdas anécdotas. Sus sacerdotes y fieles me inspiraban la misma aversión, que llegaba hasta el odio y hasta el asco.
El edificio de mis opiniones y de mis conocimientos permanecía en pie y yo no le encontraba ningún defecto. Lo que había sucedido, simplemente, es que había salido de él.
Un ser nuevo, formidable, con terribles exigencias para el joven y el artista que era yo, se había revelado, y me sentía incapaz de ponerme de acuerdo con nada de lo que me rodeaba.
La única comparación que soy capaz de encontrar para expresar ese estado de desorden completo, en que me encontraba, es la de un hombre al que, de un tirón, le hubieran arrancado de golpe la piel para plantarla en otro cuerpo extraño, en medio de un mundo desconocido.
Lo que para mis opiniones y para mis gustos era lo más repugnante, resultaba, sin embargo, lo verdadero, aquello a lo que, de buen o mal grado, tenía que acomodarme. Al menos, no sería sin que yo tratara de oponer toda la resistencia posible. Esta resistencia duró cuatro años.
Me atrevo a decir que realicé... (Continua en la Parte 2)