31.3 Consideremos lo que atañe al tercer enemigo,
la carne
PUNTO 3
Consideremos lo que atañe al tercer enemigo, la carne, que es el peor de todos, y veamos cómo hemos de combatirle. En primer lugar, con la oración, según ya hemos visto. En segundo lugar, huyendo de las ocasiones, como vamos a ver y ponderar atentamente.
Dice San Bernardino de Sena (5) que el más excelente consejo (que es casi la base y fundamento de la vida religiosa) consiste en que huyamos siempre de las ocasiones de pecar.
Obligado por exorcismos, confesó una vez el demonio que ningún sermón le es más aborrecible que aquellos en que se exhorta a huir de las malas ocasiones.
Y con harta razón; porque el demonio se ríe de cuantas promesas y propósitos forme un pecador arrepentido, si no se aparta éste de tales ocasiones.
La ocasión, especialmente en materia de placeres sensuales, es como una venda puesta ante los ojos, que no permite ver ni propósitos, ni instrucciones, ni verdades eternas; que ciega, en fin, al hombre y le hace olvidarse de todo.
Tal fue la perdición de nuestros primeros padres: el no huir de la ocasión. Habíales Dios prohibido alzar la mano al fruto vedado. «Nos mandó Dios —dijo Eva a la serpiente— que no comiéramos ni le tocásemos» (Gn., 3, 3). Pero la imprudente «le vio, le tomó y comió».
Empezó por admirar la manzana, cogióla después con la mano, y al cabo comió de ella. Quien voluntariamente se expone al peligro, en él perecerá (Ecl., 3, 27).
Advierte San Pedro que el demonio anda dando vueltas alrededor de nosotros, buscando a quien devorar (6). De suerte que para volver a entrar en un alma que lo arrojó de sí, dice San Cipriano, sólo aguarda la ocasión oportuna (7). Si el alma se deja seducir para ponerse en peligro, de nuevo se apoderará de ella el enemigo y la devorará sin remedio.
Él abad Guerrico dice que Lázaro resucitó atado de manos y de pies (8), y por eso quedó sujeto a la muerte.
¡Infeliz del que resucite ligado por las ocasiones! A pesar de su resurrección, volverá a morir. El que quiera salvarse necesita renunciar no sólo al pecado, sino también a las ocasiones de pecar; es decir, debe apartarse de este compañero, de aquella casa, de cierto trato y amistad...
Podrá decir alguno que, al mudar de vida, abandonó todo fin ilícito en sus relaciones con determinadas personas, y que, por tanto, no hay ya temor de tentaciones.
Recordaré a propósito de esto lo que se cuenta de ciertos osos de Mauritania, que acostumbran cazar monos. Estos animales, al ver a su enemigo, trepan a los árboles. Mas el oso tiéndase en tierra, fingiéndose muerto, y apenas los monos, confiados, bajan al suelo, se levanta, les da caza y los devora.
Así el demonio finge que están muertas las tentaciones, y cuando los hombres descienden a las ocasiones peligrosas, les presentan de improviso la tentación con que los vence. ¡Cuántas almas desventuradas que frecuentaban la oración y la comunión, y que podían llamarse santas, llegaron a ser presa del infierno por no haber evitado las malas ocasiones!
Refiérase en la Historia Eclesiástica que una santa señora, dedicada a la piadosa obra de recoger y enterrar los cuerpos de los mártires, halló uno que aún tenía vida.
Llevóle a su casa, le cuidó y curó. Y acaeció luego que, por la ocasión próxima, esos dos santos, que así se les podía llamar, perdieron la gracia de Dios, y luego la misma fe cristiana.
Mandó el Señor a Isaías (40, 6) predicar que toda carne es heno. Y, comentando este pasaje, dice San Juan Crisóstomo: ¿Es posible que el heno deje de arder si se le pone al fuego? Imposible, añade San Cipriano (De sing., Cler.). Es el estar en la hoguera y no quemarse.
Nuestra fortaleza, advierte el Profeta (Is., 1, 31), es como la de la estopa en las llamas. Y también Salomón nos dice (Pr., 6, 27-28) que sería un loco el que pretendiese caminar sobre ascuas sin que se le abrasaran las plantas de los pies. Pues no es menor locura la del que pretenda ponerse en ocasiones y no caer en falta.
Menester es huir del pecado como de la serpiente venenosa (Ecl., 21, 2). Preciso es evitar, no sólo la mordedura de la serpiente, dice Gualfrido, sino el tocarla y hasta el aproximarse a ella.
Dirás, tal vez, que aquella casa, aquella amistad favorecen tus intereses. Pues si aquella casa es para ti camino del infierno (Pr., 7, 27) y no renuncias a salvarte, es en absoluto preciso que la abandones resueltamente. Si tu ojo derecho —dice el Señor— fuese para ti motivo de condenación, debes arrancarle y arrojarle lejos de ti... (Mt., 5, 29).
Nótense las palabras absoluto del texto: es necesario tirarle, no cerca, sino lejos, o sea: hay que evitar todas las ocasiones.
Decía San Francisco de Asís que a las personas espirituales y entregadas a Dios las tienta el demonio de muy diferente manera que a las que viven mal. Al principio no las ata con una cuerda, sino con un cabello; después, con un hilo; luego, con un cordel, y, por último, con la cuerda potente que les arrastra al pecado.
El que desee, pues, librarse de tales riesgos, deseche desde el principio esas ligaduras de un cabello, huya de todas las ocasiones peligrosas, trato, saludos, obsequios y otras semejantes, y, sobre todo, el que haya tenido hábitos de impureza no se contente con evitar las ocasiones próximas; si no huye también de las remotas, volverá a recaer.
Quien desee verdaderamente salvarse ha de formar y renovar con suma frecuencia la resolución de no apartarse nunca de Dios, repitiendo a menudo aquella frase de los Santos: «Piérdase todo, pero jamás a Dios.»
Más no basta semejante resolución de no perder a Dios si no usamos de los medios ordenados para no perderle.
El primero es, como ya se ha dicho, huir de las ocasiones.
El segundo, frecuentar los sacramentos de la Confesión y Comunión, porque en la casa que se limpia a menudo no impera la inmundicia. Con la confesión se mantiene pura el alma y se alcanza no solamente la remisión de las culpas, sino fuerza para resistir las tentaciones.
La sagrada Comunión se llama Pan del Cielo, porque así como al cuerpo le es imposible vivir sin el alimento de la tierra, así el alma no puede vivir sin ese manjar celestial. «Si no comiereis la Carne del Hijo del Hombre ni bebiereis su Sangre, no tendréis vida en vosotros»
(Jn., 6, 54). Y, al contrario, a quien con frecuencia come ese Pan le está prometido que vivirá eternamente (Jn., 6, 52).
Por esto el santo Concilio de Trento (9) llama a la Comunidad medicina que nos libra de los pecados veniales y nos preserva de los mortales.
El tercer medio es la meditación, o sea la oración mental: «Acuérdate de tus postrimerías, y no pecarás jamás» (Ecl., 7, 40). El que tenga siempre ante la vista las verdades eternas, la muerte, el juicio, la eternidad, no caerá en pecado. Dios nos ilumina en la meditación (Salmo 53, 6) y nos habla interiormente, enseñándonos lo que debemos hacer y las cosas de que debemos huir. «La llevaré al desierto y la hablaré al corazón» (Os., 2, 14).
Es la meditación como venturosa hoguera donde nos encendemos en amor divino (Sal. 38, 4).
Y, finalmente, según ya hemos considerado, para conservarnos en gracia de Dios nos es absolutamente necesario que oremos siempre y pidamos las gracias de que hemos menester. Quien no hace oración mental, difícilmente ruega; y no rogando, ciertamente se perderá.
Debemos, pues, usar de todos esos medios para salvarnos y llevar vida bien ordenada. Por la mañana, al levantarnos, hemos de hacer los cristianos ejercicios de acción de gracias, amor, ofrecimientos y propósitos, con oraciones a Jesús y a la Virgen para que nos preserven de pecado en aquel día. Después haremos la meditación y oiremos la santa Misa.
Durante el día tendremos lectura espiritual y haremos la visita al Santísimo Sacramento y a la divina Madre. Y por la noche hemos de rezar el rosario y hacer examen de conciencia. Debemos comulgar una o más veces por semana, según disponga el director espiritual que tengamos elegido, para obedecerle constantemente. Muy útil sería hacer ejercicios espirituales en alguna casa religiosa.
Hemos de honrar también a María Santísima con algún especial obsequio, como, por ejemplo, ayunando los sábados. Es Madre de perseverancia y ofrece este don a quien la sirve: «Los que obran por Mí, no pecarán» (Ecl., 24, 30).
Por último, y sobre todo, es necesario que pidamos a Dios la santa perseverancia, especialmente en tiempo de tentaciones, invocando entonces más a menudo los santísimos nombres de Jesús y María, si la tentación persistiera. Si así lo hiciereis, os salvaréis seguramente; y si no, ciertamente seréis condenados.
- Serm. 21, a.3, c. 3.
- Circuit quaerens quem devoret.
- Explorat, an sit pars cuius aditu penetretur.
- Prodit ligatus manibus et pedibus.
- Trid., sess. 13, c.2.
AFECTOS Y SÚPLICAS
Amadísimo Redentor mío: Gracias os doy por la luz con que me ilumináis y por los medios que me ofrecéis para salvarme. Ofrezco emplearlos sin falta. Dadme Vos vuestro auxilio para seros fiel. Deseáis que me salve, y yo así lo deseo también, principalmente por agradar a vuestro amantísimo Corazón, que tanto desea mi bien. No quiero, Dios mío, resistir más al amor que me manifestáis, por el cual me sufristeis con tanta paciencia cuando yo os ofendía.
Me invitáis a que os ame, y amaros, Señor, es mi único deseo... Os amo, Bondad infinita Os amo, infinito Bien. Y os ruego, por los merecimientos de Cristo, que no me permitáis ser nuevamente ingrato. O acabad con mi ingratitud, o acabad con mi vida... Concluid, Dios mío, la obra que habéis comenzado (Sal. 67, 29). Dadme luces, fuerza y amor...
¡Oh María Santísima, que sois tesorera de las gracias, auxiliadme Vos. Admitidme, como deseo, por siervo vuestro, y rogad a Jesús por mí. Por los méritos de Jesucristo, y después por los vuestros, espero me he de salvar.!