33. El amor de Dios
33.1 Pues amemos nosotros a Dios,
porque Dios nos amó primero
Nos ergo diligamus Deum, quoniam Deus prior dilexit nos.
Pues amemos nosotros a Dios, porque Dios nos amó primero.
1 JN., 4, 19.
PUNTO 1
Considera, ante todo, que Dios merece tu amor, porque Él te amó antes que tú le amases, y es el primero de cuantos te han amado (Jer., 31, 3). Los que primeramente te amaron en este mundo fueron tus padres, pero no sintieron ni pudieron tenerte amor sino después de haberte conocido.
Más antes que tuvieras el ser, Dios te amaba ya. No habían nacido ni tu padre ni tu madre, y Dios te amaba. ¿Y cuánto tiempo antes de crear el mundo comenzó Dios a amarte?... ¿Quizá mil años, mil siglos antes?... No contemos años ni siglos. Dios te amó desde la eternidad (Jeremías, 31, 3).
En suma: desde que Dios fue Dios, te ha amado siempre ; desde que se amó a Sí mismo, te amó también a ti. Con razón decía la virgen Santa Inés: «Otro amante me cautivó primero.» Cuando el mundo y las criaturas la requerían de amor, ella respondía: No, no puedo amaros.
Mi Dios es el primero que me amó, y es justo que a Él sólo consagre mis amores.
De suerte, hermano mío, que eternamente te ha amado tu Dios; y sólo por amor te escogió entre tantos hombres como podía crear, y te dio el ser y te puso en el mundo, y además formó innumerables y hermosas criaturas que te sirviesen y te recordasen ese amor que Él te profesa y el que tú le debes. «El Cielo, la tierra y todas las criaturas —decía San Agustín— me invitan a que te ame.»
Cuando el Santo contemplaba el sol, la luna, las estrellas, los montes y ríos, parecíale que todos le hablaban, diciéndole: Ama a Dios, que nos creó para ti a fin de que le amases.
El Padre Rancé, fundador de los Trapenses, no veía los campos, fuentes y mares sin recordar por medio de esas cosas creadas el amor que Dios le tenía. También Santa Teresa dice que las criaturas le reprochaban la ingratitud para con Dios.
Y Santa Magdalena María de Pazzi, no bien contemplaba la hermosura de alguna flor o fruto, sentía el corazón traspasado con las flechas del amor de Dios, y exclamaba : «¡ Desde la eternidad ha pensado el Señor en crear estas flores a fin de que yo le ame! »
Considera, además, con qué singular amor hizo Dios que nacieses en pueblo cristiano y en el gremio de la Santa Iglesia. ¡Cuántos nacen entre idólatras, judíos, mahometanos o herejes, y por ello se pierden!... Pocos son los hombres que tienen la dicha de nacer donde reina la verdadera fe, y el Señor te puso entre ellos.
¡Oh, cuan alto don el de la fe! ¡Cuántos millones de almas no disfrutan de sacramentos, ni sermones, ni ejemplos de hombres santos, ni de los demás medios de salvación que la Iglesia nos proporciona!
Y Dios quiso concederte todos esos grandes auxilios sin mérito alguno por tu parte; antes, previendo tus deméritos. Al pensar en crearte y darte esas gracias, ya preveía las ofensas que habías de hacerle.
AFECTOS Y SÚPLICAS
¡Oh soberano Señor de Cielos y tierra! Bien infinito e infinita Majestad, ¿cómo pueden los hombres menospreciaros a Vos, que tanto los habéis amado?... Mas entre ellos, Señor, a mí singularmente, me amasteis, favoreciéndome con gracias especialísimas, que no a todos habéis concedido, y yo más todavía os he despreciado.
A vuestros pies me postro, ¡oh Jesús, Salvador mío! «No me arrojes de tu presencia» (Sal. 50, 13), aunque harto lo merezco por mis ingratitudes; pero Vos dijisteis que no sabéis desechar al corazón contrito que vuelve a Vos (Jn., 6, 37).
Jesús mío, me pesa de haberos ofendido; y si en la vida pasada no os conocí, ahora os reconozco por mi Señor y Redentor, que murió por salvarme y para que le amara... ¿Cuándo, Jesús mío, acabará mi ingratitud? ¿Cuándo empezaré a amaros de veras?...
Hoy, Señor, resuelvo amarte con todo mi corazón, y no amar a nadie más que a Ti. ¡Oh Bondad infinita!, te adoro por todos los que no te aman; y en Ti creo, en Ti espero, te amo y me ofrezco enteramente a Ti. Ayúdame con tu gracia... Y si me favorecisteis cuando no os amaba ni deseaba amaros, ¿cuánto más no he de esperar vuestra misericordia ahora que os amo y deseo amaros?
Dame, Señor mío, tu amor..., amor fervoroso que me haga olvidar las criaturas todas; amor fortísimo, con el cual supere cuantos obstáculos se opongan a que te complazca; amor perpetuo, que no pueda cesar.
Todo lo espero de tus merecimientos, ¡oh Jesús mío!, y de tu intercesión poderosa, ¡oh María, Madre y Señora nuestra!