33.3 Consideramos el deseo vehementísimo que tuvo nuestro Señor Jesucristo de padecer y
morir por nuestro bien.
PUNTO 3
Se aumentará en nosotros la admiración si consideramos el deseo vehementísimo que tuvo nuestro Señor Jesucristo de padecer y morir por nuestro bien. «Bautizado he de ser con el bautismo de mi propia sangre, y muero de deseo porque llegue pronto la hora de mi Pasión y muerte, a fin de que el hombre conozca el amor que, le tengo.»
Así decía el Hijo de Dios en su vida terrena (Lc., 12,50).
Por eso mismo exclamaba en la noche que precedió a su dolorosa Pasión (Lc., 22, 15): Ardientemente he deseado celebrar esta Pascua con vosotros. Diríase que nuestro Dios no puede saciarse de amor a los hombres, escribe San Basilio de Seleucia (c. 419).
¡Ah Jesús mío! ¡Los hombres no os aman porque no ponderan el amor que les profesáis! ¡Oh Señor!, el alma que piensa en un Dios muerto por su amor, y que tanto deseó morir para demostrarle la grandeza del afecto que le tenía, ¿cómo es posible que viva sin amarle?...
San Pablo dice (2 Co., 5, 14) que no tanto lo que hizo y padeció Jesucristo como el amor que nos demostró al padecer por nosotros, nos obliga y casi nos fuerza a que le amemos.
Considerando este alto misterio, San Lorenzo Justiniano exclamaba: Hemos visto a un Dios enloquecido de amor por nosotros. Y, en verdad, si la fe no lo afirmase, ¿quién pudiera creer que el Creador quiso morir por sus criaturas?...
Santa Magdalena de Pazzi, en un éxtasis que tuvo llevando en sus manos un Crucifijo, llamaba a Jesús loco de amor. Y lo mismo decían los gentiles cuando se les predicaba la muerte de Cristo, que les parecía increíble locura, según testimonio del Apóstol (1 Co., 1, 23): «Pre-dicamos a Cristo crucificado, escándalo para los judíos, necedad para los gentiles.»
¿Cómo, decían, un Dios felicísimo en Sí mismo, y que de nadie necesita, pudo venir al mundo, hacerse hombre y morir por amor a los hombres, criaturas suyas? Creer eso equivale a creer que Dios enloqueció de amor... Y con todo, es de fe que Jesucristo, verdadero Hijo de Dios, se entregó a la muerte por amor a nosotros. «Nos amó y se entregó Él mismo por nosotros» (Ef., 5, 2).
¿Y para qué lo hizo así? Hízolo a fin de que no viviésemos para el mundo, sino para aquel Señor que por nosotros quiso morir (2 Co., 5, 15). Hízolo para que el amor que nos mostró ganase todos los afectos de nuestros corazones; así, los Santos, al considerar la muerte de Cristo, tuvieron en poco el dar la vida y darlo todo por amor de su amantísimo Jesús.
¡Cuántos ilustres varones, cuántos príncipes abandonaron riquezas, familia, patria y reinos para refugiarse en los claustros y vivir en el amor de Cristo! ¡ Cuántos mártires le sacrificaron la vida! ¡Cuántas vírgenes, renunciando a las bodas de este mundo, corrieron gozosas a la muerte para recompensar como les era dado el afecto de un Dios que murió por amarlas!...
Y tú, hermano mío, ¿qué has hecho hasta ahora por amor a Cristo?... Así como el Señor murió por los Santos, por San Lorenzo, Santa Lucía, Santa Inés..., también murió por ti...
¿Qué piensas hacer, siquiera en el resto de tus días que Dios te concede para que le ames? Mira a menudo y contempla la imagen de Jesús crucificado; recuerda lo mucho que Él te amó, y di en tu interior: «Dios mío, ¿con que Vos habéis muerto por mí?» Haz siquiera esto; hazlo con frecuencia, y así te sentirás dulcemente movido a amar a Dios, que te ama tanto.
AFECTOS Y SÚPLICAS
¡No os he amado como debiera, amantísimo Redentor mío, porque no he pensado en el amor que me tenéis! ¡ Ah Jesús mío.!, ¡cuan ingrato soy!... Vos disteis por mí la vida con la más amarga de las muertes, y yo, tan vil he sido, que ni he querido pensar en ello. Perdonadme, Señor, pues yo os prometo que desde ahora seréis, ¡oh amor mío crucificado!, el único objeto de mis afectos y pensamientos.
Cuando el demonio o el mundo me ofrezcan sus venenosos frutos, recordadme, amado Salvador, los trabajos que por mi amor sufristeis, y haced que os ame y no os ofenda...
¡Ah! Si un siervo mío hubiese hecho por mí lo que Vos hicisteis, no me atrevería a desecharle. ¡ Y con todo, muchas veces osé apartarme de Vos, que moristeis por mí!...
¡Oh preciosa llama de amor, que obligaste a Dios a que diese por mí su vida; ven, inflama y llena todo mi corazón y destruye en él los afectos a las cosas creadas! ¿Es posible, amado Redentor, que quien considere cómo estuvisteis en el pesebre de Belén, en la cruz del Calvario, y ahora estáis en el Sacramento del Altar, no quede enamorado de Vos?...
Os amo, Jesús mío, con toda mi alma, y en el resto de mi vida seréis mi único bien, mi único amor. No más años desventurados como los que miserablemente viví olvidado de vuestra Pasión y de vuestros afectos. A vos me entrego enteramente, y si no acierto a entregarme como debiera, acogedme Vos y reinad en todo mi corazón. Ad-veníat regnum tuum.
No vuelva a ser esclavo más que de vuestro amor, ni hable, ni trate, ni piense, ni suspire más que para amaros y serviros. Asistidme con vuestra gracia, a fin de que os sea fiel, como lo espero por vuestros merecimientos, ¡oh Jesús mío!
¡Oh Madre del Amor hermoso, haced que ame mucho a vuestro divino Hijo, tan digno de ser amado y que tanto me amó!