32.2 María es abogada tan clemente como poderosa, y que no sabe negar su protección a quién
recurre a Ella
PUNTO 2
Consideremos, en segundo lugar, que María es abogada tan clemente como poderosa, y que no sabe negar su protección a quien recurre a Ella. Fijos están sobre los justos los ojos del Señor, dice David. Mas esta Madre de misericordia, como decía Ricardo de San Lorenzo, tiene fijos los ojos, así en los justos como en los pecadores, a fin de que no caigan; y si hubieran caído, para ayudarlos a que se levanten.
Parecíale a San Buenaventura cuando contemplaba a la Virgen que miraba la misma misericordia, y San Bernardo nos exhorta a que en todas nuestras necesidades recurramos a esta poderosa abogada, que es en extremo dulce y benigna para cuantos se encomiendan a Ella.
Por eso la llamamos hermosa como la oliva. Quasi oliva speciosa in campis (Ecl., 24, 19); pues así como de la oliva mana óleo suave, símbolo de piedad, así de la Virgen surgen gracias y mercedes que dispensa a todos los que se acogen a su amparo.
Bien decía, pues, Dionisio Cartusiano al llamarla abogada de los pecadores que en Ella se refugian. ¡ Oh Dios, qué dolor tendrá un cristiano que se condena al considerar que a tan poca costa pudiera haberse salvado acudiendo a esta Madre de misericordia, y que no lo puso por obra ni habrá ya tiempo de remediarlo!
La bienaventurada Virgen dijo a Santa Brígida (Rev., 1, 1, c. 6): «Me llaman Madre de misericordia, y en verdad lo soy, porque así lo ha dispuesta la clemencia de Dios...» Pues ¿quién nos ha dado tal abogada, que nos defienda, sino la misericordia divina, que a todos nos quiere salvar?... Desdichado será —añadió la Virgen- ..., eternamente desdichado, el que pudiendo acudir a Mí, que con todos soy tan piadosa y benigna, no quiere buscar mi auxilio y se condena.»
¿Tememos acaso, dice San Buenaventura, que nos niegue María el socorro que le pidamos?... No; que no sabe ni supo jamás mirar sin compasión y dejar sin auxilio a los desventurados que lo reclaman de Ella. No sabe, ni puede, porque fue destinada por Dios para ser reina y Madre de misericordia, y como tal tiene que atender a los necesitados.
Reina sois de misericordia, le dice San Bernardo; ¿y quiénes son los súbditos de la misericordia sino los miserables? Y luego el Santo, por humildad, añadía: «Puesto que sois, ¡oh Madre de Dios!, la Reina de la misericordia, mucho debéis atenderme a mí, que soy el más miserable de los pecadores.»
Con maternal solicitud, sin duda, librará de la muerte a sus hijos enfermos, pues la bondad y clemencia de María la convienen en Madre de todos los que sufren.
San Basilio la llama casa de salud, porque así como en los hospitales de enfermos pobres tiene más derecho a entrar el más necesitado, María, como dice aquel Santo, ha de acoger y cuidar con piedad mas solícita y amorosa a los más grandes pecadores de todos los que a Ella recurren.
No dudaremos, pues, de la misericordia de María Santísima. Santa Brígida oyó que el Salvador decía a la Virgen: «Aun para el mismo diablo usarías de misericordia si la pidiese con humildad.» El soberbio Lucifer jamás se humillará; pero si se humillase ante esta soberana Señora y le pidiese auxilio, la intercesión de la Virgen le libraría del infierno.
Nuestro Señor con aquellas palabras nos dio a entender lo mismo que su amada Madre dijo luego a la Santa: que cuando un pecador, por muy grandes que sean sus culpas, se le encomienda sinceramente. Ella no atiende a los pecados de él, sino a la intención que le mueve; y si tiene buena voluntad de enmendarse, le acoge y sana de todos los males que le abruman:
«Por mucho que el hombre haya pecado, si acude a Mí verdaderamente arrepentido, apresuróme a recibirle, no miro el número de sus culpas, sino el ánimo con que viene. Ni me desdeño de ungir y curar sus llagas, porque me llaman, y realmente soy, Madre de misericordia.»
Con verdad, pues, nos alienta San Buenaventura (In Sal.. 8), diciendo: No desesperéis, pobres y extraviados pecadores; alzad los ojos a María y respirad, confiados en la piedad de esta buena Madre. Busquemos la gracia perdida, dice San Bernardo (9), y busquémosla por medio de María; que ese alto don, por nosotros perdido, añade Ricardo de San Lorenzo (10), María la encontró, y a Ella, por tanto, debemos acudir para recuperarle.
Cuando el arcángel San Gabriel anunció a la Virgen la divina maternidad, le dijo: «No temas, María, porque hallaste gracia» (Le., 1, 30). Mas si María, siempre llena de gracia, jamás estuvo privada de ella, ¿cómo dijo el ángel que la había hallado?
A esto responde el cardenal Hugo que la Virgen no halló la gracia para sí, pero siempre la tuvo y disfrutó sino para nosotros, que la habíamos perdido; de donde infiere que debemos presentarnos a María Santísima y decirle: «Señora, los bienes han de ser restituidos a quien los perdió. Esa divina gracia que habéis hallado no es vuestra, porque Vos siempre la poseisteis; nuestra es, y por nuestras culpas la perdimos. A nosotros, Señora, debéis devolverla.»
«Acudan, pues; acudan presurosos a la Virgen los pecadores que hubiesen perdido por sus culpas la gracia, y díganle sin miedo: devuélvenos el bien nuestro que hallaste...»
(1) Serm. De Aquaed.
(2) De laud. Virg., lib. 2.
AFECTOS Y SÚPLICAS
He aquí a vuestros pies, ¡oh Madre de Dios!, a un pecador desdichado que, no una, sino muchas veces, voluntariamente, perdió la divina gracia que vuestro Hijo le había conquistado por su muerte. Con el alma llena de heridas y de llagas, a Vos acudo, Madre de misericordia.
No me despreciéis al ver el estado en que me hallo; antes bien, miradme con más compasión y apresuraos a socorrerme. Atended a la esperanza que me inspiráis y no me abandonéis. No busco bienes terrenos, sino la gracia de Dios y el amor a vuestro divino Hijo.
Orad por mí, Madre mía; no ceséis de orar, que por vuestra intercesión, y en virtud de los méritos de Jesucristo, he de alcanzar la salvación. Y pues vuestro oficio es el interceder por los pecadores, ejercedle para mí —como decía Santo Tomás de Villanueva—, encomendadme a Dios y defendedme.
No hay causa, por desesperada que sea, que no se gane si Vos la defendéis. Sois esperanza de pecadores y esperanza mía... Nunca dejaré, Virgen Santa, de serviros y amaros y de acudir a Vos... No dejéis Vos de socorrerme, sobre todo cuando me veáis en peligro de perder nuevamente la gracia del Señor...
¡Oh María, excelsa Madre de Dios, tened misericordia de mí!