31.2 Veamos ahora cómo se ha de vencer al mundo
PUNTO 2
Veamos ahora cómo se ha de vencer al mundo. Gran enemigo es el demonio, mas el mundo es peor. Si el demonio no se sirviese de él, de los hombres malos, que forman lo que llamamos mundo, no lograría los triunfos que obtiene.
No tanto amonesta el Redentor que nos guardemos del demonio como de los hombres (Mt., 10, 17). Estos son a menudo peores que aquéllos, porque a los demonios se los ahuyenta con la oración e invocando los nombres de Jesús y de María; pero los malos enemigos, si mueven a alguno a pecar y les responde con buenas y cristianas palabras, no huyen ni se reprimen, sino que le excitan y tientan más, y se burlan de él llamándole necio, cobarde o menguado; y cuando otra cosa no pueden, le tratan de hipócrita, que finge santidad. Y no pocas almas tímidas o débiles, por no oír tales burlas e improperios, siguen a aquellos ministros de Lucifer y pecan miserablemente.
Persuádete, pues, hermano mío, de que si quieres vivir piadosamente, los impíos, los malvados te menospreciarán y se burlarán de ti. El que vive mal no puede tolerar a los que viven bien, porque la vida de éstos les sirve de continuo reproche y porque quisiera que todos le imitasen para acallar el remordimiento que le ocasiona la cristiana vida de los demás.
El que sirve a Dios, dice el Apóstol (2 Ti., 3, 12), tiene que ser perseguido del mundo. Todos los Santos sufrieron rudas persecuciones. ¿Quién más santo que Jesucristo? Pues el mundo le persiguió hasta darle afrentosa muerte de cruz.
No ha de sorprendemos esto, porque las máximas del mundo son del todo contrarias a las de Jesucristo. A lo que aquél estima llama Cristo locura (1 Co., 3, 19). Y al contrario, el mundo tiene por demencia lo que alaba y aprecia nuestro Redentor, como son las cruces, dolores y desprecios (1 Co., 1, 18).
Pero consolémonos, que si los malos nos maldicen y vituperan, Dios nos bendice y ensalza (Sal. 108, 28). ¿No basta ser alabados de Dios, de María Santísima, de los ángeles y Santos y de todos los buenos?
Dejemos, pues, que los pecadores digan lo que quisieren y prosigamos sirviendo a Dios, que tan fiel y amoroso es para los que le aman. Cuanto mayores fueren los obstáculos y contradicciones que hallemos practicando el bien, tanto más grandes serán la complacencia del Señor y nuestros méritos.
Imaginemos que en el mundo sólo Dios y nosotros existimos, y cuando los malvados nos censuren, encomendémoslos al Señor, y dándole gracias por la luz que a nosotros nos alumbra y a ellos les niega, prosigamos en paz nuestro camino. Nunca nos cause rubor el ser y parecer cristianos, porque si nos avergonzamos de ello, Jesucristo se avergonzará de nosotros, según nos anunció (Lc., 9, 26).
Si queremos salvarnos, menester es que estemos firmemente resueltos a padecer fuerza y a violentarnos siempre. «Estrecho es el camino que conduce a la vida» (Mateo, 7, 14).
El reino de los Cielos se alcanza a viva fuerza, y los que se la hacen a sí mismos son los que le arrebatan (Mt., 11, 12). Quien no se hace violencia no se salvará. Y esto es irremediable, porque si queremos practicar el bien, tenemos que luchar contra nuestra rebelde naturaleza.
Singularmente, debemos violentarnos al principio para extirpar los malos hábitos y adquirir los buenos, puesto que después la buena costumbre convierte en cosa fácil y dulce la observancia de la buena ley.
Dijo el Señor a Santa Brígida que a quien practicando las virtudes con valor y paciencia sufre la primera punzada de las espinas, después esas mismas espinas se le truecan en rosas.
Atiende, pues, cristiano, y oye a Jesús, que te dice como al paralítico (Jn., 5, 14): «Mira que ya estás sano; no quieras pecar más, porque no te suceda cosa peor.»
Entiende, añade San Bernardo (4), que si por tu desgracia vuelves a recaer, tu ruina será peor que todas las de tus primeras caídas.
¡Ay de aquellos, dice el Señor (ls., 30, 1), que emprenden el camino de Dios y luego le dejan. Serán castigados como rebeldes a la luz (Jn., 3, 19); y la pena de esos infelices, que fueron favorecidos e iluminados con las luces de Dios, e infieles después, será quedar del todo ciegos y así acabar su vida hundidos en la culpa.
«Mas si el justo se desviare de su justicia..., ¿por ventura vivirá? No se hará memoria de ninguna de las obras justas. ..; por su pecado morirá» (Ez., 18, 24).
(4)Audis recidere quam incidere esse deteríus.
AFECTOS Y SÚPLICAS
¡Ah Dios mío! ¡Cuántas veces he merecido castigo semejante, ya que tantas dejé el pecado por las luces y mercedes que me disteis, y luego miserablemente recaí en la culpa! Infinitas gracias os doy por vuestra clemencia en no haberme abandonado a mi ceguedad, privándome de vuestras luces como yo merecía.
Obligadísimo os quedo, y harto ingrato sería si volviese a separarme de Vos. No será así, Redentor mío; antes bien, espero que en el resto de mi vida, y en toda la eternidad, he de alabar y cantar vuestras misericordias (Sal. 88, 2), amándoos siempre sin perder vuestra divina gracia. Mi pasada ingratitud, que maldigo y aborrezco sobre todo mal, me servirá de acicate para llorar las ofensas que os hice y para inflamarme en amor a Vos, que me habéis acogido a pesar de mis pecados, y me habéis otorgado tan altas mercedes.
Os amo, Dios mío, digno de infinito amor. Desde hoy seréis mi único amor, mi único bien. ¡Oh Eterno Padre! Por los merecimientos de Jesucristo os pido la perseverancia final en vuestro amor y gracia, y sé que me la concederéis si continúo pidiéndoosla. Más ¿quién me asegura de que así lo haré? Por eso, Dios mío, os ruego que me deis la gracia de que siempre os pida ese precioso don...
¡Oh María!, mi abogada, esperanza y refugio, alcanzadme con vuestra intercesión constancia para pedir a Dios la perseverancia final. Os lo ruego por vuestro amor a Cristo Jesús.