Friday April 26,2024
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PREPARACION
PARA LA MUERTE


Un buena preparacion para la muerte

Autor: San Alfonso Maria
de Ligorio

Fuente: iteadjmj.com


Partes: [ 1/20 ] [ 21/37]

A. A Jesús Crucificado para alcanzar la gracia
de una buena Muerte

B. Aceptación de la Muerte


21. VIDA INFELIZ DE PECADORES Y VIDA DICHOSA DEL QUE AMA A DIOS
21.1 Mucha paz para los que..
21.2 Los desdichados pecadores 21.3 Por breves y envenenados..

22. LOS MALOS HABITOS
22.1 Nuestra propensión ....
22.2 Malos hábitos endurecen...
22.3 Perdida la luz que nos guía..

23. ENGAÑOS QUE EL ENEMIGO SUGIERE AL PECADOR
23.1 ¿Imaginemos que un joven..
23.2 Dices que el Señor es Dios..
23.3 Aún soy joven... Dios se...

24. DEL JUICIO PARTICULAR
24.1 Presentación del reo...
24.2 Acusación y examen..
24.3 Me arrepiento, Bien Sumo!,

25. DEL JUICIO UNIVERSAL
25.1 No hay en el mundo..
25.2 Apenas hayan resucitado..
25.3 Comenzará el juicio...

26. DE LAS PENAS DEL INFIERNO
26.1 Dos males comete...
26.2 La pena de sentido...
26.3 Pérdida de Dios..

27. DE LA ETERNIDAD DEL INFIERNO
27.1 Si el infierno tuviese fin ...
27.2 Del infierno jamás salir...
27.3 En la vida del infierno..

28. REMORDIMIENTOS DEL CONDENADO
28.1 Este gusano que no muere..
28.2 Lo poco para salvarse...
28.3 El muy alto bien perdido...

29. DE LA GLORIA
29.1 Vuestra tristeza en alegria..
29.2 Enjugará Dios las lágrimas...
29.3 Verá el alma las gracias...

30. DE LA ORACION
30.1 Pedid y se os dará...
30.2 Necesidad de la oración...
30.3 Condiciones de la oración..

31. DE LA PERSEVERANCIA
31.1 El que persevere al final..
31.2 Cómo se ha de vencer ...
31.3 Tercer enemigo, la carne..

32. DE LA LA CONFIANZA EN LA PROTECCION DE MARIA SANTISIMA
32.1 Quien me hallare, hallará...
32.2 María es abogada clemente.
32.3 María abogada tan piadosa..

33. DEL AMOR DE DIOS
33.1 Pues amemos a Dios...
33.2 Se nos dio y entregó...
33.3 Jesús padeció y morió...

34. DE LA SAGRADA COMUNION
34.1 Tomad y comed;éste es mi..
34.2 Jesús nos otorga este don.
34.3 Recibirlo en la comunión...

35. DE LA AMOROSA PERMANENCIA DE CRISTO EN
EL SANTISIMO SACRAMENTO DEL ALTAR
35.1 Venid a mi los abrumados...
35.2 A todos nos da audiencia...
35.3 El Nos comunica su gracia...

36. CONFORMIDAD CON LA VOLUNTAD DE DIOS
36.1 Y la vida, en su voluntad...
36.2 Conformarnos con todo...
36.3 Admirable y continua paz...

 

29.2 Y enjugará Dios todas las lágrimas de los ojos de ellos, y no habrá ya muerte...


PUNTO  2

Apenas empiece el alma a gozar de la divina beatitud, ya no habrá nada que la aflija. Y enjugará Dios todas las lágrimas de los ojos de ellos, y no habrá ya muerte, ni llanto, ni clamor, ni dolor, porque las cosas de antes pasaran. Y dijo el que estaba sentado en el trono (Ap., 21, 4-5): He aquí, Yo hago nuevas todas las cosas.

 No hay en el Cielo enfermedades, ni pobreza, ni mal ninguno. No existen allí la sucesión de días y noches, de calor y frío, sino un eterno día siempre sereno, continua primavera deleitosa y sin fin. No hay persecuciones ni envidias, que en aquel reino de amor todos se aman ter-nísimamente, y cada cual goza del bien de los demás como si fuera suyo.

 No se conocen allí angustias ni temores, porque el alma confirmada en gracia no puede pecar ni perder a Dios. Todas las cosas ostentan renovada y completa her­mosura, y todas satisfacen y consuelan. La vista gozará admirando aquella ciudad de perfecta belleza (Lm., 2,15).

 Nos parecería delicioso espectáculo ver una población cuyo suelo fuese de terso y límpido cristal, las viviendas de bruñida plata, cubiertas de oro purísimo y adorna­das con guirnaldas de flores... ¡Pues mucho más hermo­sa es la ciudad de la gloria!

¡Y qué será el ver aquellos felices moradores con rea­les vestiduras, porque, como dice San Agustín, todos son reyes! ¡Qué el contemplar a la Virgen María, más her­mosa que el mismo Cielo; y al Cordero sin mancha, a nuestro Señor Jesucristo, divino Esposo de las almas!

 Santa Teresa logró columbrar una mano del Redentor, y quedó maravillada de ver tanta belleza... Habrá en las celestiales moradas regaladísimos perfumes, aroma de gloria, y se oirán allí música y cánticos de sublime armonía...

Oyó una vez San Francisco, breves instantes, el soni­do de esa armonía angélica, y creyó que iba a morir de dulcísimo gozo... ¡Qué, será, pues, el oír los coros de ángeles y Santos, que, unidos, cantan las glorias divi­nas (Sal. 83, 5), y la voz purísima de la Virgen inmacu­lada que alaba a su Dios!... Como el canto del ruiseñor en el bosque excede y supera al de las demás avecillas, así la voz de María en el Cielo... En suma: había en la gloria cuantas delicias se puedan desear

 Y estos deleites hasta ahora considerados son los bie­nes menores del Cielo. El bien esencial de la gloria es el Bien Sumo: Dios (1).

El premio que el Señor nos ofrece no consiste sólo en la hermosura y armonía y deleites de aquella venturosa ciudad; el premio principal es Dios mismo, es el amar­le y contemplarle cara a cara (Gn., 15, 1).

 Dice San Agustín que si Dios dejase de ver su rostro a los condenados, el infierno se trocaría de súbito en de­licioso paraíso. Y añade que si un alma, al salir de este mundo, tuviese que elegir entre ver a Dios y estar en el infierno, o no verle y librarse de las penas infer­nales, «preferiría, sin duda, la vista de Dios aun con los tormentos eternos».

Esta felicidad de amar a Dios y verle cara a cara no podemos comprenderla en este mundo. Pero algo nos es dado columbrar, sabiendo que el atractivo del divino amor, aun en la vida mortal, llega a elevar sobre la tie­rra no sólo el alma, sino hasta el cuerpo de los Santos.

 San Felipe Neri fué una vez alzado por el aire con el escaño en que se apoyaba. San Pedro de Alcántara ele­vóse también sobre la tierra asido a un árbol, cuyo tron­co quedó separado de la raíz.

 Sabemos también que los Santos mártires, por la sua­vidad y dulzura del amor divino, se regocijaban pade­ciendo terribles dolores. San Vicente se expresaba de tal modo en el tormento -dice San Agustín—, «que no pa­recía sino que era uno el que hablaba y otro el que pa­decía».


San Lorenzo, tendido en las candentes parrillas sobre el fuego, decía al tirano con asombrosa serenidad: Vuél­veme y devórame, porque, como añade aquel Santo, Lo-renzo, «encendido en el fuego del divino amor, no sen­tía el incendio que le abrasaba». Además, ¡cuán suave dulzura halla el pecador al llorar sus culpas! Si tan dul­ce es llorar por Tí —decía San Bernardo—, ¿qué será gozar de Ti?

¡Y qué consolación no siente el alma si un rayo de luz del Cielo le descubre en la oración algo de la bon­dad y misericordia divina, del amor que le tuvo y tiene Jesucristo! Parécele al alma que se consume y desmaya de amor. Y, sin embargo, en la tierra no vemos a Dios como es; le vemos entre sombras.

 Tenemos ahora como una venda ante los ojos, y Dios se nos oculta tras el velo de la fe. Mas, ¿qué sucederá cuando desaparezca esa venda y se rasgue aquel velo, y veamos cuan hermoso es Dios, cuán grande y justo, per­fecto, amable y amoroso? (1 Co., 13, 12).
(1)   Totum quod expectamus duae syllabae sunt.

AFECTOS  Y   SÚPLICAS

Yo soy, ¡oh Sumo Bien mío!, aquel miserable que tantas veces se apartó de Ti y renunció a tu amor. Por ello indigno soy de verte y amarte. Más Tú, Señor, eres el que, por compadecerte de mí, no tuviste compasión de Ti mismo y te condenaste a morir de dolor en un madero infame y afrentoso.

 Por tu muerte espero, que algún día te veré y gozaré de tu presencia y te amaré con todo mí ser. Pero ahora que me hallo en peligro de perderte para siempre, o más bien que te perdí por mis pecados, ¿qué haré en lo que reste de vida? ¿Seguiré ofendiéndote?... No, Jesús mío; aborrezco las ofensas que te hice.

Me pesa de haberte ofendido y te amo con todo mi corazón...

¿Apartarás de Ti a un alma que se arrepien­te y te ama? No. Bien sé lo que dijiste, amado Reden­tor mío; que no sabes rechazar a los que, arrepentidos, recurren a Ti (Jn., 6, 37). A todo renuncio, Jesús mío, y me entrego a Ti, te abrazo y uno a mi corazón..

Abrázame y úneme también a tu Corazón sacratísimo... Y si me atrevo a hablar así es porque hablo y trato con la Bondad infinita, con un Dios que murió por mi amor. Carísimo Redentor mío, dadme la perseverancia en tu amor santo.


 Amada Virgen María, Madre nuestra, alcánzame ese don de la perseverancia, por lo mucho que amas a Cris­to Jesús. Así lo espero y así sea.

   


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