2» Introducción
Jesús el Buen Pastor
Autora: Catalina Rivas | Fuente: www.LoveAndMercy.org
Hace algunos años, fuimos invitados a una Conferencia Mariana en la ciudad de Pittsburg,
Pennsylvania, en los Estados Unidos de Norteamérica. Esta conferencia se realiza todos los años y son invitadas muchas personalidades de
distintos grupos marianos del mundo entero.
Hacía poco tiempo que habíamos comenzado a predicar en el exterior, así es que al ver tanta gente en un auditórium enorme, me sentía bastante nerviosa.
Lo poco que pude escuchar de las conferencias, de pasada, me mostraba las vivencias o el conocimiento de las personas participantes, así como su experiencia en este campo y aquello era muy fuerte para mí, así es que sin tener un tema específico más que mi testimonio de conversión, que consideré que no era para ese público por su pobreza, me puse en oración, suplicando la asistencia del Espíritu Santo.
Mi equipo se componía de un grupo de personas,
todas muy preparadas en su campo, científicos,
sacerdotes, alguna otra gente del grupo y bueno, yo.
Durante la Santa Misa, que era celebrada justamente antes de la última charla que correspondía a nuestro grupo, pregunté al Señor qué era lo que Él quería decirle a la gente a través de mí, que me dejara saber para qué estaba yo allá.
Casi las tres mil personas asistentes comulgaron. Nosotros fuimos de los primeros en hacerlo, por estar ubicados más cerca del escenario donde debíamos
subir luego. Recibí la Santa Eucaristía y me puse de
rodillas cerca a mi asiento, en ese momento tuve
como una pantalla dentro de mí, una gigante pantalla
en la que vi un campo enorme: había lugares verdes,
pequeñas lomas con plantas, arboledas, un lago muy
grande... Era un lugar definitivamente precioso.
Pero en medio de todo este campo había como una
gran parcela que no estaba trabajada, se veía fea, toda
llena de espinas y tierra, algo que se desdecía con
aquel mágico paisaje.
Allá, en medio de todas esas espinas había una
pequeña oveja blanca, de la que no se podía ver
mucho la piel porque estaba llena de sangre. Tenía
muchas heridas en las patitas, en el cuerpo y lloraba
incesante y dolorosamente. Intentaba salir de allí pero
no podía, caminaba dos pasos y las espinas
comenzaban a crecer y a lastimarla más.
El cielo estaba oscuro en ese lugar, había muchos
nubarrones, tronaban los rayos y un viento sucio
hacía más fea la escena y asustaba más al pequeño
animal.
De pronto vi una mujer de espaldas a mí, vestida de
azul y con un velo muy blanco y supe en seguida que
era la Santísima Virgen. Ella extendía las manos y
llamaba a la ovejita para que se acercase, pero la
ovejita asustada intentaba salir por otro lado, y puesto
que las espinas crecían rápidamente, se iba alejando
más y más, como tratando de escapar de las espinas y a la vez de las manos que la llamaban. Era tanto su
miedo que no sabía hacia donde correr, resbalaba, se
caía y se le abría nuevamente la carne en sangrantes
heridas.
Por un momento la Virgen se dio la vuelta y pude ver
su perfil, tan hermoso y tan dulce. Miró hacia un
punto lejano, como tratando de buscar a alguien con
la mirada y desapareció.
Al momento apareció ante mis ojos un hombre alto y
fuerte, vestido con una brillante túnica de color
blanco perlado. Calzaba sandalias y tenía un bastón
alto. El cabello castaño oscuro le caía un poco sobre
los hombros; los brazos y la parte del cuello que se
alcazaba a ver cuando el viento le levantaba el pelo,
mostraban su piel bronceada. Tenía los brazos fuertes,
de persona trabajadora.
Mi corazón iba a saltar de emoción: era Jesús, quien
sin pensarlo siquiera, se metió entre las espinas. Unas
tres o cuatro veces, golpeó las espinas altas con su
bastón e hizo saltar las plantas. Sin embargo, las
demás espinas rompían también su piel, desgarraban
su túnica, que se enganchaba entre ellas, pero a Él
parecía no importarle que se desgarrara su ropa, ni
que las espinas lastimasen Su piel.
Se apresuraba en entrar y vi cómo la sangre saltaba de
sus pies, tobillos y piernas, salpicando la tierra por
donde pasaba. La ovejita se metía más y más hacia
otra maraña de espinas, ya era prácticamente una
mancha de sangre cuando Jesús se agachó, la tomó entre Sus brazos y comenzó a salir del campo. Ya ni se
fijaba en las espinas que parecían atacarlo, lacerando
su piel. El único objeto de Su atención era el animalito
que llevaba en Sus brazos.
Salió de aquel campo caminando hacia un lugar
donde yo podía verlo de frente. Él estaba llorando,
juntamente con la ovejita. Ella temblaba entre Sus
brazos, que estaban tiñéndose de sangre, y lo miraba
como buscando Su consuelo. Jesús la apretaba contra
Su pecho.
De pronto Él miró hacia el Cielo, su gesto se
endureció un poco por instantes, el tiempo suficiente
para que desaparecieran velozmente todas las nubes
oscuras y comenzara a salir el sol. Sus ojos estaban
llenos de lágrimas, que corrían por sus mejillas.
Jesús comenzó a besar a la ovejita y allá, donde caía
cada una de sus lágrimas, o donde Él besaba, de golpe
se cerraban las heridas del pequeño animal y aparecía
la blanca lana.
Eran tan grandes la ternura y el Amor de Jesús que
parecía que aquel animalito fuese todo lo que Él poseía.
Llegó un momento en que besaba la cabecita
de la oveja, ella lamía Su mano mientras las lágrimas
de ambos se entremezclaban, y al tiempo que lloraban
juntos, Jesús sonreía y la ovejita emitía un débil
balido.
Un momento después vi a Jesús caminando con pasos
lentos, como esperando a su pequeña compañera. Su
porte era altivo. Pese a la sencillez de Su vestir, era
majestuoso como un Rey y la ovejita feliz, con la
cabeza muy levantada, sanita, corría detrás de Él,
balando ya más vigorosamente, lamiéndole la punta
de los dedos de la mano, de cuando en cuando. Por
momentos Él le acariciaba la cabecita,
correspondiendo a su ternura.
Como en imágenes sucesivas, vi después a Jesús
sentado sobre una roca, Él hablaba, y la ovejita
sentada sobre sus dos patas traseras, como se sientan
los perros, lo escuchaba atenta. De cuando en cuando, Él tomaba la cabeza de ella entre Sus manos y la
besaba riendo. Luego era ella la que lamía los pies de
Jesús y las heridas del Señor se sanaban. Todas las
heridas se vieron así cerradas, y hasta la túnica de
Jesús parecía nueva.
Ya no quedaban rastros de tanta sangre y tanto dolor.
Era una escena muy bella, ya no había nubes, el sol
brillaba con unas luces doradas sobre la cabeza del
Pastor, corría una brisa fresca que hacía mover Su
cabello y Él sonreía.
Se oyó otro balido lastimero y vi a Jesús caminando
presuroso nuevamente hacia el campo de espinas. Su
semblante reflejaba entre tristeza y preocupación;
nuevamente se encaminaba en búsqueda de otra
ovejita, pero esta vez la que ya estaba sana se adelantó al Señor y corrió a buscar a la que ahora gemía.
Como si fuera una experta, entró por los senderos
más escarpados. Se lastimaba, sí, pero era como si no
le importara o no le doliera mucho, porque corría,
buscaba a su compañera y la guiaba hacia donde
estaba el Señor, a los brazos fuertes y seguros de
Jesús…
En ese momento la voz del Sacerdote me volvió a la
celebración cuando dijo: "Oremos…" Miré en torno
mío a toda aquella gente, con mucha pena de que tan
hermosa visión hubiera terminado. Tenía el rostro
cubierto de lágrimas y todavía se me escapaba algún
sollozo. Entonces me habló Jesús, que dulcemente me
dijo así: "Ahí tienes el tema, relata así tu conversión,
porque esa primera ovejita eres tú".
Mientras hablaba la gente que me antecedía, ya no
sentía yo temor de hablar, apenas escuchaba lo que
cada uno decía y los aplausos, como si estuviese oyendo de lejos. Cerraba los ojos y podía ver el bello
Rostro de Jesús, unos momentos llorando y otros
sonriendo, y eso llenaba por completo mi corazón.
Sé que aquella fue una de mis mejores pláticas,
porque puse todo mi corazón en describir a la gente
lo que el Señor me había permitido vivir un momento
antes. Cuando prendieron las luces y pude ver al
público, mucha gente lloraba, tal vez sintiéndose
identificada con la pequeña oveja que había sido
rescatada del campo espinoso del mundo y sanada
con las lágrimas, la sangre y el Infinito Amor de Jesús.
Han transcurrido varios años, tal vez ocho o nueve,
desde aquel día, y al escribir esta experiencia, el Señor
me Ha permitido volver a vivirla con una claridad y
nitidez increíbles.
Desde aquel tiempo tengo en casa una imagen del
Buen Pastor frente a mi cama, para que nunca se me
olvide el lugar del que fui rescatada, para tener
siempre presente la misión que Dios me ha asignado
en Su rebaño, y así poder vencer el temor o la
comodidad que pudiesen impedirme el salir en busca
de otras almas necesitadas de Jesús... Para poder
mirar el futuro con esperanza y confianza total en Su
Divino Querer: todo en un himno de gratitud que
cada día y cada noche coloco, con el corazón
enamorado, a los pies de mi Buen Pastor.
¿Por qué toda esa historia a modo de introducción? Tal vez
porque aquellos que no han leído ninguno de los otros
testimonios, o no saben de qué barro está hecha la mujer
que hoy les comparte las maravillas que el Todopoderoso
hace en cada uno de nosotros, podrían pensar que se trata
de alguna persona muy piadosa, que se pasó la vida frente
al Tabernáculo, adorando a Jesús Sacramentado.
Nada estaría más alejado de la verdad, soy una mujer
conversa, tocada por la Misericordia de Dios siendo ya
madura. Consciente de mi miseria y de mis muchos
pecados, que trato de recubrir ante los ojos de Jesús únicamente con mi amor.
Un día el Señor dijo que habían demasiados maestros en el
mundo, y muy pocos testigos. Fue esta aseveración la que
motivó a que en nuestro Apostolado se asumiera como
carisma principal la Nueva Evangelización, buscando que
sus miembros adopten el deber de formarse EN el Señor,
por medio de la vida en Gracia y la recepción frecuente de
los Sacramentos, para ser testigos ante el mundo, con el
propio testimonio de vida, del Infinito Amor y la
Misericordia de Dios, y de Su poder transformador.
Todo paso bueno que haya podido dar en estos años, lo he
dado impulsada por el Señor y Su Santísima Madre, quien no Ha dejado de proteger esta Obra con Su maternal
ternura.
Son ellos los autores responsables de todos estos libros, que
han utilizado caritativamente a esta "caña-hueca" para
derramar Sus infinitas Gracias, sobre la mujer y el hombre
de hoy.