12» Capítulo X
La Misericordia del Señor
Autor: Catalina Rivas | Fuente: www.LoveAndMercy.org
1) Hace cuatro años le pedí al Señor que, si era Su Voluntad, me recogiera en un día en que la
Iglesia festeja a la Divina Misericordia y a la hora
exacta: las tres de la tarde, donde fuera que yo me
encontrara, claro está. He vivido antes algunas
experiencias ese día y a esa hora, pero hoy quiero
relatar la correspondiente a este año.
2) Como todos estos años, procuro estar bien
confesada, preparo documentos, arreglo mis cosas,
roperos y todo antes de ese día. Esta vez no fue
distinto, salvo el inmenso consuelo de que nuestro
padre fundador, por motivos de salud se encontraba
entre nosotros. Celebró la Santa Misa, aún
convaleciente, a las dos y treinta de la tarde.
3) Cuando estábamos en el Ofertorio, cerré los ojos
entregando a mi Ángel mi ofrenda a fin de que la
lleve hasta el Altar, pero una luz iluminó mis ojos y
mi mente, volví a abrir los ojos y vi a Jesús, es decir el
contorno de Jesús, la silueta del Señor de la Divina
Misericordia y los rayos que salían de Su pecho y que
me alumbraba fuertemente; tuve un leve sobresalto
que fue notado por el padre Renzo, quien más tarde
me lo dijo.
4) Jesús habló a mi corazón pidiéndome que me
abandonara a Él. Cerré los ojos y en seguida me vi
ante el Trono que tantas veces se me ha permitido ver.
Veía a alguien, un ser lleno de luz plateada y supe
que era Papá Dios. Pensé; "Me he muerto" y vi a Jesús
frente a mí, vestido como Jesús Misericordioso.
5) De pronto me veo a mí misma y estaba envuelta en
unos aros, como anillos rojo y blanco pero sueltos,
como un barril que me cubría, pero yo sabía que abajo
estaba desnuda, y comienzo a sentirme mal,
avergonzada porque temo que Dios Padre se dé cuenta. Alzo la vista, buscando a Jesús a mi izquierda,
pero delante de mí, al otro lado de Jesús, a mi
derecha, hay un ser que está vestido de fuego, pero es
un fuego entre rojo y dorado, no me asusta, más bien
me hace sentirme muy bien.
6) En ese instante es cuando me doy cuenta…. Me
estaba presentando ante Dios Padre, ante la Santísima
Trinidad, y estaba vestida únicamente por los colores
de la Misericordia Divina… ¡Comprendí que lo único
que puede hacernos dignos para presentarnos ante el
Trono de Dios es la Misericordia de Jesús, y que a Ella
debemos acogernos!
7) Miré a ese Ser lleno de luz y alcancé a percibir Sus
ojos, unos ojos enormes, como los de mi Jesús, pero
con una mirada de ternura: sabia, madura, amorosa,
como invitándome a confiar y a no temerle. Esa
mirada "sonreía", no podía ver nada más, todo era
luz, pero aquellos ojos, más bien aquella mirada, la
veía claramente. Repetí junto a muchas voces; "Santo
Dios, Santo Fuerte, Santo Inmortal, ten piedad de nosotros
y del mundo entero", lo repetimos por tres veces.
8) Una voz muy dulce, que reconocí en seguida como
la de mi Madrecita Santa, dijo: "Santo Dios"… y mis
ojos se fueron hacia Papá Dios, luego repitió la
Virgen: "Santo Fuerte", y mis ojos se fueron hacia el
Ser vestido de fuego, y cuando la Virgen dijo; "Santo
Inmortal", mis ojos buscaron a Jesús. ¡Eso era: Dios
Padre es el Santo, el Fuerte es el Espíritu Santo y el
Inmortal, el que Ha vencido a la muerte es Jesús...!
9) Mi mente se estaba abriendo a cosas que,
indudablemente pueden ser muy conocidas en la
formación de un sacerdote, de una religiosa, de un
laico con estudios religiosos, pero para nosotros, los
laicos del montón, para mí, era una revelación. Dijo la
Voz de Jesús -pero sabía que era el Padre Quien me
hablaba-: "Dile al mundo que repita esta oración con
el conocimiento que has tenido ahora."
10) Supe en ese momento que no estaba muerta, que el
Señor me daba otro tiempo y que me asignaba una
nueva misión: preparar al hombre para que su
encuentro con Dios, a la hora de su muerte, sea
revestido de Su Misericordia, de los Méritos Infinitos
de Jesús, pues es con lo única "vestidura" que
podemos presentarnos ante el Trono de Dios para ser
juzgados…
11) Fui arrancada de allí por una fuerza que me
absorbía y me vi, como si estuviese flotando en el
cielo (seguramente que así ven los paracaidistas): era
un lugar con montañas, pero yo bajaba lentamente,
atravesando las nubes, sobre una planicie.
12) Pensé; "seguramente es un lugar frío, porque tiene
montañas". Al bajar más pude ver que había unos
hombres y mujeres, en mayor cantidad hombres,
vestidos de negro y tomados de la mano, uno al lado
del otro. Conforme iba descendiendo, sentía una
fuerza que me pedía que diga la oración, y comencé: "Santo Dios, Santo Fuerte, Santo Inmortal, ten piedad de
nosotros y del mundo entero" De repente, unos cuantos
personajes, de entre esos, desaparecieron y yo subí un
poco, repetí otra vez la oración y sucedió lo mismo.
Entonces comencé a repetirla una y otra vez y subí,
subí, subí y las personas iban desapareciendo hasta
que las perdí de vista y escuché la voz del sacerdote
siguiendo con la Celebración.
13) Me puse a llorar, no podía evitarlo, por un lado
sentía pena, dolor por haber dejado aquel majestuoso
lugar y aquella visión, pero también estaba contenta,
porque el Señor me confiaba otra misión.
14) Apenas terminó la celebración pedí que rezáramos
la Coronilla de la Divina Misericordia frente a Jesús
Sacramentado y cuando repetía la oración del "Santo
Dios, Santo Fuerte, Santo Inmortal, ten piedad de nosotros
y del mundo entero", escuchaba o sentía dentro de mí que muchas voces se unían a nosotros para
acompañarnos.
15) Ahí me di cuenta de que la visión que tuve,
suspendida en el aire y con todos esos seres debajo,
como esperando algo, era la de las almas que iban a
morir, y que esperaban una plegaria por ellas.
16) Les he contado esto porque deseo pedir a todos los
que buenamente puedan acompañarme en este
apostolado por los moribundos, que cada vez que se
acuerden, repitan esta oración, presentando al Señor a
todos los que van a morir en el transcurso de ese día,
para que la Gracia y la Misericordia de Dios los
alcance en el momento de su muerte, y puedan unirse
a esas plegarias nuestras, por medio de nuestros y sus ángeles custodios, a quienes pediremos se las digan al
oído de los moribundos, de manera que ellos repitan,
aunque sólo sea una vez, la oración y así puedan
salvarse.