32- Presentación de Jesús en el Templo. 
               La virtud de Simeón y la profecía de Ana.              
            
             1  de Febrero de 1944. 
               
Veo  que de una casita modestísima sale una pareja de personas. 
Por  una escalerita externa baja una jovencísima madre con un niño en brazos  envuelto en un lienzo blanco. 
Reconozco  a esta Mamá nuestra. Es la misma de siempre: pálida y rubia, grácil y muy fina  en todos sus movimientos. Va vestida  de  blanco y arropada con un manto azul pálido, cubre su cabeza un velo blanco.  Lleva con mucho cuidado a su Niño. 
Al  pie de la escalera la está aguardando José al lado de un burrito pardo. José,  tanto por lo que se refiere a la túnica como al manto está vestido todo de  color marrón claro. Mira a María y le sonríe. Cuando María llega hasta el  burrito, José se pasa las riendas del borriquillo al brazo izquierdo y para que  María pueda sentarse mejor en la albardilla del asno, toma un momento al Niño,  que duerme tranquilo. Luego le vuelve a dar a Jesús y se ponen en camino. 
José  va andando al lado de María, sujetando siempre por las riendas al jumento y  poniendo cuidado en que éste vaya derecho y sin tropiezos. María tiene a Jesús  en el regazo, y, como si tuviera miedo a que cogiese frío, le extiende encima  un borde de su manto. Los dos esposos hablan poquísimo, pero se sonríen  frecuentemente. 
El  camino, que no es ningún modelo de vía, en una campiña desnuda por la estación  que corre, se articula en varias direcciones. Algún que otro viajero se cruza  con ellos dos, o los alcanza, pero son raros. 
Luego  pueden verse algunas casas y unos muros que recintan una ciudad. Los dos  esposos entran en ella por una puerta y comienzan el recorrido por la calzada  urbana, hecha de adoquines muy separados. El camino es ahora mucho más difícil,  ya porque haya un tráfico que en todo momento hace que el burro se detenga, ya  porque éste, por las piedras y los agujeros de las piedras que faltan, haga  continuamente movimientos bruscos, los cuales incomodan a María y al Niño. 
La  calle no es horizontal; sube, aunque ligeramente; es estrecha, entre casas  altas de puertecitas estrechas y bajas, de escasas ventanas que dan a la calle.  Arriba el cielo se asoma en multitud de listas azules entre unas casas y otras,  o más exactamente entre unas terrazas y otras; abajo, en la calle, hay gente y  rumor de voces, y se cruzan otras personas a pie o en burros, o llevando  jumentos cargados, y otras que van detrás de una caravana de camellos que  dificulta el paso. En un momento dado, pasa, con gran ruido de cascos y de  armas, una patrulla de legionarios romanos, que desaparece tras un arco que  está a caballo de uno y otro lado de una vía muy estrecha y pedregosa. 
José  gira a la izquierda y toma una calle más ancha y más bonita. Al fondo de la  misma veo el muro almenado que ya conozco. 
María,  al llegar a una puerta en que hay una especie de paradero para otros burros,  baja del suyo. Digo "paradero" porque es una especie de cabaña  grande, o, mejor, de cobertizo, donde hay paja esparcida por el suelo y unos  palos con unas argollas para atar a los cuadrúpedos. 
José  da algunas monedas a un hombre que ha venido. Con ellas se procura un poco de  heno, luego saca un cubo de agua de un pozo tosco que hay en un ángulo y da las  dos cosas al burrito. Después se llega de nuevo hasta donde María y ambos  entran en el recinto del Templo. 
Se  dirigen, primero, hacia un pórtico donde están aquellos a quienes Jesús, pasado  el tiempo, pegará egregiamente con un azote, o sea, los vendedores de tórtolas  y corderos y los cambistas. José compra dos pichones blancos. No cambia el dinero.  Se entiende que tiene ya el que necesita. 
José  y María se dirigen hacia una puerta lateral que tiene ocho escalones — creo que  también las otras puertas; es como si el cubo del Templo estuviera elevado  respecto al resto del suelo —. Ésta tiene un gran atrio, como los portales de  nuestras casas de ciudad, pero más vasto y ornado. En él, a la derecha y a la  izquierda, hay como dos altares, dos volúmenes rectangulares cuya finalidad de  momento no entiendo bien (parecen pilas, poco profundas: la parte interna es  más baja, en algunos centímetros, respecto al borde externo).  
             Viene  un sacerdote — no sé si motu propio o es que José lo ha llamado —. María ofrece  los dos pobres pichones, y yo, que comprendo cuál será su suerte, dirijo la  mirada a otra parte. Observo la decoración de la recargadísima puerta, del  techo y del atrio. Me parece ver con el rabillo del ojo que el sacerdote  asperja a María con agua. 
               
               Debe ser agua porque no veo manchas en su vestido.  Luego María, que junto con los dos pichones había dado un montoncillo de  monedas al sacerdote — me había olvidado de decirlo —, entra con José en el  Templo propiamente dicho, acompañada por el sacerdote. 
               
               Miro  a todas partes. Es un lugar decoradísimo. Cabezas de ángeles esculpidas y  palmas y ornatos se extienden por las columnas, las paredes y el techo. La luz  penetra por unas curiosas ventanas alargadas, estrechas, naturalmente sin  cristales, y abiertas en diagonal con respecto a la pared. Supongo que será  para impedir que entre el agua cuando llueve torrencialmente. 
               
               María  se adentra hasta un determinado punto en que se detiene. Unos metros más  adelante hay otros escalones y encima hay otra especie de altar, tras el cual  hay otra construcción. 
               
               Ahora  me doy cuenta de que no estaba en el Templo, como creía, sino en lo que rodea  al Templo propiamente dicho, o sea, al Santo; traspasar su linde, aparte de los  sacerdotes, parece que nadie puede hacerlo. Lo que yo creía que era el Templo,  por tanto, no es sino un vestíbulo cerrado, que rodea por tres partes al Templo,  que custodia el Tabernáculo. No sé si me he explicado bien; de todas formas, yo  no soy ni arquitecta ni ingeniera. 
               
               María  ofrece el Niño — que se ha despertado y dirige a su alrededor sus ojitos  inocentes, con esa mirada de asombro propia de los niños de pocos días — al  sacerdote. Éste lo toma y lo eleva extendiendo los brazos, vuelto hacia el  Templo, dando la espalda a esa especie de altar que está encima de aquellos  escalones. El rito ha quedado cumplido. La Madre recibe de nuevo al Niño y el  sacerdote se marcha. 
               
               Algunos  miran curiosos. Entre ellos se abre paso un viejecito que camina encorvado y  renco apoyándose en un bastón. Debe ser muy anciano — para mí, sin duda, de más  de ochenta años —. Se acerca a María y le solicita por un momento al Pequeñuelo.  María, sonriendo, se lo concede, y Simeón — que yo siempre había creído que  pertenecía a la casta sacerdotal y que, sin embargo, a juzgar al menos por el  vestido, es un simple fiel — lo toma y lo besa. Jesús le sonríe con ese gesto  mimoso, incierto, de los lactantes. Parece que lo observa curioso, porque el  viejecillo llora y ríe al mismo tiempo, y sus lágrimas crean todo un bordado de  destellos que se insinúa entre las arrugas y que perla su larga barba blanca  hacia la cual Jesús tiende sus manitas. Es Jesús, pero es un niñito pequeñín, y  todo lo que se mueve delante de Él atrae su atención, y se le antoja cogerlo  para entender mejor lo que es. María y José sonríen, como también las otras  personas que están presentes, que celebran la hermosura del Pequeñuelo. 
               
               Oigo  las palabras del santo anciano y veo la mirada de asombro de José, la mirada  emocionada de María, y las de la pequeña multitud (quién se muestra asombrado y  emocionado, quién, al oír las palabras del anciano, ríe irónicamente). Entre  éstos hay algún barbudo y pomposo miembro del Sanedrín, y menean la cabeza  mirando a Simeón con irónica piedad. Deben pensar que ha perdido la razón por  la edad. 
               
               La  sonrisa de María se difumina en su avivada palidez cuando Simeón le anuncia el  dolor. A pesar de que Ella ya lo sepa, esta palabra le traspasa el espíritu. Se  acerca más a José, María, buscando consuelo; estrecha con pasión a su Niño  contra su pecho, y bebe, como alma sedienta, las palabras de Ana, la cual,  siendo mujer, siente compasión de su sufrimiento y le promete que el Eterno le  mitigará con sobrenatural fuerza la hora del dolor. 
               
               -Mujer,  a Aquel que ha dado el Salvador a su pueblo no le faltará el poder de otorgar  el don de su ángel para confortar tu llanto. Nunca les ha faltado la ayuda del  Señor a las grandes mujeres de Israel, y tú eres mucho más que Judith y que  Yael. Nuestro Dios te dará corazón de oro purísimo para aguantar el mar de  dolor por el que serás la Mujer más grande de la creación, la Madre. Y tú,  Niño, acuérdate de mí en la hora de tu misión. 
               
               Y  aquí me cesa la visión. 
               2  de Febrero de 1944. 
               
               Dice  Jesús: 
               
               -De  la descripción que has hecho, brotan para todos dos enseñanzas. 
               
               Primera:  no se manifiesta la verdad a aquel sacerdote que, aun estando inmerso en los  ritos, tiene su espíritu ausente; antes bien, se revela a un simple fiel. 
               
               El  sacerdote — siempre en contacto con la Divinidad, orientado al cuidado de  cuanto concierne a Dios, dedicado a todo aquello que es superior a la carne —  habría debido intuir enseguida quién era el Niño que ofrecían al Templo esa  mañana. Mas, para poder intuir, necesitaba tener un espíritu vivo, y no  solamente una vestidura externa de un espíritu que, si no estaba muerto, sí al  menos muy soñoliento. 
               
               El  Espíritu de Dios puede, si quiere, tronar como un rayo y sacudir como un  terremoto al espíritu más cerrado; puede hacerlo. Pero, generalmente — porque  es Espíritu de orden como es Orden Dios en cada una de sus Personas y en su  modo de actuar —, se efunde y habla, no digo donde existe mérito suficiente para  recibir su manifestación — en ese caso, muy pocas veces se manifestaría, y tú  no conocerías tampoco sus luces —, sino en donde ve la "buena  voluntad" de merecer su manifestación. 
               
               ¿Cómo  se hace notoria esta buena voluntad? Con una vida hecha toda de Dios hasta  donde os es posible. En la fe, en la obediencia, en la pureza, en la caridad,  en la generosidad, en la oración. No en las prácticas. En la oración. Hay menos  diferencia entre la noche y el día que entre las prácticas y la oración. Ésta  es comunión de espíritu con Dios, de la cual salís con vigor nuevo y decididos  a ser cada vez más de Dios. Aquéllas son una costumbre cualquiera, con  objetivos diversos pero siempre egoístas, y que os deja como erais; es más, os  agrava con culpa de embuste o de desidia. 
               
               Simeón  tenía esta buena voluntad. La vida no le había escatimado ni trabajos ni  pruebas. Pero él no había perdido su buena voluntad. Los años y las vicisitudes  no habían mellado, ni removido, su fe en el Señor, en sus promesas, como  tampoco habían cansado su buena voluntad de ser cada vez más digno de Dios. Y  Dios, antes de que los ojos de su siervo fiel se cerrasen a la luz del Sol — en  espera de volver a abrirse al Sol de Dios rutilante desde los Cielos, abiertos  a mi ascensión después del Martirio — le mandó el rayo de luz del Espíritu para  que lo guiara al Templo y ver así la Luz que había venido al mundo.  
             "Movido  por el Espíritu Santo" dice el Evangelio. ¡Oh, si los hombres supieran qué  perfecto Amigo es el Espíritu Santo!¡qué Guía, qué Maestro! ¡Oh, si amaran los  hombres, e invocaran, a este Amor de la Santísima Trinidad, a esta Luz de la  Luz, a este Fuego del Fuego, a esta Inteligencia, a esta Sabiduría! ¡Cuánto más  sabrían de aquello que es necesario saber! 
               
               Mira,  María; mirad, hijos. Simeón esperó durante toda una vida "ver la  Luz"; saber que se había cumplido la promesa de Dios. Pero no dudó nunca.  Nunca se dijo a sí mismo: "Es inútil que persevere en esperar y en  orar". Perseveró. Y obtuvo "ver" lo que no vieron ni el  sacerdote ni los miembros del Sanedrín, que estaban llenos de soberbia y  completamente ofuscados: al Hijo de Dios, al Mesías, al Salvador en esa carne  infantil que le daba calor y sonrisas. Recibió a través de mis labios de Niño,  la sonrisa de Dios, como primer premio por su vida honrada y pía. 
               
               Segunda  lección: las palabras de Ana. Ella, profetisa, también ve en mí, recién nacido,  al Mesías. Esto, dada su capacidad de profecía, sería natural; pero, escucha,  escuchad lo que, impulsada por la fe y la caridad, dice a mi Madre... e iluminad  con ello vuestro espíritu, ese espíritu vuestro que tiembla en este tiempo de  tinieblas y en esta Fiesta de la Luz. Dice: "A Aquel que ha otorgado un  Salvador no le faltará el poder de enviar a su ángel para confortar tu llanto,  el vuestro". 
               
               Considerad  que Dios se ha dado para cancelar la obra de Satanás en los espíritus. ¿No va a  poder derrotar ahora a los diablos que os torturan? ¿No va a poder enjugar  vuestro llanto, dispersando a estos diablos y volviendo a enviar de nuevo la  paz de su Cristo? ¿Por qué no se lo pedís con fe? Pero con fe verdadera,  impetuosa, una fe ante la cual el rigor de Dios — indignado por tantas culpas  vuestras -caiga con una sonrisa, y llegue el perdón, que es ayuda, y venga su  bendición, como arco iris, a esta tierra que se hunde en un diluvio de sangre  querido por vosotros mismos. 
               
               Considerad  que el Padre, después de haber castigado a los hombres con el diluvio, se dijo  a sí mismo y dijo a su Patriarca: "No volveré a maldecir la tierra a causa  de los hombres, porque los sentidos y los pensamientos del corazón humano están  inclinados al mal ya desde la adolescencia; por tanto no volveré a castigar a  todo ser vivo, como he hecho". Y se ha mostrado fiel a su palabra; no ha  vuelto a mandar el diluvio. Sin embargo, vosotros ¿cuántas veces os habéis  dicho, y habéis dicho a Dios: "Si nos salvamos esta vez, si nos salvas, no  volveremos jamás a hacer guerras, nunca jamás", para hacerlas luego y cada  vez más tremendas? ¿Cuántas veces, ¡oh falsos!, y sin respeto hacia el Señor y  hacia vuestra palabra? Y, no obstante, Dios os ayudaría una vez más si la gran  masa de los fíeles lo llamase con fe y amor impetuoso. 
               
               ¡Oh, vosotros — demasiado pocos para contrapesar a los  muchos que mantienen vivo el rigor de Dios — vosotros, los que, a pesar del  tremendo presente amenazador, que crece por momentos, permanecéis de todas  formas devotos a Él, depositad vuestras fatigas a los pies de Dios! Él sabrá  enviaros a su ángel, como envió al Salvador al mundo. No temáis. Estad unidos a  la Cruz, que siempre ha vencido las insidias del demonio, el cual viene, con la  crueldad de los hombres y con las tristezas de la vida, a tratar de reducir a  la desesperación— o sea, a que queden separados de Dios — a los corazones a los  que no puede atrapar de otra manera.