20- Salida de Jerusalén. 
               El aspecto beatífico de María. 
               Importancia de la oración para María y José.              
            
             Estamos  en Jerusalén. La conozco bien ya con sus calles y sus puertas. 
               
               Los  dos esposos lo primero que hacen es dirigirse hacia el Templo. Reconozco la cuadra  donde José dejó el burro el día de la Presentación en el Templo. También ahora  deja allí — primero les ha dado de comer — a los dos burros, y con María va a  adorar al Señor. 
Salen.  Van a una casa de personas conocidas según parece; allí comen y beben algo.  María se pone a descansar hasta que vuelve José con un viejecillo. 
-Este  hombre va por el mismo camino que tú. Deberás recorrer bien poco camino sola  para llegar donde tu parienta. Fíate de él, que le conozco. 
Vuelven  a subirse a los burros. José acompaña a María hasta la Puerta (no la puerta por  la que entraron; otra) y allí se despiden... 
María  va sola con el viejecillo, que habla por todo lo que no hablaba José, y que se  interesa de mil cosas. María contesta pacientemente. 
Ahora,  en la parte de delante de la albardilla lleva el baulillo (hasta entonces lo  había llevado siempre José en su burrito), y ya no tiene la capa; tampoco lleva  su toquilla, la cual está ahora doblada encima del baúl. Está guapísima con su  vestido azul oscuro y con su velo blanco que la protege del sol. ¡Qué guapa  está! 
El  viejecillo debe ser un poco sordo, porque, para que la oyera, María ha tenido  que hablar bien fuerte; Ella, que habla siempre bajo. Ahora está ya cansado; ha  agotado todo su repertorio de preguntas y de noticias y se ha quedado  transpuesto sobre el burro, dejándose guiar por él, que conoce bien el camino. 
María  aprovecha esta tregua para recogerse en sus pensamientos y para orar. Debe ser  una oración la que Ella va cantando en voz baja, mirando al cielo azul y con  los brazos sobre el pecho y con rostro iluminado y beato por la emoción  interior. 
No  veo más cosas. 
Y  también ahora, cuando la visión se me detiene, como ayer, queda presente  conmigo la Madre, tan nítidamente visible a mi interna vista, que le puedo  describir el color rosado tenue del carrillo que bien poco tiene de grueso y sí  de dulcemente blando; le puedo describir el rojo vivo de su pequeña boca y el  brillar dulce de sus ojos azulinos entre el rubio oscuro de las pestañas. 
Le  puedo decir cómo sus cabellos, divididos por el medio de la cabeza, caen  esponjosos con tres ondulaciones por cada parte hasta tapar la mitad de sus  pequeñas orejas rosadas, y desaparecen con su oro pálido y brillante bajo el  velo que le cubre la cabeza (en efecto, la veo cubierta con su manto, vestida  con su vestido de seda paradisíaca, y con su manto fino como un velo, aunque  opaco, de la misma tela que el vestido). 
Le  puedo decir que su vestido está como ceñido al cuello por una vaina atravesada  por un cordón cuyos extremos se anudan por delante en la base del cuello; y que  el vestido está recogido en torno a la cintura por un cordón más grueso,  también de seda blanca, del que penden lateralmente dos borlas. 
Le  puedo incluso decir que el vestido, estando ceñido al cuello y a la cintura,  forma sobre el pecho siete pliegues ondulados y esponjosos, único ornato del  castísimo indumento. 
Le  puedo expresar la castidad que emana de todo el aspecto de María, de esas  formas suyas tan delicadas y armoniosas que la hacen tan angélicamente mujer. 
Y,  cuanto más la miro, más sufro pensando en cuánto la hicieron sufrir, y me  pregunto cómo pudieron no tener piedad de Ella, tan mansa y gentil, tan  delicada incluso en su aspecto físico. Mirándola, llegan de nuevo a mis oídos  todos los gritos del Calvario — que también iban contra Ella —, todos los  escarnios y burlas, todas las maldiciones por ser la Madre del Condenado. La  veo bella y tranquila, ahora; pero, su aspecto actual no me borra el recuerdo  de su trágico rostro de aquellas horas de agonía, ni el de su rostro desolado  en la casa de Jerusalén, después de la muerte de Jesús. Y quisiera poderla  acariciar y besarle esa mejilla tan delicadamente rosada y suave, para hacer  desaparecer con mi beso ese recuerdo de llanto que, igual que en mí,  ciertamente está en Ella.  
             No  puede imaginarse qué paz me da el tenerla cerca. Creo que morir viéndola tiene  que ser tan dulce como la más dulce hora de vida; más dulce aún. Durante este  tiempo en que no la veía así — toda para mí — he sufrido su ausencia como se  sufre por la ausencia de una madre. Experimento de nuevo la inefable alegría  que me acompañó en el mes de diciembre y al principio de enero. Y me siento  feliz. Feliz, a pesar de que el haber visto el suplicio de la Pasión extienda  un velo de dolor sobre toda dicha mía. 
               
               Es  difícil decir y hacer comprender lo que siento y lo que se ha producido desde  el 11 de febrero, desde la tarde en que vi sufrir a Jesús en su Pasión. Ha sido  una visión que me ha cambiado radicalmente. Ya muriese ahora, ya dentro de cien  años, esa visión permanecería siempre igual en su intensidad y en sus efectos.  Antes pensaba en los dolores de Cristo; ahora los vivo, porque me basta una  palabra, una mirada a una imagen, para volver a sufrir cuanto sufrí aquella  tarde y para horrorizarme ante aquellos suplicios y angustiarme por aquel  padecimiento suyo desolado; y, aunque nada lo recuerde, el recuerdo y su  suplicio están vivos en mí. 
               
               María  empieza a hablar y yo me callo. 
               
               Dice  María:   
               
               -Voy  a hablar poco porque estás muy cansada, pobre hija mía. Sólo quiero que pongas  — como también quien lee — tu atención en la costumbre constante de José y mía  de reservar siempre el primer puesto a la oración. Ni el cansancio ni la prisa  ni los pesares ni las ocupaciones impedían la oración; antes al contrario, la  favorecían. 
               Era  siempre la reina de nuestras ocupaciones. Nuestro refrigerio, nuestra luz,  nuestra esperanza. Si en las horas tristes era consuelo, en las felices canto;  pero siempre, la amiga constante de nuestra alma: era la que nos desligaba de  la tierra, del destierro, y nos mantenía en suspensión hacía el Cielo, la  Patria. 
               
               No  sólo yo — que ya tenía dentro de mí a Dios y me bastaba con mirarme dentro para  adorar al Santo de los santos — me sentía unida a Dios cuando oraba, sino que  también lo sentía José, porque nuestra oración era adoración verdadera de todo  el ser, que se fundía con Dios adorándole y recibiendo a su vez su abrazo. 
               
               Fijáos  que ni siquiera yo, que ya tenía en mí al Eterno, me sentí exenta de prestar  veneración al Templo. La más alta santidad no exime de sentirse una nada  respecto a Dios y de humillar esta nada, puesto que Él nos lo permite, en un  continuo grito de júbilo a su gloria. 
               
               ¿Sois  débiles, pobres, imperfectos? Invocad la santidad del Señor: "¡Santo,  Santo, Santo!". Invocad al Santo bendito para que socorra vuestra miseria.  Vendrá, transfundiéndoos su santidad. ¿Sois santos, ricos de méritos ante sus  ojos? Invocad igualmente la santidad del Señor, la cual, siendo infinita,  aumentará cada vez más la vuestra. Los ángeles, seres que están por encima de  las debilidades de la humanidad, no cesan un instante de cantar su  "Sanctus", y su belleza sobrenatural crece con cada acto de  invocación de la santidad de nuestro Dios. Imitad, pues, a los ángeles. 
               
               No  os despojéis nunca del amparo de la oración. Contra ella se despuntan las armas  de Satanás, las malicias del mundo, los apetitos de la carne, las soberbias de  la mente. No bajéis jamás esta arma, por la cual los Cielos se abren, lloviendo  así gracias y bendiciones. 
               La  tierra tiene necesidad de un baño de oraciones para purificarse de las culpas  que atraen los castigos de Dios. 
               
               Y, dado que pocos oran, esos pocos deben orar  como si fueran muchos, multiplicar sus oraciones vivas para obtener con ellas  esa suma necesaria para conseguir gracia; y las oraciones viven cuando están  sazonadas con verdadero amor y sacrificio. 
               
               Que  tú, hija, sufras, además de por tu sufrimiento, por el mío y el de mi Jesús, es  bueno, es meritorio y grato a Dios. Tengo en gran estima tu amor compasivo.  ¿Querías besarme? Besa las llagas de mi Hijo. Úngelas con el bálsamo de tu  amor. Yo sentí espiritualmente el agudo dolor de los azotes y de las espinas y  la tortura de los clavos y de la cruz. Mas, de la misma forma, siento  espiritualmente todas las caricias hechas a mi Jesús, y son otros tantos besos  que yo recibo. Bueno, ven de todas formas; verdad es que soy la Reina del  Cielo, pero sigo siendo la Madre... 
               Y yo me siento bendecida.