02- Nacimiento de Juan el Bautista. Todo sufrimiento se aplaca sobre el seno de María.              
            
             En  medio de las cosas repugnantes que nos ofrece el mundo de ahora, baja del  Cielo, y no sé cómo puede hacerlo, dado que yo soy como una ramita seca a  merced del viento en estos continuos choques contra la maldad humana, tan  discordante con lo que vive en mí, baja del Cielo, digo, esta visión de paz. 
               
Continúa  la casa de Isabel. Es una hermosa tarde de verano, aún clara con un último sol,  y de todas formas ya adornada en el cielo por un arco falcado de luna, que  parece una coma de plata en una vasta tela azul intenso de fina seda. 
Los  rosales huelen fuertemente, y las abejas, gotas de oro zumbadoras, dan sus  últimos vuelos en el aire quieto y caliente de la tarde. De los prados viene un  gran olor de heno secado al sol, un olor casi de pan, de pan caliente, recién  hecho. Quizás viene también de los muchos lienzos que están tendidos por todas  partes para secarse y que ahora Sara está plegando. 
María  pasea dándole el brazo a su prima. Muy despacito van y vienen, bajo el  emparrado semioscuro. 
María  está pendiente de todo y, a pesar de estar dedicada a Isabel, se da cuenta de  que Sara está atareada en doblar un largo lienzo que ha quitado de un seto. 
-Espérame  aquí, sentada -le dice a su parienta; y va a ayudar a la anciana sirvienta,  estirando la tela para alisarla, y doblándola con cuidado. 
-Se  siente todavía el sol, están calientes -dice sonriendo; y, para que se sienta  contenta la mujer, añade: 
             -Esta  tela después de tu blanqueo ha quedado más bonita que nunca. Nadie tiene tanta  maña como tú -Sara se marcha toda contenta con su carga de fragantes telas. 
               María  vuelve con Isabel y dice: 
               
               -Otros  poquitos pasos. Te vendrán bien -Y, dado que Isabel está cansada y no le apetece  moverse, le dice: 
               -Vamos  sólo a ver si todas tus palomas están en sus nidos y si el agua de su pilón  está limpia. Luego nos volvemos a casa. 
               
               Las  palomas deben ser las predilectas de Isabel. Llegadas ante la rústica  torrecilla donde ya se han recogido todas las palomas (las hembras están en los  nidos; los machos, delante de éstos y no se mueven, pero en viendo a las dos  mujeres las saludan con su arrullo), Isabel se emociona. La debilidad de su  estado la vence y le produce temores que le hacen llorar. Se los manifiesta a  su prima: 
               
               -Si  yo muriese... ¡pobres palomitas mías! Tú no permanecerás aquí. Si te quedaras  en mi casa, no me importaría morirme. He gozado de la máxima alegría que una  mujer puede recibir, una alegría que ya me había resignado a no conocer nunca.  Ni de la misma muerte puedo presentarle quejas al Señor, porque Él, ¡bendito  sea!, me ha colmado de su benevolencia. Pero, está Zacarías... y estará el  niño: uno, viejo, que se encontraría como perdido en un desierto sin su mujer;  el otro, tan pequeñito, que sería como una flor destinada a morir helada, por  no tener a su mamá. ¡Pobre niño, sin las caricias de su madre!... 
               
               -Pero,  ¿por qué estás tan triste? Dios te ha dado la alegría de ser madre, y no te la  va a quitar cuando llega a su plenitud. El pequeño Juan tendrá todos los besos  de su mamá y Zacarías gozará de todos los cuidados de su fiel esposa hasta la  más avanzada ancianidad. Sois dos ramas de un mismo árbol. No morirá uno  dejando al otro solo. 
               -Tú  eres buena y quieres consolarme, pero yo soy muy anciana para tener un hijo, y  ahora que estoy para darlo a luz tengo miedo! 
               
               -¡Oh,  no! ¡Está aquí Jesús! Donde está Jesús no se debe tener miedo. Mi Niño te quitó  el dolor cuando era como un capullo recién formado; tú lo dijiste. Ahora, que  cada vez va desarrollándose más y que vive ya como criatura mía; ahora, que  siento palpitar su corazón en mi garganta y es como si tuviera posado en ella  un pajarito de nido con un corazoncito de suave palpitar, alejará de ti todo  peligro. 
               
               Debes tener fe. 
               -La  tengo. Pero, si yo muriese... no dejes a Zacarías inmediatamente. Sé que  piensas en tu casa, pero, quédate un poco, para ayudarle a mi marido en el  momento del primer dolor. 
               
               -Me  quedaré, para complacerme en la alegría de ambos, y sólo te dejaré cuando estés  fuerte y te sientas aliviada. 
               
               Estate tranquila, Isabel; todo irá bien. En tu  casa no faltará nada mientras dure tu dolor. Zacarías será servido por la más  amorosa de las siervas, y tus flores y tus palomas estarán cuidadas y a unas y  a otras las encontrarás avivadas y bonitas para recibir cálidamente a la dueña  cuando vuelva. Regresemos a casa ahora, te estás poniendo pálida... 
               
               -Sí,  me parece que tengo otra vez dolores. Quizás haya llegado la hora. María, ora  por mí. 
               -Te  sostendré con la oración hasta que tus dolores se transformen en gozo. 
               
               Y  las dos mujeres entran despacio en la casa. Isabel se retira a sus  habitaciones. María, hábil y previsora, da órdenes y prepara todo lo que puede  necesitarse, y trata de confortar a Zacarías, que está preocupado. 
               
               En  la casa que vela esta noche, con voces nuevas, de mujeres llamadas para ayudar,  María está en pie, vigilante como un faro en una noche de tormenta. Toda la  casa gravita sobre Ella, que, dulce y sonriente, provee a todo; y ora. Cuando  no se le llama para esto o aquello, se recoge en oración. Está en la habitación  en que se reunían siempre para las comidas y el trabajo. 
               
               Con  Ella está Zacarías, paseando turbado. Ya han orado juntos. María luego ha  seguido orando; incluso ahora, que el anciano, cansado, se ha sentado en su  sillón junto a la mesa y se ha quedado en silencio, soñoliento. Cuando ve que  está dormido del todo — la cabeza sobre los brazos cruzados apoyados en la mesa  —, Ella se desata las sandalias para hacer menos ruido, y camina descalza; luego,  con menos rumor del que puede hacer una mariposa volando por una habitación,  coge el manto de Zacarías y se lo extiende encima al anciano con una suavidad  tal, que éste continúa durmiendo bajo el calorcito de la lana protectora del  fresco nocturno, que entra a ondas por la puerta, frecuentemente abierta. Luego  sigue orando; cada vez con más intensidad; de rodillas, con los brazos  levantados, cuando el quejido de Isabel, que sufre, se agudiza. 
               
               Sara  entra y la llama con señas. María sale con sus pies descalzos al jardín. 
               -La  señora la llama -dice. 
               -Voy. 
               
               María  va por el lado externo de la casa, sube la escalera... Parece un ángel blanco  moviéndose en la noche quieta llena de astros. Entra en la habitación de  Isabel. 
               -¡Oh!  ¡María! ¡María! ¡Cuánto dolor! ¡No puedo más, María! ¡Cuánto dolor hay que  padecer para ser madre!. 
               María  la acaricia con amor y la besa. 
               -¡María!  ¡María! ¡Deja que ponga mis manos sobre tu vientre!. 
               
               María  coge esas dos manos rugosas e hinchadas, las pone sobre su abdomen ya algo abultado  y las mantiene apretadas con sus manitas lisas y gráciles. Y ahora, que están  las dos solas, habla en tono suave y dice: 
               
               -Jesús  está aquí, oyéndote y viéndote. Ten confianza, Isabel. Su corazón santo late  con más fuerza, porque está actuando para bien tuyo. Lo siento latir como si lo  tuviera entre una mano y otra. Yo entiendo las palabras de mi Niño hechas de  latidos. Ahora me está diciendo: "Dile a la mujer que no tema. Todavía un  poco de dolor. Luego, con el primer sol, entre las tantas rosas que esperan ese  rayo matutino para abrir sus pétalos sobre su tallo, su casa tendrá la rosa más  bonita, Juan, mi Precursor". 
               
               Isabel  apoya también la cara en el vientre de María y llora silenciosamente. María  está un tiempo así, pues parece que el dolor va pasando a una fase de  relajación reparadora. Luego indica a todos que estén tranquilos. 
               
               Ella  permanece en pie, blanca y hermosa bajo el tenue claror de una lámpara de  aceite, como un ángel al lado de quien sufre. Ora. La veo mover los labios. De  todas formas, aun cuando no se los viese mover, comprendería que está orando  por la expresión arrobada del rostro. 
               
               El  tiempo pasa. Le vuelve el dolor a Isabel. María la besa de nuevo y se retira.  Baja rápida a la luz de la luna y corre a ver si el anciano duerme todavía.  Duerme, gimiendo en el sueño. María hace un gesto de piedad. Se pone de nuevo a  orar. 
               
               Pasa  el tiempo. El anciano sale bruscamente de su sueño y levanta su rostro,  confuso, como de quien no recordase bien por qué estaba ahí. Luego recuerda,  hace un gesto y profiere una exclamación gutural, y escribe: «¿No ha nacido  todavía?». María indica que no, y Zacarías: «¡Cuánto dolor! ¡Pobre esposa mía!  ¿Lo logrará sin morir a cambio?». 
               
               María  coge la mano del anciano tratando de infundirle ánimo: 
               
               -Para  el alba, dentro de poco, el niño ya habrá nacido. Todo irá bien. Isabel es  fuerte. ¡Qué bonito va a ser este día — pues está cercana la aurora — en que tu  niño va a ver la luz! ¡El más bello de tu vida! Grandes gracias te tiene  reservadas el Señor, y tu hijo es su anunciador. 
               
               Zacarías  menea tristemente la cabeza y señala a su boca muda. Quisiera decir muchas  cosas, pero no puede. 
               María  se da cuenta de ello y responde: 
               
               -El  Señor hará completa tu alegría. Cree en Él completamente, espera infinitamente,  ama totalmente. El Altísimo te escuchará más de lo que pudieras esperar. Él  quiere esta fe tuya total como purificación de tu pasada desconfianza. Di en tu  corazón conmigo: "Creo". Dilo a cada uno de los latidos de tu  corazón. Los tesoros de Dios se abren para quien cree en Él y en su poderosa  bondad. 
               
               La  puerta está entornada y la luz comienza a penetrar por ella. María la abre. El  alba ha puesto toda blanca la tierra aljofarada de rocío. Se percibe un fuerte  olor de tierra húmeda y hierba, y los primeros silbos de pájaros se llaman de  rama a rama. 
               
               El  anciano y María salen a la puerta. Están pálidos por la noche pasada en vela;  la luz del alba los pone aún más pálidos. María calza de nuevo sus sandalias y  va al pie de la escalera, atenta a ver si se oye algo. Una mujer se asoma,  María hace unos gestos y vuelve. Todavía nada. 
               
               Luego  va a una habitación y regresa con leche caliente. Se la da a beber al anciano.  Después va donde las palomas, y desaparece de nuevo en esa habitación; quizás  es la cocina. Se mueve aquí y allá, está atenta a todo. Se la ve tan ágil y tan  serena, que parece como si hubiera dormido el mejor de los sueños. 
               
               Zacarías  pasea arriba y abajo nerviosamente por el jardín. María lo mira con piedad.  Luego entra otra vez en la misma habitación y, arrodillada junto a su telar,  ora intensamente, pues la queja de la sufriente se hace más aguda. Se curva  hasta el suelo para suplicarle al Eterno. 
               
               Zacarías vuelve, entra y la ve  postrada en ese modo; el pobre anciano llora. María se alza y le coge de la  mano. Es mucho más joven que él, pero parece Ella la madre de esa vejez  desolada sobre la que extiende sus consuelos. 
               Permanecen  así, el uno al lado del otro, bajo este sol que pone rosáceo el aire de la  mañana. Estando así, llega a sus oídos el jubiloso anuncio: 
               
               -¡Ha  nacido! ¡Ha nacido! ¡Un niño! ¡Oh, padre dichoso! ¡Un niño lozano como una  rosa, bonito como el Sol, fuerte y bueno como la madre! ¡Alégrate, padre  bendecido por el Señor, que te ha dado un hijo para que lo ofrezcas a su  Templo! ¡Gloria a Dios, que ha concedido posteridad a esta casa! ¡Benditos  seáis tú y el hijo que te ha nacido! ¡Que su linaje perpetúe tu nombre por los  siglos de los siglos, generación tras generación, y permanezca siempre en  alianza con el Señor eterno! 
               
               María,  llorando de alegría, bendice al Señor. Luego, los dos acogen al pequeñuelo, que  le ha sido traído al padre para que lo bendiga. Zacarías no va con Isabel; coge  al niño, que grita como un desesperado. Pero no va donde su esposa. 
               
               María  sí que va, llevando amorosa al pequeñuelo, el cual se ha quedado callado nada  más que María lo ha cogido en brazos. La comadre, que va tras Ella, se percata  de este hecho. 
               
               -Mujer  — dice a Isabel — tu hijo se ha callado enseguida, cuando ella lo ha cogido en  sus brazos. ¡Mira qué tranquilo duerme; y bien sabe el Cielo lo inquieto y  fuerte que es! ¡Mira, ahora parece un pichoncito! 
               María  deposita a la criatura junto a la madre y acaricia a Isabel, poniendo en orden  su pelo gris. 
               
               -La  rosa ha nacido — le dice con voz suave — y tú vives. Zacarías está dichoso.  -¿Habla? 
               -Todavía  no. Pero, espera en el Señor. Ahora descansa. Yo estoy contigo. 
               
               Dice  María: 
               -Mi  presencia había santificado al Bautista, pero no había cancelado a Isabel la  condena proveniente de Eva. "Darás a luz con dolor" había dicho el Eterno. 
               
               Sólo  yo, sin mancha y sin haber tenido unión matrimonial humana, quedé exenta de  engendrar con dolor. La tristeza y el dolor son los frutos de la culpa. Yo, que  era la Inculpable, tuve que conocer también el dolor y la tristeza, porque era  la Corredentora. Pero no conocí el tormento del generar; no, este tormento no  lo conocí. 
               
               Y,  no obstante, créeme, hija, no hubo, ni habrá jamás tormento puerperal semejante  al mío de Mártir de una Maternidad espiritual cumplida en el más duro lecho, el  de mi cruz, al pie del patíbulo del Hijo que se me moría. ¿Qué madre se verá  obligada a generar de esa manera? ¿Qué madre se verá obligada a amalgamar el  suplicio del desgarro de sus entrañas por los estertores de su Hijo moribundo,  con el suplicio de sentírsele retorcer las entrañas al tener que superar el  horror de deber decir: 
               
               "Os amo; venid a mí, que soy Madre vuestra" a  los que estaban matando a ese Hijo nacido del más sublime amor que jamás haya  visto el Cielo, del amor de un Dios con una   virgen, del beso de Fuego, del abrazo de Luz, que se hicieron Carne, y  que del vientre de una mujer hicieron el Tabernáculo de Dios? 
               
               -¡Cuánto  dolor para ser madre! -dice Isabel. -¡Mucho! Sí, pero insignificante, comparado  con el mío. 
               -Déjame  poner las manos en tu vientre". ¡Ah, si cuando sufrís me pidierais siempre  esto! 
               
               Yo soy la eterna  Portadora de Jesús. Él está dentro de mi pecho, como tú lo viste el año pasado,  cual Hostia en el ostensorio. Quien a mí viene, a Él lo encuentra; quien en mí  se apoya, a Él lo toca; quien a mi se dirige, con Él habla. Yo soy su  vestidura. Él es el alma mía. Mi Hijo está ahora más unido a mí que durante los  nueve meses de gestación. A quien a mí viene y apoya su cabeza en mi regazo,  todo dolor se le adormece, toda esperanza le florece, toda gracia le fluye.   
             Yo oro por vosotros.  Recordadlo. La beatitud de estar en el Cielo, viviendo en el esplendor de Dios,  no me distrae de mis hijos que padecen en la tierra. Yo oro. Todo el Cielo ora  porque el Cielo ama. El Cielo es caridad que vive, y la Caridad tiene piedad de  vosotros. Pero, aunque sólo estuviera yo, habría suficiente oración para cubrir  las necesidades de quien espera en Dios. Porque no ceso de orar por todos  vosotros, santos y malvados, para dar: a los santos, la alegría; a los malvados,  el salvífico arrepentimiento. 
               
               Venid,  venid, hijos de mi dolor. Os espero al pie de la Cruz para distribuir gracias.