16- La Anunciación.              
            
             Lo  que veo. María, muchacha jovencísima (al máximo quince años a juzgar por su  aspecto), está en una pequeña habitación rectangular; verdaderamente, una  habitación de jovencita. Contra una de las dos paredes más largas, está el  lecho: una cama baja, sin armadura, cubierta por gruesas esteras o tapetes —  diríase que éstos están extendidos sobre una tabla o sobre un entramado de  cañas porque están muy rígidos y sin pliegues como los de nuestras camas —.  Contra la otra pared, un estante con una lámpara de aceite, unos rollos de  pergamino y una labor de costura — parece un bordado — cuidadosamente doblada.  
             A  uno de los lados del estante, hacia la puerta, que da al huerto, abierta ahora,  aunque tapada por una cortina que se mueve movida por un ligero vientecillo, en  un taburete bajo está sentada la Virgen. Está hilando un lino candidísimo y  suave como la seda. Sus manitas, sólo un poco más oscuras que el lino, hacen  girar rápidamente el huso. Su carita juvenil, preciosa, está ligeramente inclinada  y ligeramente sonriente, como si estuviera acariciando o siguiendo algún dulce  pensamiento. 
               
               Hay  un gran silencio en la casita y en el huerto. Y mucha paz, tanto en la cara de  María como en el espacio que la rodea. Paz y orden. Todo está limpio y ordenado.  La habitación, de humildísimo aspecto y mobiliario, casi desnuda como una  celda, tiene un aire austero y regio, debido a su gran limpieza y a la  cuidadosa colocación de la cobertura del lecho, de los rollos, de la lámpara y  del jarroncito de cobre que está cerca de ésta con un haz de ramitas floridas  dentro, ramitas de melocotonero o de peral, no lo sé; lo que sí está claro es  que son de árboles frutales, de un blanco ligeramente rosado. 
               
               María  comienza a cantar en voz baja. Luego alza ligeramente la voz. No llega al pleno  canto, pero su voz ya vibra en la habitación, sintiéndose en aquélla una  vibración del alma. No entiendo la letra, que sin duda es en hebreo, pero, dado  que, de vez en cuando repite "Yeohveh", intuyo que se trata de algún  canto sagrado, acaso un salmo. Quizás María recuerda los cantos del Templo.  
               
               Debe tratarse de un dulce recuerdo. Efectivamente, deja sobre su regazo sus  manos, y con ellas el hilo y el huso, y levanta la cabeza para apoyarla en la  pared, hacia atrás. Su rostro está encendido de un lindo rubor; los ojos,  perdidos tras algún dulce pensamiento, brillantes por un golpe de llanto, que  no los rebosa pero sí los agranda. Y, a pesar de todo, loa ojos ríen, sonríen  ante ese pensamiento que ven y que los abstrae de lo sensible. 
               
               Resaltando de su  vestido blanco sencillísimo, circundado por las trenzas, que lleva recogidas  como corona en torno a la cabeza, el rostro rosado de María parece una linda  flor. 
               
               El  canto pasa a ser oración: 
               -Señor  Dios Altísimo, no te demores más en mandar a tu Siervo para traer la paz a la  tierra. Suscita el tiempo propicio y la virgen pura y fecunda para la venida de  tu Cristo. Padre, Padre santo, concédele a tu sierva ofrecer su vida para esto.  Concédeme morir tras haber visto tu Luz y tu Justicia en la Tierra, sabiendo  que la Redención se ha cumplido. ¡Oh, Padre Santo, manda a la Tierra el Suspiro  de los Profetas! Envía el Redentor a tu sierva. 
               
               Que cuando cese mi día se me  abra tu Casa por haber sido abiertas sus puertas por tu Cristo para todos aquellos  que en ti hayan esperado. Ven, ven, Espíritu del Señor. Ven a los fieles tuyos  que te esperan. ¡Ven, Príncipe de la Paz!... 
               
               María  se queda así ensimismada... 
               La  cortina late más fuerte, como si alguien la estuviera aventando con algo o  quisiera descorrerla. Y una luz blanca de perla fundida con plata pura hace más  claras las paredes tenuemente amarillentas, hace más vivos los colores de las  telas, más espiritual el rostro alzado de María. En la luz se prosterna el  Arcángel. La cortina no ha sido descorrida ante el misterio que se está  verificando; es más, ya no late: pende, rígida, pegada a las jambas, separando,  como una pared, el interior del exterior. 
               
               El  Arcángel necesariamente debe adquirir un aspecto humano; pero es un aspecto  ultra-humano. ¿De qué carne está compuesta esta figura bellísima y fulgurante?  ¿Con qué sustancia la ha materializado Dios para hacerla sensible a los  sentidos de la Virgen? Sólo Dios puede poseer estas substancias y usarlas de  esa manera perfecta. 
               
               Es un rostro, es un cuerpo, son ojos, boca, cabellos y  manos como las nuestras; pero no se trata de nuestra opaca materia: es una luz  que ha tomado color de carne, de ojos, de cabellera, de labios, una luz que se  mueve y sonríe y mira y habla. 
               
               -¡Salve,  María, llena de Gracia, salve! -La voz es un dulce arpegio como de perlas  chocadas contra un metal precioso. 
               
               María  se estremece y baja la mirada. Su estremecimiento aumenta cuando ve a la  fúlgida criatura arrodillada aproximadamente a un metro de distancia de Ella,  con las manos cruzadas sobre el pecho, mirándola con una veneración infinita. 
               
               María,  repentinamente, se pone en pie y aprieta su cuerpo contra la pared. Palidece y  se ruboriza alternativamente. Su rostro expresa estupor y turbación.  Inconscientemente aprieta sus manos contra el pecho escondiéndolas en las  anchas mangas. Se recoge sobre sí misma como queriendo esconder lo más posible  su cuerpo: un acto de delicado pudor. 
               
               -No.  No temas. ¡El Señor está contigo! ¡Bendita tú entre todas las mujeres!. 
               
               A  pesar de estas palabras, María sigue temiendo. ¿De dónde viene ese ser  extraordinario? ¿Es un enviado de Dios, o del Engañador? 
               
               -¡No  temas, María! -insiste el Arcángel -Yo soy Gabriel, el Ángel de Dios. Mi Señor  me ha enviado a ti. No temas, porque has hallado gracia ante Dios. Tú  concebirás en tu seno y darás a luz un Hijo, y le pondrás por nombre  "Jesús". Será grande, será llamado Hijo del Altísimo, y  verdaderamente lo será. El Señor Dios le dará el trono de David, su padre, y  reinará para siempre en la casa de Jacob, y su Reino no tendrá fin nunca.  Comprende, santa Virgen amada del Señor, Hija bendita suya, llamada a ser Madre  de su Hijo, comprende qué Hijo vas a engendrar. 
               
               -¿Cómo  puede suceder esto si yo no conozco hombre? ¿Acaso el Señor ya no acoge el  ofrecimiento de su sierva? ¿Es que ya no quiere que sea virgen por amor a Él?. 
               
               -No  vas a ser madre por obra de varón, María. Tú eres la eterna Virgen, la Santa de  Dios. El Espíritu Santo descenderá sobre ti y la potencia del Altísimo te  cubrirá con su sombra. Por eso, Santo se llamará el que nacerá de ti, e Hijo de  Dios. Todo lo puede el Señor, Dios nuestro. Isabel, la estéril, en su vejez ha  concebido un hijo que será el Profeta de tu Hijo, el que preparará sus caminos.  
               
               El Señor la ha liberado de su oprobio y su memoria quedará en las gentes unida  a tu nombre, como el nombre de su hijo al de tu Hijo Santo, y hasta el final de  los siglos las gentes os llamarán bienaventuradas por la gracia del Señor que  habéis recibido, y a ti especialmente, María, porque habrán recibido la Gracia  por medio de ti. Isabel está ya en su sexto mes, y su peso, paradójicamente, la  regocija, y más aún la regocijará cuando conozca el motivo de tu gozo. Para  Dios nada es imposible, María, llena de Gracia. 
               
               ¿Qué debo responderle a mi  Señor? No te turbe ningún tipo de pensamiento. Él tutelará tus intereses si te  pones en sus manos. ¡El mundo, el Cielo, Dios eterno esperan tu respuesta!.  
             María,  cruzando a su vez sus manos sobre el pecho e inclinándose con gesto reverente  dice: 
               -He  aquí la esclava de Dios. Hágase de mí según su palabra. 
               
               El Ángel resplandece de alegría y se pone en actitud  adorante, puesto que, sin duda, ve al Espíritu de Dios descender sobre la  Virgen, inclinada en gesto de adhesión; luego desaparece sin mover la cortina,  dejándola cerrada cubriendo el Misterio santo.