21- La llegada de María a Hebrón
y su encuentro con Isabel.              
            
             Me  encuentro en un lugar montañoso. No son grandes montañas, pero tampoco puede  decirse que sean simples colinas. Tienen cimas y sinuosidades ya propias de las  verdaderas montañas, como las que se ven en nuestros Apeninos toscoumbrianos.  La vegetación es tupida y bonita. Abunda el agua fresca que mantiene verdes los  pastos y fértiles los huertos, casi todos plantados de manzanos, higueras y  vid; esta última, en torno a las casas. 
               
               Debe ser primavera, como se deduce de  que las uvas sean ya de un cierto volumen, como semillas de veza; y de que las  flores de los manzanos asemejen a numerosas bolitas de color verde intenso; así  como del hecho de que en lo alto de las ramas de las higueras hayan aparecido  ya los primeros frutos, todavía en estado embrional, pero ya bien definidos. Y  los prados son una verdadera alfombra esponjosa y de mil colores en que pacen,  o descansan, las ovejas: manchas blancas sobre el fondo de esmeralda de la  hierba. 
                            María  sube en su burrito por una vía que está en bastante buen estado, y que debe ser  de primer orden. Sube, porque, efectivamente, el pueblo, de aspecto bastante  ordenado, está más arriba. Mi interno consejero me dice: 
               -Este  lugar es Hebrón». Usted me hablaba de Montana. Yo no sé qué hacer. A mí se me  indica con este nombre. No sé si será «Hebrón» toda la zona o sólo el pueblo.  Yo oigo esto, y esto es lo que digo. 
               
               María  está entrando en el pueblo. Atardece. Algunas mujeres, en las puertas de las  casas, observan la llegada de la forastera y chismean entre sí. La siguen con  la mirada y no se quedan tranquilas hasta que la ven detenerse delante de una  de las casas más lindas, situada en el centro del pueblo y que tiene delante un  huerto-jardín, y detrás y alrededor un huerto de árboles frutales bien cuidado,  que se extiende luego dando lugar a un vasto prado que sube y baja por las  sinuosidades del monte, para terminar en un bosque de altos árboles, tras el  cual no sé qué más hay. Todo ello cercado por un seto de morales o rosales  silvestres. No lo distingo bien porque — no sé si usted lo tiene presente —  tanto la flor como el ramaje de estas matas espinosas son muy semejantes, y  mientras no aparece el fruto en las ramas es fácil confundirse. 
               
               En la parte  delantera de la casa, es decir, por el lado paralelo al pueblo, la propiedad  está cercada por un pequeño muro blanco, a lo largo de cuya parte alta hay  ramas de verdaderos rosales, todavía sin flores, aunque ya llenas de capullos.  En el centro, una cancilla de hierro, cerrada. Se comprende que se trata de la  casa de una de las personalidades del pueblo, y de gente que vive  desahogadamente, pues, efectivamente, todo en ella da signos, si no de riqueza  y de pompa, sí, sin duda, de bienestar. Y mucho orden.  
             María  se baja del burrito y se acerca a la puerta de hierro. Mira por entre las  barras. No ve a nadie. Entonces trata de que la oigan. Una mujercita (la más  curiosa de todas, que la ha seguido) le hace señales para que se fije en un  extraño objeto que sirve para llamar: dos piezas de metal dispuestas en  equilibrio en una especie de yugo, las cuales, moviendo el yugo con una gruesa  cuerda, chocan entre sí haciendo el sonido de una campana o de un gong. 
               
             María  tira de la cuerda, pero lo hace de forma tan delicada que el sonido es sólo un  ligero tintineo que nadie oye. Entonces la mujercita, una viejecilla toda ella  nariz y barbilla puntiaguda, y con una lengua que vale por diez juntas, se  agarra a la cuerda y se pone a tirar, a tirar, a tirar. Una llamada que  despertaría a un muerto. 
               -Se  hace así, mujer. Si no, ¿cómo va a querer que la oigan? Sepa que Isabel es  anciana, y también Zacarías. Y ahora, además de sordo, está mudo. Los dos  sirvientes son también viejos, ¿sabe? ¿Ha venido alguna otra vez? ¿Conoce a  Zacarías? ¿Es usted...?. 
               
             Aparece  un viejecillo renco que salva a María de este diluvio de informaciones y  preguntas. Debe ser jardinero o labrador. Lleva en la mano un pequeño rastrillo  y una hoz atada a la cintura. Abre. María entra mientras le da las gracias a la  mujer, pero... ¡ay!, la deja sin respuesta. ¡Qué desilusión para la curiosa! 
               Nada  más entrar, dice: 
               
               -Soy  María de Joaquín y Ana, de Nazaret. Prima de vuestros señores. 
               E1  viejecillo inclina la cabeza y saluda, luego da una voz: 
               -¡Sara!  ¡Sara!. 
               
               Y  abre otra vez la verja para coger el borriquillo, que se había quedado afuera  porque María, para librarse de la pegajosa mujercita, se había colado dentro  muy rápida, y el jardinero, tan rápidamente como Ella, había cerrado la verja  delante de las narices de la chismosa. Pasa al burro y, mientras lo hace, dice: 
               
               -¡Ah... gran dicha y gran  desgracia para esta casa! El Cielo ha concedido un hijo a la estéril. ¡Bendito  sea por ello el Altísimo! Pero Zacarías volvió de Jerusalén mudo hace ya siete  meses. Se hace entender con gestos, o escribiendo. ¿Ha tenido noticia de ello?  Mi señora, en medio de esta alegría y este dolor, la ha echado mucho de menos.  Siempre hablaba de usted con Sara. Decía: "¡Si estuviese aquí conmigo mi  pequeña María... ! Si hubiera seguido hasta ahora en el Templo, habría enviado  a Zacarías a traerla. Pero el Señor ha querido que fuese la esposa de José de  Nazaret. Sólo Ella podría consolarme en este dolor y ayudarme a rezar a Dios,  porque todo en Ella es bondad. En el Templo todos la echan de menos y están  tristes. La pasada fiesta, cuando fui con Zacarías la última vez a Jerusalén a  dar gracias a Dios por haberme dado un hijo, oí de sus maestras estas palabras:  "Al Templo parecen faltarle los querubines de la Gloria desde que la voz  de María no suena ya entre estas paredes". 
               
               ¡Sara! ¡Sara! Mi mujer es un  poco sorda. Ven, ven, que te llevo yo». 
               
               En  vez de Sara, aparece, en la parte alta de una escalera adosada a un lado de la  casa, una mujer ya muy anciana, ya llena de arrugas, con el pelo muy canoso —  pero que ha debido ser negrísimo, a juzgar por lo negras que tiene las pestañas  y las cejas y por el color moreno de su cara —. 
               
               Contrasta en modo extraño, con  su visible vejez, su estado, ya muy patente, a pesar de la ropa amplia y suelta  que lleva. Mira protegiéndose los ojos de la luz con la mano. Reconoce a María.  Levanta los brazos hacia el cielo con una exclamación de asombro y de alegría,  y se apresura, en la medida en que puede, hacia abajo al encuentro de la recién  llegada. Y María — cuyos movimientos son siempre moderados — esta vez se echa a  correr rápida como un cervatillo y llega al pie de la escalera al mismo tiempo  que Isabel. Y recibe en su pecho con viva efusión de afecto a su prima, que, al  verla, llora de alegría. 
               
               Permanecen  abrazadas un momento. Luego Isabel se separa con una exclamación de dolor y  alegría al mismo tiempo, y se lleva las manos al abultado vientre. Agacha la  cabeza, palideciendo y sonrojándose alternativamente. María y el sirviente  extienden los brazos para sujetarla, pues ella vacila como si se sintiera mal. 
               
               Pero  Isabel, después de un minuto de estar como recogida dentro de sí, alza su  rostro, tan radiante que parece rejuvenecido, mira a María sonriendo con  veneración como si estuviera viendo un ángel y se inclina en un intenso saludo  diciendo: 
               
               -¡Bendita  tú entre todas las mujeres! ¡Bendito el Fruto de tu vientre! (lo dice así, dos  frases bien separadas) ¿Cómo he merecido que venga a mí, sierva tuya, la Madre  de mi Señor? Sí, ante el sonido de tu voz, el niño ha saltado en mi vientre  como jubiloso, y cuando te he abrazado el Espíritu del Señor me ha dicho una  altísima verdad en el corazón. ¡Dichosa tú, porque has creído que a Dios le  fuera posible lo que posible no aparece a la humana mente! 
               
               ¡Bendita tú, que por  tu fe harás realidad lo que te ha sido predicho por el Señor y fue predicho a  los Profetas para este tiempo! ¡Bendita tú, por la Salud que engendras para la  estirpe de Jacob! ¡Bendita tú, por haber traído la Santidad a este hijo mío que  siento saltar de júbilo en mi vientre como cabritillo alborozado porque se  siente liberado del peso de la culpa, llamado a ser el precursor, santificado  antes de la Redención por el Santo que se está desarrollando en ti!. 
               
               María,  con dos lágrimas como perlas, que le bajan desde los risueños ojos hasta la  boca sonriente, el rostro alzado hacia el cielo, levantados también los brazos,  en la posición que luego tantas veces tendrá su Jesús, exclama:  
             -El  alma mía magnifica a su Señor – y continúa el cántico como nos ha sido  transmitido. Al final, en el versículo: «Ha socorrido a Israel, su siervo etc»,  recoge las manos sobre el pecho y se arrodilla muy curvada hacia el suelo  adorando a Dios. 
               
               El  sirviente, cuando había visto que Isabel no se sentía mal y que quería  manifestar su pensamiento a María, se había retirado prudentemente; ahora  vuelve del huerto acompañado de un anciano de aspecto majestuoso, de barba y  pelo enteramente blancos, el cual, con vistosos gestos y sonidos guturales,  saluda desde lejos a María. 
               
               -Zacarías  está llegando -dice Isabel tocando en el hombro a la Virgen, que está orando  absorta -Mi Zacarías está mudo. Está bajo sanción divina por no haber creído.  Ya te contaré luego. Ahora espero en el perdón de Dios porque has venido tú;  tú, llena de Gracia. 
               
               María  se levanta. Va hacia Zacarías. Se inclina hasta el suelo ante él. Le besa la  orla de la vestidura blanca que le cubre hasta los pies. Esta vestidura es muy  amplia y está sujeta a la cintura por una ancha franja bordada. 
               Zacarías,  con gestos, da la bienvenida a María, y juntos van donde Isabel. Entran todos  en una vasta habitación, muy bien puesta, de la planta baja. Ofrecen asiento a  María y mandan que le sirvan una taza de leche recién ordeñada — todavía tiene  la espuma — y unas pequeñas tortas. 
               
               Isabel  da órdenes a la sirvienta, quien, embadurnadas de harina todavía las manos y el  pelo más blanco de cuanto en realidad lo es, por la harina que tiene, por fin  ha hecho acto de presencia. Quizás estaba haciendo el pan. Da órdenes también  al sirviente — al que oigo llamar Samuel — para que lleve el baulillo de María  a la habitación que le indica. Todos los deberes de una señora de casa para con  su huésped. 
               
               Entretanto,  María responde a las preguntas que Zacarías le hace escribiendo con un estilo  en una tablilla encerada. Por las respuestas, comprendo que le está preguntando  por José y por cómo se encuentra siendo su prometida. Y comprendo también que a  Zacarías le es negada toda luz sobrenatural acerca de la gravidez de María y su  condición de Madre del Mesías. Es Isabel quien, acercándose a su marido y  poniéndole con amor una mano en el hombro, como para hacerle una casta caricia,  le dice: 
               
               -María  también es madre. Regocíjate por su felicidad -Y no dice nada más. Mira a  María; y María la mira, pero no la invita a decir nada más, por lo cual guarda  silencio. 
  ¡Dulce,  dulcísima visión que me cancela el horror que me quedó al ver el suicidio de  Judas! 
               
               Ayer  por la tarde, antes del sopor, vi el llanto de María, inclinada hacia la piedra  de la unción, sobre el cuerpo sin vida del Redentor. Estaba a su lado derecho,  dando la espalda a la boca de la gruta sepulcral. La luz de las antorchas  iluminaba su cara y me hacía ver su pobre rostro devastado por el dolor, lavado  por el llanto. Cogía la mano de Jesús, la acariciaba, se la calentaba en sus  mejillas, la besaba, extendía los dedos... besaba uno a uno estos dedos ya  inmóviles. Luego acariciaba el rostro de Jesús, se inclinaba a besar la boca  abierta, los ojos semicerrados, la frente herida. La luz rojiza de las  antorchas daba un aspecto más vivo aún a las llagas de todo ese cuerpo  torturado y hacía más verídica la crudeza del suplicio padecido y la realidad  de su estar muerto. 
               Y así me quedé contemplando mientras permaneció lúcida  mi inteligencia. Luego, despertada del sopor, he orado y me tranquilicé para  dormir verdaderamente. Entonces me comenzó la visión que he descrito. Pero la  Madre me dijo: 
               
               «No te muevas. Únicamente mira. Mañana escribirás». Durante el  sueño he vuelto a soñar todo. Me he despertado a las 6'30 y he vuelto a ver  cuanto ya había visto despierta y en sueño. He escrito mientras veía. Luego ha  venido usted (el sacerdote con quien ella consultaba y a quien daba los  escritos) y le he podido preguntar si tenía que meter lo que sigue. Son  pequeños cuadros separados que tratan del tiempo de permanencia de María en  casa de Zacarías.