10- Cántico de María. Ella recordaba cuanto su espíritu había visto en Dios.               
            
             Hasta  ayer por la tarde, viernes, no se me ha iluminado la mente para ver. Y he visto  solamente esto. He visto a una María muy joven, una María de como mucho doce  años, cuyo rostro no presenta ya esas redondeces propias de la infancia, sino  que devela los futuros contornos de la mujer en el perfil oval que ya se va  alargando. 
               
               Por lo que respecta al pelo, ya no es aquel que caía suelto sobre el  cuello con sus ligeros rizos, sino que está recogido en dos gruesas trenzas de  un oro palidísimo, de lo claro que es el pelo, parece como si estuviera  mezclado con plata, que siguiendo los hombros bajan hasta las caderas.
               
El  rostro aparece más pensativo, más maduro, aunque siga siendo el rostro de una  niña, de una hermosa y pura niña que, toda vestida de blanco, cose en una  habitacioncita muy pequeña y también toda blanca, por cuya ventana abierta de  par en par se ve el edificio imponente y central del Templo, y toda la bajada  de las escalinatas de los patios, de los pórticos, y, al otro lado de la  muralla, la ciudad con sus calles y casas y jardines, y, al fondo, la cima  protuberante y verde del Monte de los Olivos. 
Cose  y canta en voz baja. No sé si se trata de un canto sacro. Dice: 
             «Como  una estrella dentro de un agua clara 
               me  resplandece una luz en el fondo del corazón. 
               Desde  la infancia, de mí no se separa 
               y  dulcemente me guía con amor. 
               En  lo más hondo del corazón hay un canto. 
  ¿De  dónde venir podrá? 
  ¡Oh,  hombre, tú lo ignoras! 
               De donde  descansa el Santo. 
               Yo  miro mi estrella clara 
               y  no quiero cosa que no sea, 
               aunque  fuera la más dulce y estimada, 
               esta  dulce luz que es toda mía. 
               Me  trajiste de los altos Cielos, 
               Estrella,  al interior de un seno de madre. 
               Ahora vives  en mí; mas allende los velos 
               te  veo, rostro glorioso del Padre. 
  ¿Cuándo  a tu sierva darás el honor 
               de  ser humilde esclava del Salvador? 
               Manda, del  Cielo mándanos al Mesías. 
               Acepta,  Padre Santo, la ofrenda de María». 
             María  calla, sonríe y suspira, y luego se pone de rodillas en oración. Su carita es  toda una luz. Alta, elevada hacia el azul terso de un bonito cielo estival,  parece como si aspirase toda su luminosidad y la irradiara. O, más exactamente,  parece como si de su interior un escondido Sol irradiase sus luces y encendiera  la nieve apenas rosada de la carne de María y se vertiera, llegando a las cosas  y al Sol que resplandece sobre la tierra, bendiciendo y prometiendo abundancia  de bienes. 
               
               Estando  María a punto de ponerse en pie después de su amorosa oración, permaneciendo en  su rostro una luminosidad de éxtasis, entra la anciana Ana de Fanuel y se  detiene atónita, o, por lo menos, admirada del acto y del aspecto de María. 
               
               La  llama: «María», y la Niña se vuelve con una sonrisa, distinta pero como siempre  muy bonita, y saluda diciendo: «Ana, paz a ti». 
               
               -¿Estabas  orando? ¿No te es suficiente nunca la oración?. 
               -La oración me sería  suficiente. Pero yo hablo con Dios. Ana, tú no puedes saber qué cercano a mí lo  siento; más que cercano, en el corazón. Dios me perdone tal soberbia. 
             
                          Es que yo  no me siento sola. ¿Ves? Allí, en aquella casa de oro y de nieve, detrás de la  doble Cortina, está el Santo de los Santos, y jamás ojo alguno, aparte del del  Sumo Sacerdote, puede detenerse en el Propiciatorio, sobre el que descansa la  gloria del Señor. 
               
               Mas yo no tengo necesidad de mirar con toda el alma  veneradora a ese doble Velo bordado, que palpita con las ondas de los cantos  virginales y de los levitas y que huele a preciosos inciensos, como para  perforar su cohesión y ver así la luz irradiada por el Testimonio. 
               
               ¡Pero sí que  miro! No temas que no mire con ojo venerador como todo hijo de Israel. No temas  que el orgullo me ciegue haciéndome pensar esto que ahora te digo. Yo miro, y  no hay ningún humilde siervo en el pueblo de Dios que mire más humildemente la  Casa de su Señor que como yo la miro, convencida como estoy de ser la más  pequeña de todos. Pero, ¿qué es lo que veo? Un velo. ¿Qué pienso al otro lado  del Velo? Un Tabernáculo. ¿Y en él? Mas si miro a mi corazón, he aquí que veo a  Dios resplandecer en su gloria de amor y decirme:
               
"Te amo", y yo le  digo: "Te amo", y me deshago y me rehago con cada uno de los latidos  del corazón en este beso recíproco... Estoy entre vosotras, mis queridas  maestras y compañeras, pero un círculo de fuego me aísla de vosotras.
Dentro de  ese círculo, Dios y yo. Y os veo a través del Fuego de Dios y así os amo... mas  no puedo amaros según la carne, como jamás podré amar a nadie según la carne,  sino sólo a Este que me ama, y según el espíritu. Conozco mi destino. La Ley  secular de Israel quiere de toda niña una esposa y de toda esposa una madre.  Pero yo, no sin obedecer a la Ley, obedezco a la Voz que me dice:
"Yo te  quiero para mí", y permaneceré siempre virgen. ¿Cómo podré hacerlo? Esta  dulce, invisible Presencia que está conmigo me ayudará, porque ella desea eso.  Yo no temo. Ya no tengo ni padre ni madre... y sólo el Eterno sabe cómo en ese  dolor se quemó cuanto yo tenía de humano. 
Ardió con dolor atroz. Ahora sólo  tengo a Dios. A Él, por tanto, le presto obediencia ciegamente... Lo habría  hecho incluso contra el padre y la madre, porque la Voz me enseña que quien  quiere seguirla debe pasar por encima del padre y de la madre, amorosas  patrullas de ronda en torno a los muros del corazón filial, al que quieren  conducir a la alegría según sus caminos... y no saben que hay otros caminos de  infinita alegría. Yo les habría dejado los vestidos y el manto, con tal de  seguir la Voz que me dice: 
             "¡Ven, dilecta mía, esposa mía!". Les  habría dejado todo; y las perlas de las lágrimas — porque habría llorado por  tener que desobedecer —, y los rubíes de mi sangre — que hasta a la muerte  habría desafiado por seguir la Voz que llama — les habrían dicho que hay algo  más grande que el amor de un padre y una madre, y más dulce: la Voz de Dios.  
             Pero ahora su voluntad me ha dejado libre incluso de este lazo de piedad  filial. Ya de por sí no habría habido lazo. 
             Eran dos justos, y Dios,  ciertamente, hablaba en ellos como me habla a mí. Habrían seguido la justicia y  la verdad. Cuando pienso en ellos, pienso que están en la quietud de la espera  entre los Patriarcas, y acelero con mi sacrificio la venida del Mesías para  abrirles las puertas del Cielo. En la tierra yo me rijo, o sea, es Dios quien  rige a su pobre sierva diciéndole sus preceptos, y yo los cumplo, porque  cumplirlos es mi alegría. Cuando llegue la hora, le diré a mi esposo mi  secreto... y él lo acogerá en su interior.  
             -Pero, María... ¿con qué  palabras lo vas a persuadir? Tendrás en contra el amor de un hombre, la Ley y  la vida. 
               -Tendré conmigo a Dios...  Dios abrirá a la luz el corazón de mi esposo... la vida perderá sus aguijones  de sentido para ser pura flor con perfume de caridad. La Ley... Ana, no me  llames blasfema. Yo creo que la Ley pronto va a sufrir un cambio. Pensarás:
               
"¿quién puede cambiarla, si es divina?". Sólo quien la puede mutar:  Dios. El tiempo está más próximo de lo que pensáis, yo os lo digo. Leyendo a  Daniel, una gran luz que venía del centro del corazón se me ha iluminado, y la mente  ha comprendido el sentido de las arcanas palabras. 
             Serán abreviadas las setenta  semanas por las oraciones de los justos. ¿Será cambiado el número de los años?  No. La profecía no miente; mas, la medida del tiempo profético no es el curso  del Sol, sino el de la Luna, y por ello os digo: "Cercana está la hora que  oirá el vagido del Nacido de una Virgen".
               
¡Oh, si esta Luz que me ama  quisiera decirme — pues muchas cosas me dice — dónde está la mujer feliz que  dará a luz el Hijo a Dios y el Mesías a su pueblo! Caminando descalza  recorrería la tierra; ni frío y hielo, ni polvo y canícula, ni fieras y hambre  me serían obstáculo para llegar a Ella y decirle: "Concédele a tu sierva y  a la sierva de los siervos del Cristo vivir bajo tu techo.
Haré girar la rueda  del molino y la prensa; como esclava ponme en el molino; como pastora, a tu  rebaño; o para lavar los pañalitos a tu Nacido; ponme en tus cocinas, en tus  hornos... donde tú quieras, pero recíbeme. 
             ¡Que yo lo pueda ver, que pueda oír  su voz, recibir su mirada!". Y, si no me admitiese, yo viviría, mendiga, a  su puerta, de limosnas y escarnios, al raso o bajo el sol intenso, con tal de  oír la voz del Mesías niño y el eco de su risa, y luego verle pasar... y,  quizás, un día recibiría de Él el óbolo de un pan... ¡Oh, aunque el hambre me  desgarrara las entrañas y desfalleciera después de tanto ayuno, yo no me  comería ese pan! Lo tendría como un saquito de perlas contra mi corazón y lo  besaría para sentir el perfume de la mano del Cristo, y ya no tendría ni hambre  ni frío, porque su contacto me proporcionaría éxtasis y calor, éxtasis y  alimento... 
               
               -¡Tú deberías ser la  Madre del Cristo, tú que le amas de esa forma! ¿Por eso es por lo que quieres  permanecer virgen? 
               -¡Oh, no! Yo soy miseria  y polvo. No oso levantar la mirada hacia la Gloria. Por eso es por lo que  prefiero mirar dentro de mi corazón más que mirar al doble Velo, tras el cual  sé que está la invisible Presencia de Yeohveh. Allí está el Dios terrible del  Sinaí. 
               
               Aquí, en mí, veo al Padre nuestro, veo un amoroso Rostro que me sonríe y  bendice, porque soy pequeña como un pajarillo que el viento sujeta sin sentir  su peso, y débil como tallito de muguete silvestre que sólo sabe florecer y  perfumar, y no opone más resistencia al viento que la de su perfumada y pura  dulzura. ¡Dios, mi viento de amor! No, no es por eso, sino porque al Nacido de  Dios y de una Virgen, al Santo del Santísimo no le puede gustar sino lo que en  el Cielo ha elegido como Madre y lo que en la tierra le habla del Padre  celestial: la Pureza.
               
Si la Ley meditara en esto, si los rabíes, que la han  multiplicado con todas las sutilezas de su enseñanza, volviendo la mente a  horizontes más altos, se sumergieran en lo sobrenatural, dejando de lado lo  humano y la ganancia que pretenden olvidando el Fin supremo, deberían, sobre  todo, volver su enseñanza a la Pureza, para que el Rey de Israel, cuando venga,  la encuentre. Con el olivo del Pacífico, con las palmas del Triunfador,  esparcid azucenas y azucenas y azucenas... ¡Cuánta Sangre tendrá que derramar  para redimirnos el Salvador! ¡Cuánta! De los miles de heridas que Isaías vio en  el Hombre de dolores, cae, cual rocío de un recipiente poroso, una lluvia de  Sangre. ¡Que no caiga en el lugar de la profanación y la blasfemia esta Sangre  divina, sino en copas de fragante pureza que la acojan y recojan, para luego  esparcirla sobre los enfermos del espíritu, sobre los leprosos del alma, sobre  los muertos a Dios!
¡Dad azucenas, azucenas dad para enjugar, con la cándida  vestidura de los pétalos puros, los sudores y las lágrimas del Cristo! ¡Dad  azucenas, azucenas dad para el ardor de su fiebre de Mártir! ¡Oh, ¿dónde estará  esa Azucena que te lleva dentro; dónde, la que aplacará la quemazón que  padeces; dónde, la que se pondrá roja con tu Sangre y morirá por el dolor de  verte morir; dónde, la que llorará ante tu Cuerpo desangrado?! ¡Oh, Cristo,  Cristo, suspiro mío!.... 
               
               María queda en silencio,  llorando y abatida. 
               Ana está un rato en  silencio. Luego, con su voz blanca de anciana conmovida, dice:  
             -¿Tienes algo más que  enseñarme, María? 
               María  se estremece. Debe haber creído, en su humildad, que su maestra la haya  reprendido y dice: -¡Perdón! Tú eres maestra, yo soy una pobre nada. Es que  esta Voz me sube del corazón. Yo la tengo bien vigilada, para no hablar; pero,  cual río que por el ímpetu de la ola rompe las presas, ahora me ha prendido y  se ha desbordado. 
               
               No tengas en cuenta mis palabras y mortifica mi presunción.  Las arcanas palabras deberían estar en el arca secreta del corazón al que Dios,  en su bondad, favorece. Lo sé. Pero, tan dulce es esta invisible Presencia, que  me embriaga... ¡Ana, perdona a tu pequeña sierva!. 
               
               Ana  la estrecha contra sí, y todo el viejo rostro rugoso tiembla y brilla de  llanto. Las lágrimas se insinúan entre las arrugas como agua por terreno accidentado  que se transforma en un trémulo regatillo. No obstante, la anciana maestra no  suscita risa, sino que, al contrario, su llanto promueve la más alta  veneración. 
               María  está entre sus brazos, su carita contra el pecho de la anciana maestra, y todo  termina así. 
               
               Dice  Jesús: 
               
               -María  tenía el recuerdo de Dios. Soñaba con Dios. Creía soñar. No hacía sino ver de  nuevo cuanto su espíritu había visto en el fulgor del Cielo de Dios, en el  instante en que había sido creada para ser unida a la carne concebida en la  tierra. Condividía con Dios, si bien de forma mucho menor, por exigencia de  justicia, una de las propiedades de Dios: la de recordar, ver y prever, por el  atributo de una inteligencia no lesionada por la Culpa, y, por tanto, poderosa  y perfecta. 
               
               El  hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios. Una de las semejanzas está  en la posibilidad, para el espíritu, de recordar, ver y prever. Esto explica la  facultad de leer el futuro, facultad que viene, muchas veces y directamente,  por voluntad divina, otras por el recuerdo, que se alza, como Sol en una  mañana, iluminando un cierto punto del horizonte de los siglos precedentemente  visto desde el seno de Dios. 
               
               Son  misterios demasiado altos como para que podáis comprenderlos plenamente. Eso  sí, reflexionad. 
  ¿Esa  Inteligencia suprema, ese Pensamiento que lo sabe todo, esa Vista que lo ve  todo, que os crea con un movimiento de su voluntad y con el hálito de su amor  infinito, haciéndoos hijos suyos por origen e hijos suyos por destino, podrá  daros algo que sea distinto de Él? Os lo da en proporción infinitesimal, porque  la criatura no podría contener al Creador, mas esa parte es, en su  infinitesimal, perfecta y completa. 
  
  ¡Cuán  grande el tesoro de inteligencia que dio Dios al hombre, a Adán! La culpa lo ha  menoscabado, mas mi Sacrificio lo reintegra y os abre los fulgores de la  Inteligencia, sus ríos, su ciencia. ¡Oh, sublimidad de la mente humana unida  por la Gracia a Dios, copartícipe de la capacidad de Dios de conocer!... De la  mente humana unida por la Gracia a Dios. 
               
               No  hay otro modo; que lo tengan presente los que anhelan conocer secretos  ultrahumanos. Toda cognición que no venga de alma en gracia — y no está en  gracia aquel que se manifiesta contrario a la Ley divina, cuyos preceptos son  muy claros 
               — sólo puede venir de  Satanás, y difícilmente corresponde a verdad por lo que se refiere a cuestiones  humanas, y nunca responde a verdad por lo que respecta a lo sobrehumano, porque  el Demonio es padre de la mentira y a quien arrastra consigo lo lleva por el sendero  de la mentira.
               
No existe ningún otro método para conocer la verdad, sino el que  viene de Dios. Y Dios habla y dice o hace recordar, del mismo modo como un  padre a un hijo le hace recordar la casa paterna y dice: "¿Te acuerdas  cuando conmigo hacías esto, veías aquello, oías aquello otro? ¿Te acuerdas  cuando yo te despedía con un beso? ¿Te acuerdas cuando me viste por primera  vez, cuando viste el fulgurante sol de mi rostro en tu alma virgen, instantes  antes creada y aún exenta — puesto que acababa de salir de mí — de la debilidad  que después te consumiera? ¿Te acuerdas de cuando comprendiste en un latido de  amor lo que es el Amor y cuál es el misterio de nuestro Ser y Proceder?".  Y cuando la capacidad limitada del hombre en gracia no llega a comprender, entonces  el Espíritu de ciencia habla y enseña. 
               
               Pero  para poseer al Espíritu es necesaria la Gracia. Y para poseer la Verdad y la  Ciencia es necesaria la Gracia. Y para tener consigo al Padre es necesaria la  Gracia, Tienda en que las tres Personas hacen morada, Propiciatorio en que  reside el Eterno y habla, no desde dentro de la nube, sino mostrando su Rostro  al hijo fiel. 
               
               Los santos tienen el recuerdo de Dios, de las palabras oídas en  la Mente creadora y resucitadas por la Bondad en su corazón para elevarlos como  águilas en la contemplación de la Verdad, en el conocimiento del Tiempo. 
               
               María  era la Llena de Gracia. Toda la Gracia Una y Trina estaba en Ella. Toda la  Gracia Una y Trina la preparaba como esposa para la boda, como tálamo para la  prole, como divina para su maternidad y para su misión. Ella es la que cierra  el ciclo de las profetisas del Antiguo Testamento y abre el de los  "portavoces de Dios" en el Nuevo Testamento. 
               
               Verdadera  Arca de la Palabra de Dios, mirando en su interior eternamente inviolado,  descubría, trazadas por el dedo de Dios sobre su corazón inmaculado, las  palabras de ciencia eterna, y recordaba, como todos los santos, haberlas oído  ya al ser generada con su espíritu inmortal por Dios Padre, creador de todo lo  que tiene vida. Y, si no recordaba todo de su futura misión, era porque en toda  perfección humana Dios deja algunas lagunas, por ley de una divina prudencia  que es bondad y mérito para y hacia la criatura. 
               
               María,  segunda Eva, tuvo que conquistarse su parte de mérito de ser la Madre del  Cristo; con una fiel, buena voluntad. Esto quiso también Dios en su Cristo para  hacerle Redentor. 
               
               El  espíritu de María estaba en el Cielo. Su parte moral y su carne estaban en la  tierra, y tenían que pisotear tierra y carne para llegar hasta el espíritu y  unirlo al Espíritu en un abrazo fecundo. 
             
               Nota  mía. Todo el día de ayer había estado pensando que vería  la noticia de la muerte de los padres, y, además — por qué, no lo sé —, dado  por Zacarías. Igualmente pensaba, a mi manera, cómo trataría Jesús el punto del  «recuerdo de Dios por parte de los santos». Esta mañana, cuando empezó la  visión, he dicho: «Eso es, ahora le dirán que es huérfana». Y ya sentía  encogido mi corazón porque... se trataba de oír y ver la misma tristeza mía de  estos días.
               
Sin embargo, no hay nada de cuanto había pensado ver y oír; pero es  que ni una palabra por equivocación. Esto me consuela porque me dice que  verdaderamente no hay nada mío, ni siquiera una honesta sugestión respecto a un  determinado punto. Todo viene realmente de otra fuente. Mi continuo miedo  cesa... hasta la próxima vez, porque este miedo de ser engañada y de engañar me  acompañará siempre.