» Introducción
Autor: Catalina Rivas | Fuente: www.LoveAndMercy.org
8 de diciembre de 2003
Día de la Inmaculada Concepción
Me insta nuestro Señor a escribir este nuevo libro,
cuyo contenido está basado en todo lo que me
fue revelado durante casi dos meses y medio.
Por mucho tiempo no supe cuándo ni cómo debía
comenzar a escribir este testimonio; aunque estaba
segura de que lo haría en una fecha de gran
importancia para la historia de nuestra Salvación.
Y resultó ser justamente hoy, cuando la Iglesia
conmemora el día de la Inmaculada Concepción de
aquella Mujer, que con Su "Sí" hizo que se
cumpliera el mayor acto de Misericordia de Dios
para con los hombres: la venida de nuestro
Redentor al mundo.
Este pequeño libro contiene nuevas enseñanzas
acerca de las Palabras de Amor y Sabiduría, de
Abandono a la Voluntad del Padre en medio del
más atroz dolor, de Piedad y Misericordia hacia la
humanidad, de Valentía y de Donación al hombre.
Estas son las últimas horas de Jesús en la Cruz y
que hoy son recreadas, con el objeto de que medites
sobre ellas, que profundices y vivas junto a nuestro
Salvador los últimos momentos de Su vida como
Hombre, antes de retornar al Padre y enviarnos al
Espíritu Santo.
A Este Santo Espíritu de Dios encomiendo nos guíe
a través de estas páginas, suplicando Su asistencia
y consagrándole mi pobre trabajo, para que de
alguna manera pueda ayudar en la salvación de las
almas.
"Cuando llegué al Gólgota, Me encontré con que
acababan de crucificar a dos reos. Gritaban, se
retorcían y Me inspiraban lástima, a Mí que estaba
en peor condición física que ellos…", me había
dicho el Señor al empezar mi meditación de aquel
Primer Viernes.
Pude ver cientos de personas, hombres que iban a
ser crucificados, caminando lenta pero
desesperadamente, gritando, blasfemando; con los
ojos llenos de terror y de odio, de deseos ciegos de
venganza. No iban todos juntos, me daba cuenta
de que eran escenas de distintos días y horas. Pero
había un común denominador en ellos: todos eran
condenados a la cruz, y casi todos decían las
mismas palabras y proferían similares insultos y
amenazas a quienes se habían convertido en sus
verdugos.
En más de tres ocasiones vi que se acercaba uno o
varios soldados a alguno de estos condenados y
sacando un cuchillo o espada le cortaba la lengua
para que se callase, y todo aquel camino hacia la
muerte, se hacía aún más horrible y doloroso.
Apareció ante mis ojos la escena del Viernes Santo.
Este condenado a muerte era distinto. Golpeado… mil veces más herido que cualquier otro, coronado
con un casco lleno de espinas largas que habían
destrozado su piel, incrustándose en su carne; lleno
de sangre y polvo, afiebrado, temblando y con los
ojos muy irritados por el sudor y las heridas; pero
Su mirada estaba llena de paz, de piedad, de
tristeza, y en ciertos momentos hasta se percibía en
ella alegría, cuando volvía a Él la certeza de que ese
sufrimiento salvaría a la humanidad de la muerte
eterna.
Los otros insultan, maldicen, se retuercen. Él calla,
no sale una queja de su boca, tan solo bendiciones y
palabras de perdón. Contrariamente a lo que nos
dirían los valores de este mundo, podía verse
claramente que Él es el Gran ganador, el Vencedor
de la muerte; sus verdugos son los pobres
instrumentos del demonio, quien junto a Judas, es
el gran derrotado.