III. El sacrificio de Cristo y la Misa
La alianza de amor
Cuando Jesús decidió ir a Jerusalén por última vez, sabía que iba a morir allá (cfr. Mt. 20:17-19). Sus discípulos lo sabían también (cfr. Jn. 11:16).
Jesús llegó a Jerusalén a tiempo para la Pascua, e hizo sus planes de celebrar la cena pascual con sus doce discípulos (cfr. Mc. 14:12-16).
Tres de los cuatro evangelistas conservan las palabras y gestos de Jesús en esa cena. Estos gestos y palabras siguen siendo recordados en cada celebración eucarística.
Esta práctica empezó muy temprano en la historia de la Iglesia, como podemos ver en la carta de San Pablo a los Corintios. Él recuerda que Jesús tomó pan y vino, diciendo que eran su cuerpo y sangre y agregó: “Esta copa es la nueva alianza en mi sangre. Cuantas veces la bebiereis, hacedlo en memoria mía” (1 Cor. 11:23-26). En las narraciones de San Mateo y San Marcos, al dar a sus discípulos la copa, Jesús dice también, “esta es mi sangre de la alianza” (Mt. 26:28; Mc. 14:24).
Estas palabras hacen eco deliberadamente del sacrificio crucial de la historia del Antiguo Testamento, el sacrificio que Moisés ofreció para celebrar la alianza de Dios con Israel después del éxodo de Egipto.
Después que Moisés lee “el libro de la alianza” y el pueblo profesa su fe en ella, Moisés toma la sangre de los toros del sacrificio y rocía a la gente con ella. Mientras lo hace, él ocupa las mismas palabras que Jesús dice en la Última Cena, “Esta es la sangre de la Alianza que Yahvé ha hecho con ustedes, de acuerdo con todas estas palabras” (Ex. 24:5-8).
Jesús y sus discípulos estaban celebrando la tradicional cena pascual. Pero Jesús introdujo algo nuevo, algo que recordaba los sacrificios cruentos del Antiguo Testamento, pero de una forma que se parecía al sacrificio incruento de todah.