615- La noche del Sábado Santo
             
             Entra cautelosa María de Alfeo  y escucha. Quizás piensa que la Virgen se ha adormecido. Se acerca, se inclina.  La ve de rodillas, rostro en tierra contra el Sudario. Susurra: 
               
-¡Oh, pobrecilla, así se ha  quedado! 
Debe pensar que se ha dormido  o que se ha desmayado así. 
Pero María, saliendo de su  oración, dice: 
-No. Estaba orando. 
-¡Pero de rodillas! ¡A  oscuras! ¡Con frío! ¡La ventana abierta! ¡Fíjate, estás helada! 
-Pero estoy mucho mejor,  María. Mientras oraba -y sólo el Eterno sabe cuánto era mi agotamiento después  de haber sostenido tantas fes vacilantes, y de haber iluminado tantas mentes  que ni siquiera su muerte ha aclarado-me ha parecido sentir un perfume  angélico, un frescor de Cielo, una caricia de ala... Un instante... Sólo un  instante. 
Pero me ha parecido que, en el mar de mirra que embravecido me  sumerge desde hace ya tres días, se infundiera una gota de pacificadora  dulzura; me ha parecido como si la bóveda clausurada de los Cielos se  entreabriera y un hilo de luminoso amor descendiera a la Abandonada; me ha  parecido como si, viniendo de lejanías infinitas, un murmullo incorpóreo  dijera: "Realmente ha terminado". Mi oración, hasta ese momento  desolada, se ha hecho más tranquila, se ha teñido de esa luminosa paz -¡oh,  solamente una leve pincelada!-, de esa luminosa paz de que estaban hechos mis  contactos con Dios en la oración... ¡Mis oraciones!... María: ¿amaste mucho,  tú, a tu Alfeo, cuando eras la virgen desposada? 
-¡Oh, María!... Exultaba a  cada amanecer, diciendo: "Ha pasado una noche. Una menos de espera".  Exultaba a cada puesta de sol, diciendo: "Otro día ha terminado. Más  próxima mi entrada bajo su techo". Y nada más ponerse el sol cantaba como  una alondra, pensando: "Dentro de poco viene". Y cuando lo veía  venir, hermosa su cara como la de mi Judas -por eso Judas es mi predilecto-,  con ojos de ciervo enamorado como es mi Santiago, ¡oh, entonces yo ya no sabía  donde me encontraba!
Y  cuando me saludaba diciendo: “¡Dulce esposa!” y yo podía decirle: "Señor  mío", entonces yo...... yo creo que si hubiera sido triturada  en ese momento por un pesado carro, o alcanzada por una flecha, no habría  sentido dolor. ¡Y después!... ¡Cuando fui su  mujer... ah!...- María se pierde en el éxtasis de los recuerdos. Luego dice 
-Pero ¿por qué esta pregunta? 
-Para explicarte lo que eran  para mí las oraciones. Centuplica los sentimientos, poténcialos miles de veces,  y comprenderás lo que siempre fue para mí la oración, la espera de aquella  hora... Ya de por sí creo que, aun cuando no estaba orando en la paz de la  gruta o de mi habitación, sino que trabajaba en las labores de la mujer, mi  alma oraba sin pausa... Pero cuando podía decir:
"Llega la hora de  recogerme en Dios", mi corazón ardía latiendo veloz. Y cuando en Él me  perdía... entonces... No... Esto no te lo puedo explicar. Cuando estés en la  Luz de Dios lo comprenderás... Todo esto desde hacía tres días estaba  perdido... Y era todavía más angustioso que el no tener ya Hijo... Y Satanás  trabajaba en estas dos llagas sobrepuestas: la de la muerte de mi Hijo y la del  abandono de Dios, creando la tercera llaga del terror de la no fe. 
María, te  quiero y eres pariente mía. Esto se lo dirás después a tus hijos apóstoles,  para que sepan resistir en el apostolado y triunfar sobre Satanás.
              Estoy segura de que si yo hubiera aceptado la  duda, si hubiera cedido a la tentación de Satanás y hubiera dicho: 
               
               "No es  posible que resucite", negando a Dios -porque decir eso hubiera sido negar  a Dios con su Verdad y su Poder-, tanta Redención vanamente se habría  verificado. Yo, nueva Eva, habría vuelto a morder el fruto de la soberbia y de  la sensualidad espiritual y habría deshecho la obra de mi Redentor. Los  apóstoles continuamente serán tentados así, por el mundo, por la carne, por el  poder, por Satanás. Manténganse firmes. Contra todas las torturas -y las  corporales serán las más leves-para no destruir lo que Jesús ha hecho. 
               
               -Díselo tú, María, a mis  hijos... ¡¿Qué crees que sabrá decir tu pobre cuñada?! ¡De todas formas! ¡Si  hubieran venido! ¡Huir en la primera hora... paciencia! ¡Pero después!... 
             -Fíjate, Lázaro y Simón habían  recibido la orden de llevarlos a Betania. Jesús sabe todo... 
               -Sí... Pero... cuando los vea  los voy a reprender ásperamente. Han sido unos cobardes. ¿Que lo fueran todos  los demás? Pero ellos. ¡Mis hijos! No se lo perdonaré nunca... 
             -Perdona, perdona... Ha sido  un momento de desconcierto... No creían que pudieran capturarlo... Él lo había  dicho... 
               
               -Precisamente por eso no los  perdono. Lo sabían. Estaban preparados. ¡Cuando una cosa se sabe y se cree en  quien la dice, nada sorprende! 
             -María, también a vosotras os  dijo: "Resucitaré". Y... si pudiera abrir vuestro pecho y vuestra  cabeza, en el corazón y en el cerebro vería escrito: "no puede ser". 
             -Pero, al menos... Sí... Es  difícil creer... Pero nosotras hemos estado en el Calvario. 
               
               -Por gracia gratuita de Dios.  Si no, habríamos huido también nosotras. ¿Has oído lo que ha dicho Longinos? Ha  dicho: "cosa horrible". Y es un guerrero. Nosotras, mujeres, solas  con un muchacho, hemos resistido por ayuda directa de Dios. Por tanto, no te  gloríes de ello. No es mérito nuestro. 
               
               -¿Y por qué no a ellos? 
               -Porque ellos serán los  sacerdotes del mañana. Deben, por tanto, saber. Saber, por haberlo experimentado, cuán fácil le es al fiel de un Credo  caer en la abjuración. Jesús no quiere sacerdotes como esos que lo son tan  poco, que han sido sus más tenaces enemigos... 
               
               -Hablas  de Jesús como si ya hubiera vuelto. 
               -¿Lo  ves? Tú también confiesas que no crees. ¿Cómo, pues, censuras a tus hijos? 
               
               María  de Alfeo no sabe qué replicar. Se queda cabizbaja. Mueve mecánicamente una  serie de objetos. Encuentra una lamparita y sale, para volver después con ella  encendida y ponerla en el sitio suyo usual. 
             María  se ha sentado otra vez junto al Sudario desplegado. El Sudario que, con la luz  amarilla de la lámpara de aceite, a la luz de la llamita temblorosa, adquiere  una vida especial y parece mover boca y ojos. 
               
               -¿No  tomas nada? -pregunta un poco pesarosa la cuñada. 
               -Un  poco de agua. Tengo sed. 
               María  va y vuelve... con leche. 
               
               -No  insistas. No puedo. Agua sí. No me queda agua dentro... Creo que no tengo ya ni  siquiera sangre. Pero... 
               Llaman  a la puerta de la casa. María de Alfeo sale. Se oye cuchichear en el vestíbulo.  Luego Juan asoma la cabeza. 
               -Juan.  ¿Has vuelto? ¿Todavía nada? 
               -Sí.  Simón Pedro... y el manto de Jesús... juntos... En el Get-Sammí. El manto... 
               
               Juan  se arrodilla y dice: 
               -Aquí  está... pero está todo desgarrado y ensangrentado. 
               
               Las huellas de las manos son  de Jesús. Sólo Él las tenía así de largas y delgadas. Pero los desgarros son de  dientes. Se ve claramente que esto es una boca de hombre. 
               
               Pienso que habrá  sido... que habrá sido Judas Iscariote, porque junto al lugar donde Simón Pedro  encontró el manto había un trozo de la túnica amarilla de Judas. Ha vuelto  allí... después... antes de quitarse la vida. Mira, Madre. 
             María  no ha hecho otra cosa sino acariciar y besar el grueso manto rojo de su Hijo.  Pero instada por Juan lo abre, y ve las huellas sangrientas, oscuras sobre el  rojo de la Sangre, y los desgarros de los dientes. Tiembla y susurra: 
               
               -¡Cuánta  sangre! -Parece no ver más que la Sangre. 
               -Madre...  la tierra está roja de sangre. Simón, que ha ido allí sin demora en las primeras  horas de la mañana, dice que el verde tenía todavía en las hojas sangre  fresca... Jesús... No sé... No me parecía que estuviera herido... 
               ¿De dónde  tanta sangre? 
               
               -De  su Cuerpo. En la angustia... ¡Oh! Jesús Víctima total. ¡Oh! ¡Mi Jesús! 
             María  llora tan angustiosamente, con un lamento exhausto, que las mujeres se asoman a  la puerta y miran y luego se retiran. 
             -Esto,  esto mientras todos te abandonaban... ¿Qué hacíais vosotros mientras Él sufría  su primera agonía? 
               -Dormíamos,  Madre... 
               Juan llora. 
               
               -¿Allí estaba  Simón? Cuenta. 
             -Yo había ido para  buscar el manto. Había pensado pedírselo a Jonás y a Marcos... Pero habían  huido. La casa estaba cerrada y todo abandonado. Entonces bajé a las murallas,  para recorrer todo el camino del jueves... 
               
               Estaba tan cansado aquella noche, y  apenado, que no podía recordar, ahora, dónde se había quitado Jesús el manto.  Me parecía que lo llevaba y que, en un determinado momento, ya no lo llevaba...  En el lugar de la captura, nada... Donde habíamos estado nosotros tres, nada...  Fui por el sendero que tomó el Maestro… Y cuando vi a Simón Pedro allí, todo  acurrucado y apoyado en una roca, pensé que hubiera               muerto también él.  Grité. Levantó la cabeza… 
               y, de tan cambiado  como lo vi, pensé que se había vuelto loco. Lanzó un grito y trató de huir.  Pero se tambaleaba, cegado por el llanto que había vivido. Yo lo agarré. Me  dijo: 
               
               "Déjame. Soy un demonio. He renegado de Él, como Él decía... y el  gallo ha cantado y Él me ha mirado. He huido... he corrido arriba y abajo por  los campos. Luego me he visto aquí. Y ¿ves? Aquí Yeohveh ha hecho que  encontrara su Sangre acusadora. Todo sangre. ¡Todo sangre! 
               
               En la roca, en la  tierra, en la hierba. Yo he hecho que esta Sangre fuera derramada. Como tú,  como todos. Pero yo he renegado de esa Sangre". Me parecía que deliraba.  Traté de calmarlo y de sacarlo de allí. Pero no quería. Decía: 
               
               “Aquí. Aquí. A  hacer guardia a esta Sangre y a su manto. Y con las lágrimas quiero lavarlo.  Cuando ya no haya sangre en la tela, quizás entonces vuelva con los vivos  dándome golpes de pecho y diciendo: “¡He renegado del Señor!”. Le dije que  querías verlo.
             Que me había  mandado a buscarlo. Pero no quería creerlo. Entonces le dije que habías querido  ver también a Judas, para perdonarlo, y que sufrías por no poder ya hacerlo por  su suicidio. Entonces lloró más sosegadamente. Quiso saber. Todo. Y me contó  que la hierba tenía todavía Sangre fresca y que el manto había sido maltratado  por Judas, de cuya túnica había encontrado un trozo. Lo dejé hablar y hablar.
               
Luego dije: "Ven a ver a la Madre". ¡Oh, cuánto tuve que suplicar  para convencerlo! Y cuando me parecía haber logrado convencerlo y me levantaba  para venir, él ya no quería. Ha habido que esperar hasta el anochecer para que  viniera. Pero cruzada la puerta, otra vez se escondió, en un huerto desierto y  dijo: "No quiero que la gente me vea. 
Llevo escrito en la frente la  palabra: Renegador de Dios. Ahora, ya en plena oscuridad, he logrado  arrastrarlo hasta aquí. 
               
               -¿Dónde está? 
               -Detrás de esa  puerta. 
               -Dile que entre. 
               -Madre... 
               -Juan... 
               -No le reprendas.  Está arrepentido. 
               -¿Tan poco me  conoces todavía? Dile que entre. 
               Juan sale. Vuelve.  Solo. Dice: 
               -No se atreve.  Mira a ver si llamándolo tú... 
               Y María,  dulcemente: 
               -Simón de Jonás,  ven. 
               Nada. 
               -Simón Pedro, ven. 
               Nada. 
               -Pedro de Jesús y  de María, ven. 
               
               Un áspero  estallido de llanto. Pero no entra. María se alza. Deja el manto encima de la  mesa y va a la puerta. 
               Pedro está  acurrucado afuera. Como un perro sin amo. Llora con tanta fuerza, y todo  encogido, que no oye el ruido de la puerta que se abre chirriando, ni el roce  de las sandalias de María. Se da cuenta de que Ella está allí cuando María se  inclina hasta tomarle una mano con que está apretando sus ojos y le obliga a  levantarse. Entra en la habitación tirando de él, como si de un niño se  tratara. Cierra la puerta con el agarrador y el cerrojo, y, encorvada por el  dolor como él por la vergüenza, vuelve a su sitio. 
               
               Pedro va a sus  pies, de rodillas, y llora sin freno. María acaricia sus cabellos entrecanos y  sudados por el dolor. 
               
               Nada más que esta caricia, hasta que él está más calmado.  Luego, cuando por fin Pedro dice: «No puedes perdonarme; por tanto, no me  acaricies. Porque yo lo he negado», María dice: 
               
               -Pedro, tú lo has  negado. Es verdad. Has tenido la valentía de negarlo en público, la valentía  cobarde de hacerlo. Los otros... Todos, menos los pastores, Manahén, Nicodemo,  José y Juan, han tenido sólo cobardía. Lo han negado todos: hombres y mujeres  de Israel, menos unas pocas mujeres... No nombro a los sobrinos ni a Alfeo de  Sara. Eran parientes y amigos. ¡Pero los otros!... Y ni siquiera han tenido la  valentía satánica de mentir para salvarse, ni la valentía espiritual de  arrepentirse y llorar, ni la valentía, aún más alta, de reconocer públicamente el  error. 
               
               Eres un pobre hombre. Es más: lo eras. Mientras te jactabas de ti. Ahora  eres un hombre. Mañana serás un santo. Pero aunque no fueras como eres, yo te  habría perdonado igualmente. Habría perdonado a Judas, con tal de salvar su  espíritu. 
               
               Porque el valor de un espíritu, de uno solo, justifica todo  esfuerzo por superar repugnancias y resentimientos, hasta quedar destrozados  por ese esfuerzo. Recuerda esto, Pedro. Te lo repito: El valor de un  alma es tal, que aun a costa de morir por el esfuerzo de sufrirla a nuestro  lado, hay que tenerla así, entre los brazos, como yo tengo tu cabeza canosa, si  se comprende que teniéndola así se la puede salvar. 
               
               Así. Como una madre  que, después del castigo paterno, pone en su corazón la cabeza del hijo  culpable, y, con las palabras de su corazón deshecho de dolor, que palpita, que  palpita de amor y dolor, más con esas palabras que con los golpes del padre,  hace cambiar y obtiene. Pedro de mi Hijo, pobre Pedro que has estado, como  todos, en las manos de Satanás en esta hora de tinieblas, y no te has dado  cuenta de ello, y crees que todo lo has hecho tú solo, ven, ven aquí, al  corazón de la Madre de los hijos de mi Hijo. 
               
               Aquí Satanás no puede ya causarte  daño. Aquí se calman las tormentas y -a la espera del Sol, de mi Jesús que  resucitará para decirte: "Paz, Pedro mío"-se alza estrella de la  mañana, pura, hermosa, y que hace puro y hermoso todo aquello que por ella es  besado, como sucede con las claras aguas de nuestro mar en las frescas mañanas  de primavera. Por esto te anhelado tanto. Al pie de la Cruz yo padecía martirio  por Él y por vosotros, y -¿cómo no lo oíste?-, y llamaba a vuestros espíritus  con tanta fuerza, que creo que vinieron realmente a mí. Y, dentro de corazón  -es más: puestos en mi corazón como los panes de la proposición-los he tenido  bajo el ̜ lavacro de su Sangre y  llanto. Podía hacerlo, porque Él, en Juan, me ha hecho Madre de toda su prole… ¡Cuánto te he anhelado!... Esa mañana, esa tarde, esa noche y el nuevo día...
               
¿Por qué  has hecho esperar tanto a una madre, pobre Pedro herido y pisoteado por el Demonio?  ¿No sabes que es misión de las madres enderezar, curar, perdonar, guiar? Yo te  conduzco a Él. ¿Querrías verlo? ¿Querrías ver su sonrisa para convencerte de  que te ama todavía? ¿Sí? ¡Oh, entonces sepárate de mi pobre pecho de mujer y  apoya la frente en su frente coronada, tu boca en su boca herida, y besa a tu  Señor! 
               
               -Está  muerto... No podré volver a hacerlo. 
               -Pedro.  Respóndeme. ¿Cuál crees que es el último milagro de tu Señor? 
               
               -El  de la Eucaristía. No, no, el del soldado que curó allí... ¡Oh, no me hagas  recordar!... 
               
               -Una  mujer, fiel, amorosa, fuerte, se llegó a Él en el Calvario y le secó la Cara. Y  Él, para decir cuánto puede el amor, fijó su Rostro en la tela. Aquí lo tienes,  Pedro.
               
Esto obtuvo una mujer, en momentos de tinieblas infernales y de enojo  divino. Sólo porque amó. Recuerda esto Pedro. 
Para las horas en que te parezca  que el Demonio es más fuerte que Dios. Dios se hallaba prisionero de los  hombres, ya avasallado, condenado, flagelado, ya agonizando... Y, a pesar de  todo-dado que Dios, incluso en medio de las más duras persecuciones, siempre es  Dios, y, si se puede abatir a la Idea, intocable es Dios que la suscita-, Dios,  a los que niegan, a los que no creen, a los hombres de los necios "¿por  qué?'; de los culpables "no puede ser"; de los sacrílegos "lo  que yo no comprendo no es verdad", responde, sin palabras con esta  tela. 
Míralo. Un día -me lo dijiste tú-dijiste a Andrés: "¿El Mesías  manifestarse a ti? ¡No puede ser cierto!", y luego tu razón humana se  debió doblegar a la fuerza del espíritu que veía al Mesías donde la razón no lo  veía. Otra vez, en el mar embravecido, preguntaste: "¿Voy, Maestro?",  y luego, a mitad de camino, sobre el agua agitada, dudaste y dijiste: "El  agua no puede sostenerme", y con el lastre de la duda te faltó poco para  ahogarte. Sólo cuando contra la razón humana prevaleció el espíritu que supo  creer, pudiste hallar la ayuda de Dios. Otra vez dijiste: "¿Si Lázaro ha  muerto ya hace cuatro días, a qué hemos venido? Para morir inútilmente". 
Y  es que no podías, con tu razón humana, admitir otra solución. Y tu razón quedó  desmentida por el espíritu, que, indicándote con el resucitado la gloria del  Resucitador, te mostró que no habías ido allí en vano. Otra, bueno... otras  veces, al oír hablar de muerte, y muerte atroz, a tu Señor, dijiste: "¡Eso  no te sucederá nunca!". Y ya ves qué mentís ha recibido tu razón. Yo  espero, ahora, oír la palabra de tu espíritu, en este último caso... 
               
               -Perdón. 
               -Eso  no. Otra palabra. 
               -Creo. 
               -Otra. 
               -No  sé... 
  -Amo. Pedro, ama. Serás perdonado. Creerás. Serás fuerte.  
  
  Serás Sacerdote, y no el fariseo que avasalla y no posee sino formalismos y no  una fe activa. Míralo. Ten el valor de mirarlo. Todos lo han mirado y venerado.  Incluso Longinos... ¿Tú no ibas a saber hacerlo? ¡Has sabido incluso renegar de  Él! Si no lo reconoces ahora, a través del fuego de mi materno, amoroso  dolor que os une, que os pone de nuevo en armonía, ya no podrás hacerlo.
  
Él  resucita. ¿Cómo podrás mirarlo con su nuevo fulgor, si no conoces su rostro en  la transición del Maestro que conoces al Triunfador que no conoces? Porque el  dolor, todo el Dolor de los siglos y del mundo, lo ha labrado con cincel y mazo  en esas horas que van desde el caer de la tarde del Jueves hasta la hora nona  del Viernes. Y han cambiado su Rostro. Antes era solo el Maestro y el Amigo.  
Ahora es el Juez y Rey. Ha subido a su sitial para juzgar. 
Y se ha ceñido la  corona. Así permanecerá. Lo único es que después de la gloriosa Resurrección no  será ya el Hombre Juez y Rey, sino el Dios Juez y Rey. Míralo. Míralo. Míralo  mientras la Humanidad y el Dolor lo entrevelan, para poderlo mirar cuando  triunfe en su Divinidad. 
             Pedro  levanta por fin la cabeza del regazo de María, y la mira, con sus ojos  enrojecidos por el llanto en rostro de anciano niño desolado por el mal  cumplido y asombrado por tanto bien como encuentra. 
             María  lo fuerza a mirar a su Señor. Y entonces -mientras Pedro, como delante de un  rostro vivo, gime: «¡Perdón, perdón! No sé cómo ha sucedido, no sé qué ha  sucedido. No era yo. Era algo que me hacía no ser yo. Pero... ¡yo te quiero,  Jesús!, ¡te quiero, Maestro mío! ¡Vuelve! ¡Vuelve! 
               
               ¡No te marches así, sin  decirme que me has comprendido!»-entonces, María repite el gesto que ya hizo en  la cámara sepulcral. Con los brazos extendidos, en pie, parece la sacerdotisa  en el momento de la ofrenda. Y, de la misma manera que allí ofreció la Hostia  sin mancha, aquí ofrece al pecador arrepentido. ¡Verdad mente es la Madre de  los santos y de los pecadores! 
               
               Luego  levanta a Pedro. Lo consuela más. Y le dice, como a un niño: 
               -Ahora  estoy más contenta. Te veo aquí. Ahora ve, ve allí, con las mujeres y Juan.  Necesitáis descanso y alimento. Ve. Y sé               sé  bueno… 
               
               Y  luego, mientras en la casa -más serena en esta noche segunda desde su  muerte-tienden a volver las costumbres humanas del sueño y del alimento, en una  casa que presenta el aspecto cansado y resignado de las moradas donde los  supervivientes, despacio, vuelven en sí de la impresión recibida por la muerte,  María es la única que quiere permanecer en píe. Inmóvil en su sitio, en su  espera, en su oración. Siempre, siempre, siempre; por los vivos, por los  muertos, por los justos, por los pecadores, por el regreso, el regreso, el  regreso de su Hijo. 
               
               Su  cuñada quería estar con Ella. Pero ahora duerme profundamente, sentada en un  rincón, con la cabeza apoyada hacia atrás contra la pared. Marta y María vienen  dos veces, pero luego, cargadas de sueño, se retiran a una habitación próxima,  y después de alguna palabra, caen también ellas en las profundidades del sueño...  
               
               Más allá, en un cuartito pequeño como un cuarto de juguete, duermen Salomé y  Susana; mientras que, encima de dos esteras echadas en el suelo, duermen  rumorosamente Pedro y Juan: el primero, todavía con mecánicas inspiraciones  convulsas que se pierden en su ronquido; el segundo, con una sonrisa de niño  soñando alguna visión feliz. 
             La  vida vuelve a sus funciones y la carne a sus derechos... Sólo la Estrella de la  Mañana resplandece insomne, con su amor que vela junto a la imagen de su Hijo. 
             Y  la noche del Sábado pasa así. Hasta que el canto del gallo, con el primer  claror del alba, hace levantarse, con un grito, a Pedro; y su grito, impregnado  de miedo y dolor, despierta a los otros durmientes. 
Ha terminado la tregua para ellos y empieza otra  vez la pena; para María, sólo va aumentando el ansia de la espera.