613- La Pasión de Jesús y María 
               y la Compasión de Juan
             
             Ahora -ya es de noche- dice  Jesús (a María Valtorta): 
               
-Has visto cuánto cuesta ser  Salvadores. Lo has visto en mí y María. Has tenido conocimiento de nuestras  torturas. 
Has visto qué generosidad, heroísmo, paciencia, mansedumbre,  constancia y fortaleza las hemos sufrido por la caridad de salvaros. 
             Todos aquellos que quieran,  que pidan al Señor Dios hacer ellos "salvadores", deben pensar que Yo  y María somos el modelo que ésas son las torturas que hay que compartir para  salvar: la cruz, las espinas, los clavos, los azotes no serán materiales. Serán  otros, con otra forma y naturaleza; pero igualmente dolorosos e inmoladores. Y  sólo inmolándose en medio de estos dolores se puede ser salvador. 
               
               Es misión austera, la más austera de todas. Una misión  respecto a la cual la vida del monje o de la religiosa de la más severa regla  es como una flor comparada con un montón de espinas. Porque ésta es no regla de  Orden humana, sino Regla de un sacerdocio y un rito de ingreso en el estado  monacal divinos, cuyo Fundador soy Yo. Yo soy el que consagra y acoge -en mi Regla, en mi Orden-a los elegidos para ella. Y soy el que les impone  el hábito (el mío): el Dolor total llevado hasta el sacrificio. 
               
               Has  visto mis sufrimientos, dirigidos a hacer reparación por vuestras culpas. Nada  en mi Cuerpo ha estado exento de ellos, porque nada en el hombre está exento de  culpas, y todas las partes de vuestro yo físico y moral -ese yo que Dios os ha  dado con una perfección de obra divina y que vosotros habéis degradado con la  culpa del progenitor y con vuestras tendencias al mal, con vuestra voluntad  mala-son instrumentos de los que os servís para cumplir el pecado. 
               
               Pero  Yo he venido para cancelar los efectos del pecado con mi Sangre y mi dolor,  lavando en ellos cada una de vuestras partes físicas y morales, para  purificarlas y fortalecerlas contra las tendencias culpables. 
               
               Mis  Manos fueron heridas y aprisionadas, después de haberse cansado llevando la  Cruz, para reparar por todos los delitos cometidos con la mano del hombre.  Desde los verdaderos actos de sujetar y usar un arma contra un hermano,  haciéndoos así Caínes, hasta de robar o escribir acusaciones falsas o llevar a  cabo actos contrarios al respeto de vuestro cuerpo o del cuerpo ajeno, o de  estar ociosos en una holgazanería que es terreno propicio para vuestros vicios.  Por las ilícitas libertades de vuestras manos, he dejado crucificar las mías,  clavándolas al madero, privándolas de todo movimiento más que lícito y  necesario. 
             Los  Pies de vuestro Salvador, después de haberse fatigado y herido en las piedras  de mi camino de Pasión, fueron traspasados, inmovilizados, para hacer  reparación por todo el mal que vosotros hacéis con los pies, haciendo de ellos  el medio para ir a vuestros delitos, hurtos, fornicaciones. He marcado las  calles, las plazas, las casas, las escaleras de Jerusalén, para purificar todas  las calles, las plazas, las escaleras, las casas de la tierra, de todo el mal  que dentro y fuera de ellas había nacido, todo lo que había sido sembrado y  sería sembrado, en los siglos pasados y en los futuros, por vuestra mala  voluntad obediente a las instigaciones de Satanás. 
               
               Mi  Carne se manchó, recibió contusiones y heridas, para castigar en mí todo el  culto exagerado, la idolatría, que vosotros ofrecéis a esta carne y a la de  quien amáis, por capricho sensual o incluso por afecto, que en sí no es  reprobable, pero que lo hacéis reprobable al amar a un padre, a un cónyuge, a  un hijo o a un hermano, más que a Dios. 
             No.  Por encima de cualquier amor y vínculo terrenos está, debe estar, el amor al  Señor Dios vuestro. Ninguno, ningún otro afecto de ser superior a éste. Amad a  los vuestros en Dios, no por encima de Dios. Amad con todo vuestro ser a Dios.  Ello no absorberá vuestro amor hasta el punto de haceros indiferentes para con  los vuestros; antes al contrario, la perfección tomada de Dios -quien ama a  Dios tiene en sí a Dios y, teniendo a Dios, tiene la Perfección-alimentará  vuestro amor hacia ellos. 
             Yo  hice de mi Carne una llaga para extraer de las vuestras el veneno de la  sensualidad, del no pudor, del no respeto, de la ambición y admiración por la  carne destinada a volver al polvo. No es dando culto a la carne como se lleva  la carne a la belleza; antes bien, es con el desapego de ella con lo que se le  da la Belleza eterna en el Cielo de Dios. Mi Cabeza fue torturada con mil  torturas (golpes, sol, gritos, espinas) para hacer reparación por las culpas de  vuestra mente. Soberbia, impaciencia, insoportabilidad, falta de aguante,  pululan en vuestro cerebro como terreno fungífero. Yo hice de él un órgano  torturado, cerrado dentro de un arca decorada con sangre, para hacer reparación  por todo lo que brota de vuestro pensamiento. 
             Has  visto la única corona que Yo he querido: una corona que sólo un loco o un  torturado pueden llevar. Ninguno, que sea sano de mente (humanamente hablando)  y que esté en posesión de su libertad, se impone. Pero a mí me consideraban  loco, y loco, sobrenaturalmente, divinamente loco lo era, queriendo morir por  vosotros -que no me amáis o que me amáis tan poco-, queriendo morir para vencer  al Mal en vosotros, sabiendo que lo amáis más que a Dios. Y estuve a merced del  hombre; y prisionero del hombre, condenado suyo. Yo, Dios, condenado por el  hombre. 
             ¡Cuántas  impaciencias tenéis, por naderías; cuántas incompatibilidades, por bagatelas;  cuántas exasperaciones, por simples malestares! Mirad a vuestro Salvador.  Meditad en lo exasperante que debían ser esas punzadas continuas en nuevos  sitios, esos enredos en los mechones del cabello, ese desplazamiento continuo  sin posibilitar mover la cabeza, apoyarla, en ningún modo que no produjera  tormento. 
               
               Pensad en lo que debieron significar para mi Cabeza torturada,  dolorida, febril, los gritos de la muchedumbre, los golpes en la cabeza, el sol  abrasador. Reflexionad en el dolor que debía tener en mi pobre cerebro, que  había ido a la agonía del Viernes convertido ya por entero en un dolor por el  esfuerzo sufrido durante la noche del Jueves; en mi pobre cerebro al que le  subía la fiebre de todo el Cuerpo lacerado y de las intoxicaciones provocadas  por las torturas. 
               
               Y,  en la Cabeza, también los ojos tuvieron su parte, y la boca, y la nariz y la  lengua. Para hacer reparación por vuestras miradas tan amantes de ver lo malo y  tan olvidadas de buscar a Dios; para hacer reparación por las demasiadas y  demasiado embusteras y sucias y lujuriosas palabras que decís en vez de usar  los labios para orar, para enseñar, para confortar. Y recibieron su tortura la  nariz y la lengua para hacer reparación por vuestra avidez gustativa y por  vuestra sensualidad olfativa, por las cuales cometéis imperfecciones que son  terreno para más graves culpas, y cometéis pecados con la avidez de alimentos  superfluos sin tener piedad de los que tienen hambre, de alimentos que os  podéis permitir, muchas veces recurriendo a medios ilícitos de ganancia. 
             Mis  entrañas no quedaron exentas de sufrimiento. Ninguna de ellas. Sofocación y tos  para los pulmones, los cuales, por la bárbara flagelación recibida, estaban  contusos, y edemáticos por la postura en la cruz; congoja y dolor en el  corazón, que había sido desplazado y estaba enfermo, por causa de la cruel  flagelación, y del dolor moral que había precedido a ésta, por el esfuerzo de  la subida bajo la pesada carga del madero y por la anemia consiguiente a toda  la sangre que ya había vertido. El hígado congestionado, el bazo congestionado,  los riñones contusos y congestionados. 
             Has  visto la corona de moratones que estaba alrededor mis riñones. Vuestros  científicos, para dar una prueba para vuestra incredulidad respecto a esa  prueba de mis padecimientos que es la Sábana Santa (se conserva y venera en  Turín: para los escritos valtortianos, es auténtica), explican que la  sangre, el sudor cadavérico y la urea de un cuerpo ultrafatigado pudieron,  mezclándose con los ungüentos, producir esa pintura natural de mi Cuerpo  extinto y torturado. 
             Mejor  sería creer sin tener necesidad de tantas pruebas para creer. Mejor sería  decir: "Esto es obra de Dios" y bendecir a Dios, que os ha concedido  disponer de la prueba irrefutable de mi Crucifixión y de las torturas que la  precedieron. 
               
               Pero,  dado que, ahora, no sabéis ya creer con la sencillez de los niños, sino que  tenéis necesidad de pruebas científicas pobre fe vuestra que sin el apoyo y el  acicate de la ciencia no sabe mantenerse en pie y caminar-, sabed que las  atroces contusiones de mis riñones fueron el agente químico más potente en el  milagro de la Sábana Santa. Mis riñones, casi rotos por los azotes, ya no  pudieron trabajar.
               
Como los de los que han ardido en una llamarada, no fueron  capaces de filtrar, y la urea se acumuló y se esparció en mi sangre, en cuerpo,  produciendo los sufrimientos de la intoxicación urémica y el reactivo que,  rezumando de mi cadáver, fijó la imagen en la tela. Pero los que de entre  vosotros son médicos, o los que de entre vosotros están enfermos de uremia,  pueden comprender qué sufrimientos debieron producirme las toxinas urémicas,  tan abundantes como para ser capaces de producir una huella indeleble.
             La  sed. ¡Qué tortura, la sed! Y, a pesar de todo, ya has visto que no hubo ni  siquiera uno, de entre tantos, que supiera en aquellas horas darme una gota de  agua. Desde después de la Cena, no tuve ninguna confortación. Y la fiebre, el  sol, el calor, el polvo, el desangramiento, producían mucha sed a vuestro Salvador. 
             Has  visto que rechacé el vino mirrado. No quería atenuaciones de mi sufrimiento.  Cuando nos hemos ofrecido como víctimas, tenemos que serlo sin transacciones  piadosas, sin arreglos, sin atenuaciones. Es necesario beber el cáliz como se  nos da. Saborear el vinagre y la hiel, hasta la hez. No el vino con añadido de  drogas que produce una mitigación del dolor. 
             ¡Oh,  muy severo es el sino victimal! ¡Pero, bienaventurado el que lo elige como  suyo! 
               Esto  respecto al sufrimiento de tu Jesús en su Cuerpo inocente. Y no te hablo de las  torturas de mi sentimiento hacia mi Madre y hacia su dolor. Se requería ese  dolor. Pero para mí fue la congoja más cruel. ¡Sólo el Padre sabe lo que sufrió  su Verbo en el espíritu, en lo moral y en lo físico! Y la presencia de mi  Madre, aunque fue la cosa más deseada por mi corazón, que tenía necesidad de  esa confortación en la soledad infinita que lo rodeaba, infinita, soledad  procedente de Dios y de los hombres, fue tortura. 
             Ella  debía estar allí, ángel de carne, para impedir el asalto de la desesperación,  de la misma forma que el ángel espiritual la había impedido en el Getsemaní;  debía estar allí para unir mi Dolor con el suyo para vuestra Redención; debía  estar allí para recibir la investidura de Madre del género humano. Pero verla  morir a cada uno de mis estremecimientos fue mi mayor dolor. Ni siquiera la  traición, ni siquiera el saber que mi Sacrificio sería inútil para muchos –  esos dos dolores que pocas horas antes me habían parecido tan grandes que me  habían hecho sudar sangre-, eran comparables a éste.  
             Pero  tú has visto lo grande que fue María en aquella hora. La congoja no le impidió  ser mucho más fuerte que Judit. Ésta mató (Judit 13). María se dejó  matar a través de su Hijo. Y ni imprecó ni odió. Oró, amó, obedeció. Siempre  Madre, hasta el punto de pensar, en medio esas torturas, que su Jesús tenía  necesidad de su velo virginal para cubrir sus carnes inocentes, para defensa de  su pudor, supo al mismo tiempo ser Hija del Padre de los Cielos y obedecer a la  tremenda voluntad del Padre en
             aquella  hora. No imprecó, no se rebeló; ni contra Dios ni contra los hombres: a éstos  los perdonó; a Aquél le dijo “Fiat”. También después la has oído: "¡Padre,  te amo, y Tú nos has amado!". Recuerda y proclama que Dios la ha amado y  le renueva su acto de amor. ¡En aquella hora! Después de que el Padre la había  traspasado y privado de su razón de ser. Lo ama. 
               
               No dice: "Ya no te amo  por haber descargado tu mano sobre mí". Lo ama. Y no se aflige por el propio dolor, sino por el que sufre su Hijo. No grita por el propio corazón  quebrantado, sino por mi corazón traspasado. De esto pide razón al Padre, no  del propio dolor. Pide razón al Padre en nombre del Hijo de ambos. 
               
               Ella  es auténticamente la Esposa de Dios. Ella es auténticamente la que concibió por  unión con Dios. Sabe que a su Hijo no lo engendró un contacto humano, sino que  fue solamente Fuego que descendió del Cielo para entrar en su seno inmaculado y  depositar en él el Germen divino, la Carne del Hombre-Dios, del Dios-Hombre, del  Redentor del mundo. Ella lo sabe, y como Esposa y Madre pide razón de esa  herida. Las otras debían producirse. Pero ésta, cuando todo estaba  cumplido, ¿por qué? 
               
  ¡Pobre  Mamá! Hubo un porqué que tu dolor no te ha permitido leer en mi  herida. Y ese porqué fue el que los hombres vieran el Corazón de Dios. Tú lo  has visto, María. Y no lo olvidarás nunca. 
             Pero  ya ves que María, a pesar de no ver en ese momento las razones sobrenaturales  de esa herida, enseguida piensa que no me ha hecho daño, y por ella bendice a  Dios. No se preocupa del mucho daño que esa herida le haya hecho a Ella; no me  ha hecho daño a mí, y eso le basta y le sirve para bendecir a Dios, a ese Dios  que la inmola. Lo único que pide es un poco de confortación para no morir. Es  necesaria para la naciente Iglesia de la que ha sido creada Madre pocas horas  antes.
               
La Iglesia, como un recién nacido, necesita cuidado y leche maternos.  María dará esto a la Iglesia sosteniendo a los apóstoles, hablándoles del  Salvador, orando por la Iglesia. ¿Pero cómo podría hacerlo si expirara esa  noche? La Iglesia, a la que le quedan pocos días para estar ya sin quien es su  Cabeza, se quedaría huérfana del todo si además expirara la Madre. Y la suerte  de los recién nacidos huérfanos es siempre precaria. 
             Dios  nunca defrauda una justa oración y conforta a los hijos suyos que en Él  esperan. María lo experimenta en el consuelo de la Verónica. Ella, la pobre  Mamá, había imprimido en sus ojos la efigie de mi Rostro apagado. No podía  resistir verlo. No es su Jesús ese Jesús envejecido, hinchado, con esos ojos  cerrados que ya no la miran, con esa boca torcida que ni le habla ni le sonríe.  El de la Verónica es un rostro de Jesús vivo; doliente, herido, pero todavía  vivo. Su mirada la mira, su boca parece decirle: "¡Mamá!". Su sonrisa  la saluda todavía. 
             ¡Oh,  María! Busca a Jesús en tu dolor. Él vendrá siempre y te mirará, te llamará, te  sonreirá. Compartiremos el dolor, ¡pero estaremos unidos! 
             Juan,  oh pequeño Juan, compartió con María y Jesús el dolor. Sé siempre como Juan.  También en esto. Ya te lo he dicho: "No serás grande por las  contemplaciones y los dictados -esto es mío-, sino por tu amor; y el amor más  alto está en compartir el dolor". Esto proporciona la manera de intuir  hasta los más pequeños deseos de Dios y hacerlos realidad a pesar de todos los  obstáculos. 
             Mira  con qué viva y delicada sensibilidad Juan actúa desde la noche del Jueves hasta  la del Viernes. Y pasada esa noche. Pero, observémoslo en aquellas horas. 
               Un  momento de desconcierto. Una hora de pesantez. Pero, una vez superado el sueño  con la agitación de la captura, y esa agitación con el amor, viene, trayéndose  tras sí a Pedro, para que el Maestro sienta confortación al ver a la Cabeza de  los apóstoles y al Predilecto de entre los Apóstoles. 
             Y  luego piensa en la Madre, a quien algún cruel puede gritar que su Hijo ha sido  capturado. Y va donde Ella. No sabe que María ya vive la congoja del Hijo y  que, mientras los apóstoles dormían, Ella velaba y oraba, agonizando con su  Hijo. Él no lo sabe. Y va donde Ella y la prepara para la noticia. 
             Y  luego hace de enlace entre la casa de Caifás y el Pretorio, entre la casa de  Caifás y el palacio de Herodes, y otra vez va de la casa de Caifás al Pretorio.  Hacer eso esa mañana, cruzando por entre la muchedumbre ebria de odio, con un  atuendo que lo delata como galileo, no es una cosa cómoda. Pero el amor lo  sostiene, y Juan no piensa en sí mismo, sino en los dolores de Jesús y de la  Madre. Podría ser apedreado por ser seguidor del Nazareno. No importa. Desafía todo.  Los otros han huido, están escondidos: la prudencia y el miedo los guían. A él  lo guía el amor, y se queda y se muestra. Es un hombre puro. El amor  prospera en la pureza. 
             Y  si su piedad y su buen sentido de lugareño lo inducen a mantener a María alejada  de la multitud y del Pretorio -no sabe que María participa de todas las  torturas de su Hijo padeciéndolas espiritualmente-, cuando juzga que ha llegado  la hora en que Jesús necesita a su Madre y que no es lícito tener más tiempo a  la Madre separada del Hijo, la lleva a Él, la sostiene, la defiende. 
               
               ¿Qué  es ese puñado de personas fieles (un hombre solo, indefenso, joven, sin  autoridad, a la cabeza de unas pocas mujeres) contra toda una muchedumbre  embrutecida? Nada. Un montoncito de hojas que el viento puede desparramar. Una  barquichuela en un océano borrascoso que puede sumergirla. No importa. El  amor es su fuerza y su vela. Éste es su arma, y con éste protege a la Mujer  y a las mujeres hasta el final. 
             Juan  poseyó el amor de compasión como nadie más en el mundo, excepción hecha de mi  Madre. Juan es el príncipe de los que aman con este amor. Es tu maestro en  esto. Sigue el ejemplo que te da de pureza y caridad, y serás grande. 
             Y,  dado que preveo las observaciones de los demasiados Tomases (incrédulos) y de  los demasiados escribas de ahora sobre una frase de este dictado, que parece  contrastar con el sorbo de agua ofrecido por Longinos... -¡oh, cómo gozarían  los negadores de lo sobrenatural, los racionalistas de la perfección al revés,  si pudieran encontrar una fisura en el magnífico complejo de esta obra de  bondad divina y sacrificio tuyo, pequeño Juan, para poder, haciendo palanca en  esa fisura con el pico de su mortífero racionalismo, provocar el derrumbamiento  de todo!-previniendo a éstos, digo y explico. 
             Aquel  pobre sorbo de agua -una gota en el incendio de la fiebre y en la sequedad de  las venas vaciadas-tomado por amor a un alma a la que había que persuadir de  amor para llevarla a la Verdad, tomado con suma fatiga en medio del jadeo agudo  que me estrangulaba la respiración y obstaculizaba la deglución -tan  quebrantado estaba por los atroces azotes-no proporcionó más alivio que el  sobrenatural. 
               
               Desde el punto de vista de la carne no fue nada, por no decir un  tormento... Ríos habrían sido necesarios para mi sed de entonces... Y no podía  beber por el jadeo del dolor precordial. Y tú sabes lo que es este dolor...  Ríos habrían sido necesarios después... y no me fueron dados. Y tampoco hubiera  podido aceptarlos por el sofoco cada vez más fuerte. ¡Pero cuánto alivio  habrían procurado a mi Corazón si me hubieran sido ofrecidos! Era de amor de lo  que moría. De amor no dado. La piedad es amor. Y en Israel no hubo piedad. 
               
               Cuando contempláis, vosotros los buenos, o  analizáis, vosotros los escépticos, aquel "sorbo", dadle su justo  nombre: "piedad", no bebida. Puede, por tanto, decirse, sin incurrir  por ello en falsedad, que "desde la Cena no recibí alivio". De toda  la masa que me circundaba, no hubo ni uno que me procurase alivio, considerando  que el vino drogado no quise sorberlo. Recibí vinagre y burlas. Recibí  traiciones y golpes. Eso es lo que recibí. Nada más.