608- La vía dolorosa del Pretorio al Calvario
             
             Jesús,  tras su condena a muerte, permanece en el atrio, custodiado por los soldados,  esperando la cruz. Pasa un poco de tiempo así. No más de media hora incluso  menos. 
               
               Luego, Longinos, encargado de presidir la ejecución da sus órdenes. 
               
               Pero,  antes de que conduzcan a Jesús a la calle para recibir la cruz y ponerse en  camino, Longinos, que lo ha mirado dos 
o tres veces con una  curiosidad que ya se tiñe de compasión, y con esa mirada práctica de la persona  que no es nueva en determinadas cosas, se acerca con un soldado y ofrece a  Jesús un alivio: una copa de vino, creo (porque vierte de una cantimplora  militar un líquido blondo-róseo claro). 
-Te  confortará. Debes tener sed. Y fuera hace sol. El camino es largo. 
Pero  Jesús responde: 
-Que  Dios te premie por tu piedad, pero no te prives tú de ello. 
-Yo  estoy sano y fuerte... Tú... No me privo... Y además... aunque así fuera, lo  haría con gusto, por confortarte... Un sorbo... para que yo vea que no  aborreces a los paganos. 
Jesús  no insiste en rechazarlo y bebe un sorbo de esa bebida. Tiene ya desatadas las  manos. Tampoco tiene ya la caña ni la clámide. Así que puede beber sin ayuda.  Luego ya no quiere más, a pesar de que esa bebida fresca y buena debe  significar un gran alivio de la fiebre, que empieza a manifestarse en unas  estrías rojas que se encienden en las pálidas mejillas y en los labios secos,  agrietados.  
             -Toma,  toma. Es agua y miel. Da fuerzas. Calma la sed... Me produces compasión...  sí... compasión... No eres Tú hebreo al que habría que matar... ¡En fin!... Yo  no te odio... y trataré de hacerte sufrir sólo lo inevitable. 
               Pero  Jesús no bebe otra vez... Verdaderamente tiene sed... 
               
               Esa tremenda sed de las  personas exangües y de los que tienen fiebre... Sabe que no es bebida que contenga  narcótico y bebería con ganas. Pero no quiere sufrir menos. Y yo  comprendo -por luz interna, como lo que acabo de decir-que aún más que el agua  melar le alivia la piedad del romano. 
             -Que  Dios te bendiga por este alivio -dice. Y sonríe. Todavía sonríe... una sonrisa  lastimosa, con esa boca suya hinchada, herida, que a duras penas puede  contraerse (es que también, entre la nariz y el pómulo derecho se está  hinchando mucho la fuerte contusión del golpe que ha recibido en el patio  interior después de la flagelación). Llegan los dos ladrones, cada uno de ellos  rodeados por una decuria de soldados. 
             Es  hora de ponerse en marcha. Longinos da las últimas órdenes. Una centuria se  dispone en dos filas, distantes unos tres metros entre ellas, y sale así a la  plaza, donde otra centuria ha formado un cuadrado para contener a la gente, de  forma que no obstaculice a la comitiva. En la pequeña plaza ya hay hombres a  caballo: una decuria de caballería mandada por un joven suboficial que lleva  las enseñas. Un soldado de a pie lleva de la brida el caballo negro del  centurión. Longinos sube a la silla y va a su lugar, unos dos metros por  delante de los once de a caballo. 
               
               Traen  las cruces. Las de los dos ladrones son más cortas; la de Jesús, mucho más  larga. Según mi apreciación, el palo vertical no tiene menos de cuatro metros. 
               
               Veo  que la traen ya formada. Sobre esto leí -cuando leía... o sea, hace años-que la  cruz fue compuesta en la cima del Gólgota. Que a largo del camino los  condenados llevaban sólo los dos palos, en haz, sobre los hombros. 
               
               Todo es  posible. Pero yo veo una auténtica cruz, bien armada, sólida, perfectamente  encajada en la intersección de los dos brazos y bien reforzada con clavos y  tuercas en aquéllos. Efectivamente, si pensamos que estaba destinada a sostener  un peso considerable, como es el cuerpo de un adulto, incluso en las  convulsiones finales, también de considerable fuerza, se comprende que no  podían improvisarla en la estrecha e incómoda cima del Calvario. 
               
               Antes  de darle la cruz, le pasan a Jesús, por el cuello, la tabla con la inscripción "Jesús  Nazareno Rey de los Judíos". Y la cuerda que la sujeta se engancha en  la corona, que se mueve y que araña donde no estaba ya arañado, y que penetra  en otros sitios, causando nuevo dolor, haciendo brotar más sangre. La gente se  ríe, de sádica alegría, e insulta y blasfema. 
               
               Ya  están preparados. Longinos da la orden de marcha: 
               -Primero  el Nazareno, detrás los dos ladrones. Una decuria alrededor de cada uno,  haciendo de ala y refuerzo. Será responsable el soldado que no impida agresión  mortal a los condenados. 
               
               Jesús  baja los tres peldaños que conectan el vestíbulo con la plaza. Y se ve,  inmediatamente, que está muy debilitado. Se tambalea al bajar los tres  peldaños: estorbado por la cruz, que calca en el hombro, llagado del todo;  estorbado por la tabla de la inscripción, que oscila delante y va serrando en  el cuello; estorbado por los vaivenes imprimidos al cuerpo por el largo palo de  la cruz, que bota en los peldaños y en las escabrosidades del suelo. 
               
               Los  judíos se ríen viéndolo tambalearse como si estuviera borracho, y gritan a los  soldados: 
               
               -¡Empujadlo,  para que se caiga! ¡Que muerda el polvo el blasfemo! 
               
               Pero  los soldados se limitan a cumplir con su deber, o sea, ordenan al Condenado que  se ponga en el centro de la calle y camine. 
               
               Longinos  aguija al caballo y la comitiva empieza a moverse con lentitud. Longinos  quisiera acortar, tomando el camino más breve para ir al Gólgota, porque no  está seguro de la resistencia del Condenado. Pero esta gentuza furiosa -y  llamarlos "gentuza" es incluso honroso-no quiere que se haga así.
               
Los  más zorros ya se han apresurado a adelantarse, hasta la bifurcación de la calle  (una parte va hacia las murallas, la otra hacia la ciudad), y se amotinan y  gritan cuando ven que Longinos trata de tomar la de las murallas. 
               
               -¡No  te está permitido! ¡No te está permitido! ¡Es ilegal! ¡La Ley dice que los  condenados deben ser vistos desde la ciudad donde pecaron! 
               
               Los  judíos que van en la cola de la comitiva se percatan de que delante se intenta  privarlos de un derecho, y unen sus gritos a los de sus compinches. 
               
               Intentando  calmar los ánimos, Longinos tuerce por la vía que va hacia la ciudad, y recorre  un trecho de aquélla. Pero hace señas a un decurión de que se acerque (digo  "decurión" porque es el suboficial, pero quizás es --diríamos  nosotros-su oficial de ordenanza) y le dice algo reservadamente. 
               
               Éste vuelve  hacia atrás al trote y, a medida que va llegando a la altura de cada uno de los  jefes de decuria, transmite la orden. Luego vuelve donde Longinos para informar  de que la orden está cumplida. Acto seguido se pone en el sitio en que estaba:  en la fila, detrás de Longinos. 
               
               Jesús  camina jadeante. Cada bache del camino es una insidia para su pie incierto, una  tortura para su espalda lacerada, para su cabeza coronada de espinas y herida  por un Sol cenital exageradamente caliente que de vez en cuando se esconde tras  un entrecielo plúmbeo de nubes, pero que, aun oculto, no deja de abrasar. 
               
               Está  congestionado por la fatiga, la fiebre y el calor. 
               
               Pienso que también la luz y  los gritos deben torturarlo, y, si bien no puede taparse los oídos para no oír  esos gritos descompuestos, sí que cierra los ojos para no ver la vía  deslumbradora de sol... Pero se ve obligado a abrirlos, porque tropieza en  piedras y pisa en baches, y cada tropezón es causa de dolor porque mueve  bruscamente la cruz, que choca con la corona, que se descoloca en el hombro  llagado y extiende la llaga y hace aumentar el dolor. 
               
               Los  judíos ya no pueden golpearle directamente. Pero todavía le alcanza alguna  piedra y algún golpe con algún palo: lo primero, en las plazas llenas de gente;  lo segundo, en las vueltas, por las callejuelas hechas de escalones que suben y  bajan, ora uno, ora tres, ora más, por los continuos desniveles de la ciudad.  En esos lugares la comitiva, por fuerza, aminora el paso y siempre hay alguno  dispuesto a desafiar a las lanzas romanas con tal de dar un nuevo retoque a esa  obra maestra de tortura que ya es Jesús. 
             Los  soldados, como pueden, lo defienden. Pero incluso al querer defenderlo lo  golpean, porque las largas astas de las lanzas, blandidas en tan poco espacio,  le golpean y le hacen tropezar. Pero, llegados a un determinado lugar, los  soldados hacen una maniobra impecable y, a pesar de los gritos y las amenazas,  la comitiva tuerce bruscamente por una calle que va directamente hacia las  murallas, cuesta abajo, una calle que acorta mucho el camino hacia el lugar del  suplicio. 
               
               Jesús  jadea cada vez más. El sudor surca su rostro, junto con la sangre que rezuma de  las heridas de la corona de espinas. El polvo se adhiere a este rostro húmedo  poniéndole extrañas manchas. Y es que ahora también hace viento: sucesión de  ráfagas separadas por largos intervalos en que se deposita el polvo  -introduciéndose en los ojos y en las gargantas-que la racha ha levantado  formando torbellinos cargados de detritos. 
               
               Junto  a la puerta Judicial está ya apiñada una multitud: son los que han tenido la  previsión de buscarse con tiempo un buen sitio para ver. Pero, poco antes de  llegar a ella, Jesús ya da señales de no tenerse en pie. Sólo la rápida  intervención de un soldado -contra el que Jesús casi se derrumba-impide que  vaya al suelo. La chusma se ríe y grita: 
               
               -¡Déjalo!  Decía a todos: "Levántate". Pues que ahora se levante Él... 
               
               Al  otro lado de la puerta hay un pequeño torrente y un puentecito. Nuevo esfuerzo  para Jesús el pasar por esas tablas separadas en que rebota aún más fuertemente  el largo palo de la cruz. Y nueva mina de proyectiles para los judíos: vuelan  piedras del torrente que golpean al pobre Mártir... 
               
               Empieza  la subida del Calvario. Es un camino desnudo que acomete directamente la  subida, pavimentado con piedras no unidas, sin un hilo de sombra. 
               
               Respecto  a este punto, cuando leía, también leí que el Calvario tenía pocos metros de  altura. Bueno, pues, será así... Ciertamente, no es una montaña; pero una  colina, sí; en cualquier caso, no es más bajo que, respecto a los Lungarni, el  monte donde está la basílica de San Miniato, en Florencia.
               
Alguno dirá:  "¡Poca cosa!". Sí, para uno sano y fuerte es poca cosa. Pero basta  tener el corazón débil para sentir si es poca o mucha... Yo sé que, cuando se  me enfermó el corazón, aunque todavía fuera en forma benigna, ya no podía subir  aquella cuesta sin sufrir mucho y teniendo que pararme cada poco... y no tenía  ningún peso a la espalda. Y creo que Jesús después de la flagelación y el sudor  de sangre debía tener el corazón muy mal... y no tengo en cuenta más que estas  dos cosas. 
               
               Jesús,  por tanto, subiendo y con el peso de la cruz -que siendo tan larga debe pesar  mucho-, sufre agudamente. 
               
               Encuentra  una piedra saliente. Estando agotado, levanta muy poco el pie, y tropieza. Cae  sobre la rodilla derecha. De todas formas, logra sujetarse con la mano  izquierda. La gente grita de contento... Se pone en pie de nuevo. Continúa.  Cada vez más encorvado y jadeante, congestionado, febril... 
               
               El  cartel, que le va bailando delante, le obstaculiza la visión. La túnica, que,  ahora que va encorvado, arrastra por el suelo por la parte de delante, le  estorba el paso. Tropieza otra vez y cae sobre las dos rodillas, hiriéndose de  nuevo en donde ya lo estaba; y la cruz, que se le va de las manos y cae al  suelo, tras haberle golpeado fuertemente en la espalda, le obliga a agacharse,  para levantarla, y a esforzarse en cargarla sobre las espaldas. 
               
               Mientras hace  esto, aparece netamente visible en el hombro derecho la llaga causada por el  roce de la cruz, que ha abierto las muchas llagas de los azotes y las ha  unificado en una sola que rezuma suero y sangre, de forma que la túnica blanca  está en ese sitio del todo manchada. La gente llega incluso a aplaudir por el  contento de verlo caer tan mal... 
               
               Longinos  incita a acelerar el paso, y los soldados, con golpes dados de plano con las  dagas, instan al pobre Jesús a continuar. Se reanuda la marcha, con una  lentitud cada vez mayor, a pesar de todas las incitaciones. 
               Jesús,  disponiendo de todo el camino, se tambalea tanto, que parece completamente  ebrio. Va chocándose en las dos filas de soldados, ora contra una, ora contra  otra. La gente ve esto y grita: 
               
               -¡Se  le ha subido a la cabeza su doctrina! ¡Mira, mira como se tambalea! 
               
               Y  otros -que no son pueblo, sino sacerdotes y escribas-dicen burlonamente:  -No. Son los festines, todavía humeantes, en casa de Lázaro. ¿Eran buenos?  Ahora come nuestra comida... -y otras frases parecidas. 
               
               Longinos,  que se vuelve de vez en cuando, siente compasión y ordena una parada de algunos  minutos. La chusma lo insulta tanto, que el centurión ordena a los soldados la  carga. La masa vil, ante las lanzas refulgentes y amenazadoras, se distancia  gritando, bajando sin orden ni concierto por el monte. 
             Es  aquí donde vuelvo a ver, entre la poca gente que ha quedado, al grupito de los  pastores, apareciendo tras unas ruinas (quizás de algún murete derrumbado).  Desolados, desencajados los rostros, llenos de polvo del camino, lacerados sus  vestidos, reclaman con la fuerza de sus miradas la atención de su Maestro. Y Él  vuelve la cabeza, los ve... los mira fijamente como si fueran caras de ángeles.  
               
               Parece calmar su sed y recuperar fuerzas con el llanto de ellos, y sonríe... Se  da de nuevo la orden de ponerse en marcha y Jesús pasa justamente por delante  de ellos, oyendo su llanto angustioso. Vuelve a duras penas la cabeza bajo el  yugo de la cruz y vuelve a sonreír... Sus consuelos... Diez caras... un alto  bajo el sol de fuego... 
             Y  enseguida el dolor de la tercera, completa caída. Esta vez no es que tropiece,  sino que es que cae por repentino decaimiento de las fuerzas, por síncope. Cae  a lo largo. Se golpea la cara contra las piedras desunidas. Permanece en el  suelo, bajo la cruz, que se le cae encima.
               
Los soldados tratan de levantarlo.  Pero, dado que parece muerto, van a informar al centurión. Mientras van y  vuelven, Jesús vuelve en sí y, lentamente, con la ayuda de dos soldados, de los  cuales uno levanta la cruz y el otro ayuda al Condenado a ponerse en pie, se  pone de nuevo en su lugar. Pero está totalmente agotado. 
               
               -¡Atentos  a que muera en la cruz! -grita la muchedumbre. 
               -Si  se os muere antes, responderéis ante el Procónsul. Tenedlo presente. El reo  debe llegar vivo al suplicio -dicen los jefes de los escribas a los soldados. 
             Éstos,  aunque por disciplina no hablan, los fulminan con furiosas miradas. 
             Pero  Longinos tiene el mismo miedo que los judíos de que Cristo muera por el camino,  y no quiere problemas. Sin necesidad de que nadie se lo recuerde, sabe cuál es  su deber como comandante de la ejecución, y toma las medidas oportunas al  respecto; concretamente da la orden de tomar el camino más largo, que sube en  espiral orillando el monte y que, por tanto, tiene menos desnivel,  desorientando a los judíos, los cuales ya se han adelantado presurosos por el  camino, al que han llegado desde todas las partes del monte, sudando,  arañándose al pasar junto a los escasos y espinosos matorrales de este monte  yermo y requemado, cayendo en los montones de escombros (como si fuera para  Jerusalén una escombrera), sin sentir dolor alguno, sino el de perderse un  jadeo del Mártir, una mirada suya de dolor, un gesto aun involuntario de  sufrimiento, sin sentir temor alguno, sino el de no conseguir un buen sitio. 
             El  camino tomado por Longinos parece un sendero que, a fuerza de haber sido  recorrido, se ha transformado en un camino bastante cómodo. 
               
               El  cruce de los dos caminos está localizado, aproximadamente, en la mitad del  monte. Pero observo que más arriba, en cuatro puntos, el camino directo se ve  cortado por este que asciende con menos desnivel, aunque con un recorrido mucho  más largo; y en este camino hay personas que suben, pero que no participan del  indigno jolgorio de los posesos que siguen a Jesús para gozar de sus tormentos.
               
La mayor parte son mujeres, que van llorando veladas. También algún grupito de  hombres -en verdad, muy exiguos-que, muy por delante de las mujeres, están para  desaparecer de la vista cuando el camino, en su recorrido, orillando el monte,  tuerce. 
               
               Aquí  el Calvario tiene una especie de punta en su caprichosa estructura: de forma de  morro por una parte, escarpada por la otra. 
               
               Los  hombres desaparecen tras la punta rocosa y los pierdo de vista. 
               
               La  gente que seguía a Jesús grita de rabia. Era más bonito para ellos verlo caer.  Con repugnantes imprecaciones contra el Condenado y contra el que lo guía,  parte de ellos se ponen a seguir a la comitiva judicial, y otra parte prosigue,  casi corriendo, hacia arriba por el camino empinado, para desquitarse, con un  magnífico puesto en la cima, de la desilusión que han experimentado. 
               
               Las  mujeres, que van llorando se vuelven al oír los gritos, y ven que la comitiva  tuerce por ahí. Se detienen entonces, y, temiendo que los violentos judíos las  arrojen ladera abajo, se pegan bien al monte. Cubren aún más su cara con los  velos. Una va completamente velada, como una musulmana, dejando descubiertos  sólo los ojos, negrísimos. 
               
               Van muy ricamente vestidas, custodiadas por un viejo  robusto cuya cara, yendo él todo envuelto en su capa, no distingo; veo sólo su  larga barba, más blanca que negra, por fuera de su oscurísima y grande capa. 
             Cuando  Jesús llega a su altura, ellas lloran más fuerte y se inclinan con profunda  reverencia. Luego se aproximan resueltamente. Los soldados quisieran  mantenerlas a distancia sirviéndose de las astas. Pero la que estaba del todo  tapada como una musulmana aparta un instante el velo ante el alférez, que ha  llegado a caballo para ver qué obstáculo nuevo es éste. Y el alférez da la  orden de dejarla pasar.
               
No puedo ver ni su cara ni su vestido, porque ha  apartado el velo con la rapidez de un relámpago y el vestido está enteramente  oculto bajo un manto largo que llega hasta los pies, un manto tupido y  completamente cerrado por una serie de hebillas. La mano que un instante sale  para apartar el velo es blanca y hermosa; y es, junto con los negrísimos ojos,  la única cosa que se ve de esta alta dama, que, sin duda, es persona  influyente, a juzgar por la forma en que el lugarteniente de Longinos la  obedece. 
             Se  acercan a Jesús llorando y se arrodillan a sus pies mientras Él se detiene  jadeante... Jesús, a pesar de todo, sabe sonreír a estas mujeres compasivas y  al hombre que las escolta, que se descubre para mostrar que es Jonatán. Pero a  él los soldados no lo dejan pasar; sólo a las mujeres. 
               
               Una  de ellas es Juana de Cusa, y está más maltrecha que cuando agonizaba. De rojo  presenta sólo los surcos del llanto. Todo el resto de la cara es níveo, con  esos dulces ojos negros que, tan empañados como están, parecen ahora de un  violeta oscurísimo, como ciertas flores. Tiene en su mano un ánfora de plata, y  se la ofrece a Jesús, el cual no la acepta. Pero es que, además, su jadeo es  tan fuerte, que ni siquiera podría beber.
               
Con la mano izquierda se seca el  sudor y la sangre que le caen en los ojos y que, deslizándose por las mejillas  lívidas y por el cuello (cuyas venas están túrgidas con el afanoso palpitar del  corazón), humedecen toda la pechera de la túnica. 
               
               Otra  mujer -a su lado tiene una joven sirviente-abre una arqueta que ésta lleva en  los brazos y saca un lienzo finísimo, cuadrado, que le ofrece al Redentor.  Jesús lo acepta. Y, dado que no puede por sí solo con una mano, esta mujer  compasiva le ayuda a ponérselo en el rostro, con cuidado de no chocar en la  corona. Y Jesús aplica el fresco lienzo a su pobre faz. Lo mantiene así como si  en ello hallara un gran alivio. 
               
               Luego  devuelve el lienzo y habla: 
               
               -Gracias,  Juana. Gracias, Nique,... Sara,... Marcela,... Elisa,... Lidia,... Ana,...  Valeria,... y a ti... Pero... no lloréis... por mí... hijas de... Jerusalén...  sino por los pecados... vuestros y... de vuestra ciudad... Da gracias...  Juana... por no tener... ya hijos... Mira... es compasión de Dios... el no...  no tener hijos... para que... sufran por... esto. Y también... tú, Isabel...  Mejor... como sucedió... que entre los deicidas... Y vosotras... madres...  llorad por... vuestros hijos, porque... esta hora no pasará... sin castigo...  ¡Y qué castigo, si esto es así para... el Inocente!... Lloraréis entonces... el  haber concebido... amamantado y el... tener todavía... a los hijos... Las  madres... en aquella hora... llorarán porque... en verdad os digo... que será  dichoso... el que en aquella hora... caiga primero... bajo los escombros... Os  bendigo... Marchaos... a casa... orad... por mí. Adiós, Jonatán...  llévatelas... 
             Y  en medio de un alto clamor de llanto femenino y de imprecaciones judías, Jesús reanuda  su camino. 
               Jesús  está otra vez todo mojado de sudor. Sudan también los soldados y los otros dos  condenados, porque el sol de este día borrascoso abrasa como el fuego, y la  ladera ardiente del monte aumenta el calor solar. 
               
               Fácil  es imaginarse lo que significará este sol en la túnica de lana de Jesús puesta  sobre las heridas de los azotes... y               horrorizarse…  Pero no emite un solo quejido. Eso sí -a pesar de que el camino esté mucho  menos empinado y no tenga esas piedras desunidas, tan peligrosas para sus pies,  que en realidad ya sólo se arrastran-, se tambalea cada vez más, y otra vez  vuelve a ir de una fila de soldados a la otra, chocándose, y encorvándose cada  vez más. 
               
               Piensan  que será una solución pasarle una cuerda por la cintura y tenerlo sujeto por  los cabos como si fueran riendas. Sí, esto lo sostiene, pero no le alivia el  peso. 
               
               Es más, la cuerda, chocando en la cruz hace que ésta se mueva  continuamente en el hombro y que golpee en la corona, que verdaderamente ha  hecho ya de la frente de Jesús un tatuaje sangrante. Además, la cuerda va  rozando la cintura, donde hay muchas heridas, y ciertamente las abrirá de  nuevo; tanto es así que la túnica blanca se tiñe, en la zona de la cintura, de  un rojo pálido. Por ayudarle, le hacen sufrir más todavía.  
             El  camino prosigue. Dobla la ladera del monte. Vuelve casi al frente, hacia el  camino escarpado. Aquí está María con Juan. Yo diría que Juan la ha llevado a  ese lugar de sombra, detrás de la escarpa del monte, para procurarle un poco de  alivio. Es la parte más abrupta, sólo orillada por ese camino. Hacia arriba y  hacia abajo, la ladera, sea hacia arriba, sea hacia abajo, tiene áspero  declive, de forma que, por este motivo, los crueles judíos la han descartado.
               
Allí hay sombra porque yo diría que es la parte septentrional. Y María, estando  pegada al monte, se ve al amparo del sol. Está apoyada en la ladera térrea; de  pie, pero ya exhausta. Jadea también ella, pálida como una muerta, con su  vestido azul oscurísimo, casi negro. Juan la mira con una piedad desolada.  También él ha perdido todo rastro de color y está térreo. Sus ojos, cansados y  abiertísimos. Despeinado. Ahondados los carrillos, como por enfermedad. 
             Las otras mujeres  (María y Marta de Lázaro, María de Alfeo y de Zebedeo, Susana de Caná, la dueña  de la casa y otras que no conozco) están en medio del camino y observan si  viene el Salvador.
               
Y, cuando ven que llega Longinos, se acercan a María para  avisarle. Entonces María, sujetada de un codo por Juan, majestuosa en medio de  su dolor, se separa de la pared del monte y se pone resueltamente en medio del  camino, apartándose sólo cuando llega Longinos, quien desde su caballo negro  mira a esta pálida Mujer y a su acompañante rubio, pálido, de mansos ojos de  cielo como Ella.
Y Longinos menea la cabeza mientras la sobrepasa seguido por  los once que van a caballo. María trata de pasar por entre los soldados de a  pie. Pero éstos, que tienen calor y prisa, tratan de rechazarla con las lanzas  (y mucho más si se considera que desde el camino solado vuelan piedras como  protesta contra tantos gestos de compasión). Son los judíos, que siguen  imprecando por la pausa causada por las pías mujeres. Dicen: 
               
               -¡Rápido!  Mañana es Pascua. ¡Hay que acabar todo esto antes de que anochezca! ¡Cómplices!  ¡Burladores de nuestra Ley! ¡Opresores! ¡Muerte a los invasores y a su Cristo!  ¡Lo quieren! ¡Fijaos cómo lo quieren! ¡Pues lleváoslo! ¡Metedlo en vuestra  maldita Urbe! ¡Os lo cedemos! ¡Nosotros no queremos tenerlo! ¡Las carroñas para  las carroñas! ¡Las lepras para los leprosos! 
             Longinos  se cansa y espolea al caballo, seguido por los diez lanceros, contra la jauría  insultante, que por segunda vez huye. Y, haciendo esto, Longinos ve parado un  pequeño carro (sin duda, ha subido desde los huertos que están al pie del  monte), un pequeño carro que espera con su carga de verduras a que pase la  turba para bajar a la ciudad.
               
Creo que un poco de curiosidad propia y de los  hijos ha hecho al Cireneo subir hasta allí, porque de ninguna manera tenía  necesidad de hacerlo. Los dos hijos, tumbados encima del montón glauco de las  verduras, miran cómo huyen los judíos y se ríen de ellos. El hombre, sin  embargo, un hombre robustísimo de unos cuarenta o cincuenta años, en pie, junto  al burro que, asustado, trata de recular, mira atentamente hacia la comitiva. 
               
               Longinos  lo mira detenidamente. Piensa que le puede servir. Ordena: 
               -Hombre,  ven aquí. 
               
               El  Cireneo finge no oír. Pero con Longinos no se juega. Repite la orden de una  forma que el hombre lanza los ramales a uno de sus hijos y se acerca. 
               
               -¿Ves  a ese hombre? -pregunta. Y al decirlo se vuelve para señalar a Jesús. Y, en  esto, ve a María, suplicando a los soldados que la dejen pasar. Siente  compasión de ella y grita: 
               
               -¡Dejad  pasar a la Mujer! 
               
               Luego  vuelve a hablarle al Cireneo: 
               
               -No  puede proseguir cargado así. Tú eres fuerte. Toma su cruz y llévala por Él  hasta la cima. 
               
               -No  puedo... Tengo el burro... es rebelde... Los chicos no saben dominarlo... 
               Pero  Longinos dice: 
               
               -Ve,  si no quieres perder el asno y ganarte veinte golpes de castigo. 
               
               El  Cireneo ya no se atreve a oponer más resistencia. Da una voz a los muchachos: 
               -Id  a casa. Pronto. Decid que llego enseguida -luego se acerca a Jesús. 
               
               Llega  en el preciso momento en que Jesús se vuelve hacia su Madre -sólo entonces Él  la ve venir, y es que caminaba tan encorvado y con los ojos tan cerrados, que  era como si estuviera ciego-, y grita: 
               -¡Mamá! 
               
               Es  la primera palabra que expresa su sufrimiento, desde cuando está siendo  torturado. Y es que en ese grito se contiene la confesión de todo su tremendo dolor,  de cada uno de sus dolores, de espíritu, de su parte moral, de su carne.
               
Es el  grito desgarrado y desgarrador de un niño que muere solo, entre verdugos, entre  las peores torturas... y que hasta de su propia respiración siente miedo. Es el  lamento de un niño delirante angustiado por visiones de pesadilla... Y llama a  la madre, a la madre, porque sólo el fresco beso de ella calma el ardor de la  fiebre, y su voz ahuyenta a los fantasmas, y su abrazo hace menos temible la  muerte... 
               
               María  se lleva la mano al corazón como si hubiera sentido una puñalada. Se tambalea  levemente. Pero se recupera, acelera el paso y, mientras va hacia su Criatura  lacerada tendiendo hacia Él los brazos, grita: 
               -¡Hijo! 
               
               Pero  lo dice de una forma tal, que el que no tiene corazón de hiena lo siente  traspasado por ese dolor. 
               
               Veo  que incluso entre los romanos -y son hombres de armas, no noveles en materia de  muertes, marcados por cicatrices...-hay un impulso de piedad. Y es que la  palabra "¡Mamá!" y la palabra "¡Hijo!" conservan siempre su  valor y lo conservan para todos aquellos que -lo repito-no son peores que las  hienas, y son pronunciadas y comprendidas en todas partes, y en todas partes  provocan olas de piedad... 
                            El  Cireneo siente esta piedad... Y dado que ve que María no puede, a causa de la  cruz, abrazar a su Hijo y que después de haber tendido los brazos los deja caer  de nuevo convencida de no poder hacerlo -y se limita a mirarlo, queriendo  expresar una sonrisa, una sonrisa que es martirial, para infundirle ánimo,  mientras sus temblorosos labios beben el llanto; y Él, torciendo la cabeza bajo  el yugo de la cruz, trata, a su vez, de sonreírle y de enviarle un beso con los  pobres labios heridos y abiertos por los golpes y la fiebre-, pues se apresura  a quitar la cruz (y lo hace con delicadeza de padre, para no chocar con la  corona o rozar las llagas). 
               
               Pero  María no puede besar a su Criatura... Hasta el más leve toque sería una tortura  en esa carne lacerada. María se abstiene de hacerlo, y, además... los  sentimientos más santos tienen un pudor profundo, requieren respeto o, al  menos, compasión, mientras que aquí lo que hay es curiosidad y, sobre todo,  escarnio: se besan sólo las dos almas angustiadas. 
               
               La  comitiva, que se pone de nuevo en marcha, movida por las ondas del gentío furibundo  que desde atrás empuja, los separa, y aparta a la Madre -blanco de las burlas  de todo un pueblo-contra la pared del monte... 
               
               Ahora,  detrás de Jesús, va el Cireneo con la cruz. Jesús, libre de ese peso, prosigue  mejor. Jadea fuertemente, se lleva frecuentemente la mano al corazón, como  sintiendo un gran dolor, como si tuviera ahí una herida, en la región  esternocardiaca; y ahora, que puede hacerlo por no tener atadas las manos, se  echa hacia atrás, hasta por detrás de las orejas, el pelo que le caía por  delante empapado de sangre y sudor, para sentir aire en su cara cianótica, y se  desata el cordón del cuello por la dificultad de respiración... Pero puede  andar mejor. 
               
               María  se ha retirado con las mujeres. Se pone al final de la comitiva una vez que  ésta ha pasado, y luego, por un atajo, se dirige hacia la cima del monte,  desafiando las injurias de la chusma inhumana. 
               
               Ahora  que Jesús está libre, recorren con bastante brevedad la última espira del  monte. Ya están cercanos a la cima, toda llena de gentío vociferante. 
               
               Longinos  se detiene y da la orden de que todos, implacablemente, sean apartados  más hacia abajo, para que la cima, lugar de ejecución, esté libre. Y media  centuria pone por obra la orden: vienen al sitio y rechazan sin piedad a todos  los que allí se encuentran, haciendo uso para ello de dagas y astas. Bajo la  granizada de cimbronazos y palos, los judíos de la cima huyen. Intentan  colocarse en la explanada que está más abajo; pero los que ya están en ella no  ceden, siendo así que se encienden riñas furibundas entre la gente. Parecen  todos locos. 
               
               El  Calvario, en su cima, tiene la forma de un trapecio irregular levemente más  alto por un lado tras el cual el monte desciende a pico hasta más de la mitad  de su ladera. 
               
               En este espacio están ya preparados tres agujeros profundos,  recubiertos por dentro de ladrillo o pizarra; en definitiva, hechos con este  fin concreto. Al lado de ellos hay piedras y tierra ya preparadas para calzar  las cruces. De otros agujeros, sin embargo, no han sacado las piedras. Se ve  que los van vaciando según el número que se requiere cada vez. 
               
               Más  abajo de la cima trapezoidal, por la parte en que el monte no desciende con  fuerte desnivel, hay una especie de plataforma que constituye un rellano de  suave declive. De éste salen dos anchos senderos que bordean la cima, quedando  así ésta aislada por todos los lados y elevada al menos dos metros. 
               
               Los  soldados que han apartado de la cima a la gente dominan con persuasivos golpes  de astas las riñas y abren paso para que la comitiva pueda marchar sin  obstáculos en el último trecho del camino. Y quedan allí formando cordón  mientras los tres condenados encuadrados por los soldados de a caballo y  protegidos por la otra media centuria por detrás, llegan hasta el punto en que  los detienen: al pie de ese palco natural elevado que es la cima del Gólgota. 
               
               Mientras  se desarrollan estos hechos, advierto la presencia de las Marías. Un poco  detrás de ellas, están Juana de Cusa y otras cuatro de las damas de antes. Las  otras se han marchado. Deben haberse ido solas, porque Jonatán está ahí, detrás  de su señora. Ya no está la mujer a la que nosotros llamamos Verónica y Jesús  ha llamado Nique, y, lo mismo que ella, falta también su doméstica; y tampoco  está la mujer que iba completamente velada y fue obedecida por los soldados.  Veo a Juana, a la anciana de nombre Elisa, a Ana (es la dueña de aquella casa a  donde Jesús iba durante la vendimia del primer año) y a otras dos que no sé  identificar mejor. 
               
               Detrás  de estas mujeres y de las Marías, veo a José y a Simón de Alfeo, y a Alfeo de  Sara junto con el grupo de los pastores. Han peleado con los que querían  cerrarles el paso y los insultaban, y la fuerza de estos hombres, multiplicada  por el amor y el dolor, ha sido tan violenta que han vencido y han creado una  semicírculo libre contra el que los vilísimos judíos no se atreven sino a  lanzar gritos de muerte y a amenazar con los puños; no más, porque los cayados  de los pastores son nudosos y pesados y a estos jabatos -no hablo impropiamente  llamándolos así, porque se requiere un gran valor para enfrentarse a toda una  población hostil, siendo pocos, conocidos como galileos o seguidores del  Galileo-no les falta ni fuerza ni tino. ¡Es el único punto de todo el Calvario  donde no se blasfema contra el Cristo! 
             El  monte hormiguea de gente en los tres lados que no descienden con fuerte  declive. Ya no se ve la tierra amarillenta y desnuda, la cual, bajo el sol que  aparece y se oculta, parece un prado florecido lleno de corolas de todos los  colores, debido a que está cubierta por una gran cantidad de gorros y mantos de  esos sádicos. Pasado el torrente, por el camino, más gente; dentro del recinto  de las murallas, más gente; en las terrazas, más gente. El resto de la ciudad,  despoblado... vacío... silencioso: todo está aquí, todo el amor y todo el odio;  todo el Silencio que ama y perdona, todo el Clamor que odia e impreca. 
             Mientras  los hombres encargados de la ejecución preparan sus instrumentos y terminan de  vaciar los agujeros, y mientras los condenados esperan en el centro de su  cuadrado, los judíos, refugiados en el ángulo opuesto a las Marías, insultan a  éstas, y también a la Madre: 
               -¡Muerte  a los galileos! ¡Muerte! ¡Galileos! ¡Galileos! ¡Malditos! ¡Muerte al blasfemo  galileo! ¡Clavad en la cruz también al vientre que lo llevó! ¡Fuera las víboras  que dan a luz a los demonios! ¡Muerte a ellas! ¡Limpiad Israel de las hembras  que se unen con el macho cabrío!... 
             Longinos,  que ha desmontado del caballo, se vuelve y ve a la Madre... Ordena que se haga  cesar ese barullo... La media centuria que estaba detrás de los condenados  carga contra la chusma y libera del todo el rellano inferior. Y los judíos se  echan a correr por el monte, pisándose unos a otros. Echan pie a tierra también  los otros soldados. Uno de ellos toma los once caballos además del del  centurión y los lleva a la sombra, a espaldas de una ladera del monte. 
             El  centurión se encamina hacia la cima. Juana de Cusa se acerca a él, lo para; le  da el ánfora y una bolsa, luego se retira llorando, y va al saliente del monte,  donde están las otras. 
               
               Arriba  está todo preparado. Se hace subir a los condenados. Jesús pasa otra vez cerca  de su Madre, la cual emite un gemido que Ella misma trata de ahogar llevándose  a la boca el manto. 
               
               Los  judíos ven esto y se ríen, y se burlan. Juan, el manso Juan, que tiene un brazo  pasado por los hombros de María para sostenerla, se vuelve con una mirada  fiera, una mirada incluso fosforescente; si no debiera tutelar a las mujeres,  yo creo que cogería a alguno de esos cobardes por el cuello. 
               
               En  cuanto llegan los condenados al palco malhadado, los soldados circundan la  explanada por tres de sus lados. Sólo queda vacío el lado que desciende a pico. 
               
               El  centurión da al Cireneo la orden de que se vaya. Y éste se marcha, a  regañadientes ahora. No diría que por sadismo, sino por amor. Tanto es así, que  se para junto a los galileos y comparte con ellos los insultos que la  muchedumbre propina a este escuálido grupo de fieles del Cristo. 
               
               Los  dos ladrones, blasfemando, arrojan al suelo sus cruces. Jesús calla. 
               
               La  vía dolorosa ha terminado.