36- La Sagrada Familia en Egipto. 
               Una lección para las familias.              
            
             25 de Enero de 1944 (12 de la noche). 
               
La  suave visión de la Sagrada Familia. El lugar está en Egipto. No tengo dudas de  ello porque veo el desierto y una pirámide. 
Veo  una casucha de un solo piso, el bajo, toda blanca. Una pobre casa de una muy  pobre gente. Las paredes están apenas revocadas y cubiertas de una mano de cal.  La casita tiene dos puertas, una junto a la otra, que introducen en sus dos  únicas habitaciones, en las que, por ahora, no entro. La casita está en medio  de un pedazo de tierra arenosa rodeada por una protección de cañas hincadas en  el suelo: una protección muy débil contra los ladrones; puede servir sólo como  defensa contra algún perro o gato vagabundo. Claro, ¿a quién le van a venir  ganas de robar donde se ve que no hay ni sombra de riqueza?
Esta  poca tierra que el seto de cañas limita ha sido cultivada pacientemente como  una pequeña huerta, a pesar de ser árida y poco fértil. Para hacer más tupido y  menos escuálido el seto, han traído unas plantas trepadoras, que me parecen  modestos convólvulos. Sólo en uno de los lados, hay un arbusto de jazmines en  flor y una mata de rosas de las más comunes. En la huertecilla, en los pocos  cuadros del centro, noto que hay unas modestísimas verduras, bajo un árbol  dejado crecer libremente, que no sé qué clase de árbol es, y que da un poco de  sombra al terreno soleado y a la casita. A este árbol está atada una cabrita  blanca y negra, que está comiendo y rumiando las hojas de algunas ramas dejadas  caer al suelo. 
Allí  cerca, sobre una estera extendida en el suelo, está el Niño Jesús. Me da la  impresión de que tiene unos dos años, o dos años y medio como mucho. Está  jugando con unos pedacitos de madera tallados, que parecen ovejitas o caballitos,  y con unas virutas de madera de color claro, menos rizadas que sus bucles de  oro. Con sus manitas regordetas está tratando de poner estos collares de madera  en el cuello de sus animalitos. 
Está  tranquilo y sonriente. Muy guapo. Una cabecita toda de bucles de oro muy  tupidos; piel clara y delicadamente rosácea; ojitos vivos, brillantes, de color  azul intenso. La expresión, naturalmente, es distinta, pero reconozco el color  de los ojos de mi Jesús (dos zafiros oscuros y bellísimos).  
             Viste  una especie de larga camisita blanca, que será, sin duda, su túnica; con las  mangas hasta el codo. Los pies, en este momento, al desnudo. Las diminutas  sandalias están sobre la estera y juega también con ellas el Niño: mete en la  suela sus animalitos, y tira de la correa de la sandalia, como si fuera un  carrito. Son unas sandalias muy sencillas: una suela y dos correas, que salen:  una, de la puntera; otra, del talón; la de la puntera tiene un punto en que se  bifurca y una parte pasa por el ojo de la correa del talón para anudarse luego  con la otra parte, formando un anillo en la garganta del pie. 
               
               Un  poco separada — también a la sombra del árbol — está la Virgen. Está tejiendo  en un tosco telar; mientras, vigila al Niño. Veo que las finas y blancas manos  van y vienen entramando, y el pie, calzado con sandalia, mueve el pedal. La  viste una túnica de color flor de malva, un violeta rosáceo, como el de ciertas  amatistas.
               
Tiene la cabeza descubierta, con lo cual puedo ver cómo sus cabellos  rubios están separados en dos en la cabeza y peinados sencillamente con dos  trenzas que a la altura de la nuca le forman un bonito moño. Las mangas de la  túnica son largas y más bien estrechas. No lleva ningún adorno, aparte de su  belleza y de su expresión dulcísima. El color del rostro, del pelo y de los  ojos, la forma de la cara, son como siempre que la veo. Aquí parece  jovencísima. Aparenta apenas veinte años. 
               
               En  un momento dado se levanta; se inclina hacia el Niño y, cuidadosamente, le pone  otra vez las sandalias y se las ata; lo acaricia y lo besa en la cabecita y en  los ojitos. 
               
               El Niño farfulla unas palabras y Ella responde, pero no entiendo  las palabras. Luego vuelve a su telar, extiende sobre la tela y sobre la trama  un paño, coge la banqueta en que estaba sentada y se la lleva a la casa. El  Niño la sigue con la mirada, sin importunarla cuando Ella lo deja solo. 
               
               Se  ve que el trabajo ha terminado y que empieza a caer la tarde. En efecto, el Sol  baja hacia las arenas desnudas y un verdadero fuego invade el cielo detrás de  la pirámide lejana. 
               
               María  vuelve. Coge de la mano a Jesús para que se levante de la esterilla. El Niño  obedece sin resistencia. Mientras su Mamá está re-cogiendo los juguetes y la  estera y llevando esas cosas a casa, Él corre hacia la cabrita con un  trotecillo de sus bien torneadas piernecitas, y le echa los bracitos al cuello.  La cabrita bala y frota su morrito en los hombros de Jesús. 
               
               María  vuelve. Tiene ahora un largo velo sobre la cabeza y una ánfora en la mano. Coge  a Jesús de la manita y se encaminan los dos, rodeando la casa, hacia la otra  fachada. 
               
               Yo  los sigo, admirando la gracia de la escena: la 'Virgen conformando su paso al  del Niño, y el Niño a su lado dando saltitos o pasitos rápidos. Veo cómo se  alzan y se posan los rosados talones, con la gracia propia de los pasos de los  niños, sobre la arena del senderillo. Me doy cuenta de que su túnica no le  llega a los pies, sino sólo hasta la mitad del muslo. Es primorosa,  sencillísima, y está sujeta a la cintura por un cordoncito también blanco. 
               
               Veo  que en la parte delantera de la casa el seto está interrumpido por una tosca  cancilla; María la abre para salir al camino (un mísero camino al extremo de  una ciudad — o pueblo —, donde el centro habitado termina en el campo abierto,  que aquí está constituido de arena y alguna que otra casita, pobre como ésta,  con alguna que otra mísera huerta). 
               
               No  veo a nadie. María mira hacia el centro, no hacia el campo, como si esperara a  alguien, luego se dirige a un pilón — 
               o pozo — que está a unos  cuantos metros más arriba, sombreado en círculo por palmeras. Y veo que el  terreno en ese lugar tiene hierba verde. 
               
               Veo  que se acerca por el camino un hombre; no demasiado alto, pero robusto.  Reconozco en él a José. Viene sonriente. Es más joven que cuando lo vi en la  visión del Paraíso. Aparenta como mucho cuarenta años. Su pelo y barba son  tupidos y negros; la piel, más bien tostada; los ojos, oscuros. Un rostro  honesto y agradable, un rostro que inspira confianza. 
               
               Al  ver a Jesús y a María acelera el paso. Trae sobre el hombro izquierdo una  especie de sierra y una especie de cepillo de carpintero, y en la mano otras  herramientas del oficio, no iguales que las de ahora, pero sí muy parecidas.  Parece como si estuviera regresando de haber hecho algún trabajo en casa de  alguno. Su vestido es de un color entre avellana y marrón; no muy largo — le  llega sólo hasta un buen trozo por encima del tobillo —, con las mangas cortas,  hasta el codo. Lleva a la cintura una correa de cuero — me parece —. Se trata  de un vestido típicamente de trabajo. Calzan sus pies unas sandalias cruzadas a  la altura del tobillo. 
               
               María  sonríe y el Niño emite unos grititos de alegría mientras tiende hacia adelante  su bracito libre. Cuando se encuentran los tres, José se inclina para ofrecerle  al Niño un fruto — por el color y la forma, creo que es una manzana —. Luego le  tiende los brazos y el Niño deja a su Mamá y se acurruca entre los brazos de  José, e inclina su cabecita para apoyarla en la cavidad que forma el cuello de  él. José besa a Jesús y Jesús besa a José. Una acción llena de afectuosa  gracia. 
               
               Me  he olvidado de decir que María, diligentemente, había cogido las herramientas  de trabajo de José para que pudiera abrazar al Niño sin ningún estorbo. 
               
               Luego  José, que se había acuclillado para ponerse a la altura de Jesús, se alza de  nuevo. Coge sus herramientas con la mano izquierda y mantiene al pequeño Jesús  estrechado contra su robusto pecho con la derecha; así, se encamina hacia la  casa mientras María va a  la fuente a llenar  su ánfora. 
               
               Entrado  en el recinto de la casa, José baja al suelo al Niño, coge el telar de María y  lo lleva a casa; luego ordeña a la cabrita. Jesús observa atentamente estas  operaciones, como también la de encerrar a la cabrita en un cuartito hecho en  uno de los lados de la casa. 
               Se  pone la tarde. Veo el rojo del ocaso hacerse violáceo sobre la arena que parece  temblar por el calor; y la pirámide parece más oscura. 
               
               José  entra en la casa, en una habitación que debe ser taller, cocina y comedor al  mismo tiempo. Se ve que el otro cuarto es el destinado al descanso; pero en él  yo no entro. Hay una tenue lumbre encendida. Hay un banco de carpintero, una  pequeña mesa, unas banquetas, unas repisas donde están los pocos platos y vasos  que tienen y también dos lámparas de aceite. En uno de los rincones, el telar  de María. Y... mucho, mucho orden y limpieza; es una morada pobrísima, pero  está limpísima. 
               
               Quisiera  hacer esta observación: en todas las visiones que tienen por objeto la vida  humana de Jesús, he notado que, tanto El, como María, como José, como Juan,  tienen siempre en orden y limpios el vestido y la cabeza; vestidos modestos,  peinados sencillos pero de una limpieza que les hace aparecer señoriales. 
             María  vuelve con el ánfora. Ha llegado rápido el crepúsculo. Cierran la puerta. Una  lamparita, que José ha encendido y colocado sobre su banco, da claridad a la  habitación; encorvado hacia éste, él sigue trabajando, en unas pequeñas tablas.  Mientras tanto María prepara la cena. También la lumbre da claridad a la  habitación. Jesús, con sus manitas apoyadas en el  banco y con la cabecita mirando hacia arriba,  observa lo que hace José. 
               Luego  se sientan a la mesa después de haber rezado. No se hacen — es natural — el  signo de la cruz, pero rezan; José dirige la oración, María responde. No  entiendo las palabras. Debe ser un salmo. Lo dicen en una lengua que me es  totalmente desconocida. 
               
               Se  sientan a cenar. Ahora la lamparita está encima de la mesa. María tiene a Jesús  en su regazo y le da a beber la leche de la cabrita y moja en la leche unas  rebanadas de un pan pequeño y de forma redondeada, de corteza y miga duras.  Parece un pan hecho con centeno y cebada. Tiene mucho salvado, claro, porque es  pan moreno. Entre tanto, José come pan y queso: una raja delgada de queso y  mucho pan. Luego María sienta a Jesús en una banquetita que está a su lado y  trae a la mesa unas verduras cocidas — creo que están hervidas y condimentadas  en la forma en que normalmente hacemos nosotros — y, después de servirse José,  también las come Ella. Jesús mordisquea tranquilo su manzana, y descubre  sonriendo sus dientecitos blancos. La cena termina con unas aceitunas o  dátiles. No sé bien, porque, para ser aceitunas, son demasiado claras, pero,  para ser dátiles, son demasiado duros. Vino, nada. Es una cena de gente pobre. 
               
               Pero  tanta es la paz que se respira en esta habitación, que no podría dármela igual  la visión de ningún pomposo palacio. ¡Y cuánta armonía! 
               
               Dice  Jesús:   
               -La  lección, para ti y para los demás, está en las cosas que has visto. Es una  lección de humildad, de resignación y de armonía. Sirva de ejemplo a todas las  familias cristianas, y, de forma particular, a las que viven en este peculiar y  doloroso momento. 
               
               Has  visto una casa pobre; una casa pobre — y esto es lo doloroso — en un país  extranjero. 
               
               Muchos,  sólo por el hecho de ser unos fieles "pasables", que rezan y me  reciben a mí bajo las especies eucarísticas, que rezan y comulgan por  "sus" necesidades, no por las necesidades de las almas y para la  gloria de Dios — porque es muy raro el que al orar no sea egoísta —, muchos,  sólo por este hecho, esperan poder disfrutar de una vida material fácil al  amparo del más mínimo dolor, de una vida próspera y feliz. 
               
               José  y María me tenían a mí, Dios verdadero, como Hijo suyo, y, no obstante, no  tuvieron ni siquiera ese mínimo bien de ser pobres en su patria, en el país  donde se los conocía; donde, por lo menos, tenían una casita "suya" y  al menos la preocupación del alojamiento no añadía angustia a las muchas otras,  en el país en que, por ser conocidos, habría sido más fácil encontrar trabajo y  proveer a las necesidades de la vida. Son dos expatriados precisamente por  tenerme a mí. Un clima distinto, un país distinto — ¡y tan triste respecto a  los dulces campos de Galilea! —, lengua distinta, costumbres distintas, allí, entre  una gente que no los conocía y que, como es normal entre los pueblos,  desconfiaban de expatriados y desconocidos. 
               
               Les  faltaban los queridos y cómodos muebles de "su" casita, y esas otras  muchas cosas, humildes pero necesarias, que allí había y que entonces no  parecían tan necesarias, mientras que aquí, rodeados de esta nada, habrían  parecido incluso bonitas (como lo superfluo que hace deliciosas las casas de  los ricos). Sentían la nostalgia de la tierra y de la casa, y la preocupación  de esas pobres cosas dejadas allí, de la huertecita que quizás ninguno  cuidaría, de la vid y de la higuera y de las otras plantas útiles. Les  apremiaba la necesidad de conseguir el alimento cotidiano, el vestido, el fuego  todos los días; y la necesidad de atenderme a mí, un Niño, al cual no se le  podía dar la comida que a sí mismo uno puede darse. Y tenían el corazón lleno  de pesares: por las nostalgias, la incógnita del mañana, la desconfianza de la  gente, reacia como es, especialmente en los primeros momentos, a acoger ofertas  de trabajo de dos desconocidos.
               
               Y  a pesar de todo, ya has visto cómo en esta morada se respira serenidad,  sonrisa, concordia; y cómo, de común acuerdo, se trata de embellecerla —  incluso la mísera huertecita — para que se asemeje más a la que han dejado y  para hacerla más confortable. Y cómo en ellos hay un solo pensamiento: hacerme  esa tierra menos hostil, a mí, Santo; hacerme esa tierra menos mísera, a mí,  que vengo de Dios.
               
Es un amor de creyentes y de padres, que se manifiesta en  mil cuidados, que van desde la cabrita — comprada con muchas horas extra de  trabajo — hasta los juguetitos tallados en la madera que sobraba, o hasta esa  fruta cogida sólo para mí, negándose a sí mismos un bocado. 
  ¡Oh,  amado padre mío de la Tierra, cuánto te ha querido Dios, Dios Padre en las  Alturas; Dios Hijo, que se ha hecho Salvador, en la Tierra! 
  
               En  esta casa no hay nerviosismos, caras largas o sombrías, como no hay tampoco el  echarse en cara recíprocamente nada, y mucho menos a Dios, que no los ha  colmado de bienestar material. José no acusa a María de ser causa de su  incomodidad, como tampoco María acusa a José de no saberle dar un mayor  bienestar. Se aman santamente, eso es todo, y, por tanto, su preocupación no es  el propio bienestar, sino el del cónyuge. El verdadero amor no conoce egoísmo.  El verdadero amor es siempre casto, aunque no sea perfecto en la castidad como  el de los dos esposos vírgenes. La castidad unida a la caridad conlleva todo un  bagaje de otras virtudes y, por tanto, hace, de dos que se aman castamente, dos  cónyuges perfectos.
               
               El  amor de mi Madre y de José era perfecto. Por tanto era impulso de todas las  virtudes, especialmente de la caridad para con Dios, que en todo momento era  bendecido, a pesar de que su santa voluntad resultase penosa para la carne y  para el corazón; era bendecido porque por encima de la carne y del corazón, en  estos dos santos, vivía y dominaba más intensamente el espíritu, el cual  magnificaba agradecido al Señor por haberlos elegido para ser los custodios de  su eterno Hijo. 
               
               En  aquella casa se hacía oración. Demasiado poco se reza en las casas ahora. Se  levanta el día y desciende la noche, empezáis a trabajar y os sentáis a la  mesa... sin un pensamiento para el Señor, que os ha permitido ver un nuevo día,  que os ha permitido llegar a una nueva noche, que ha bendecido vuestros  esfuerzos y ha concedido que éstos os fueran medio para obtener ese alimento,  ese fuego, esos vestidos, ese techo que, sí, también le son necesarios a  vuestra condición humana.  
  
               Siempre  es "bueno" lo que viene de Dios, que es bueno. Aunque ello sea pobre  y escaso, el amor le da sabor y sustancia; ese amor que os hace ver en el  eterno Creador al Padre que os ama. 
               
               En  aquella casa había frugalidad. La habría habido aunque el dinero no hubiera  faltado. Se comía para vivir, no para gozo de la gula con la insaciabilidad de  los comilones y los caprichos de los glotones, que se llenan hasta rebosar o  desperdician dinero en alimentos caros sin pensar siquiera en quien escasea de  comida o no la tiene, sin reflexionar en que si fueran moderados ellos muchos  podrían ser aliviados de las dentelladas del hambre. 
               
               En  aquella casa había amor por el trabajo. Este amor hubiera existido aunque el  dinero hubiera abundado; porque, trabajando, el hombre obedece al mandato de  Dios y se libera del vicio que, cual tenaz hiedra, aprieta y ahoga a los  ociosos, que son como bloques de piedra inmóviles. Bueno es el alimento, sereno  es el descanso, contento se siente el corazón, cuando uno ha trabajado bien y  disfruta de su tiempo de reposo entre un trabajo y otro. El vicio, con sus  múltiples facetas, no arraiga ni en la casa ni en la mente de quien ama el  trabajo; al no arraigar el vicio, prospera el afecto, la estima, el respeto  mutuo, y crecen los tiernos vástagos en un ambiente puro, viniendo a ser así a  su vez origen de futuras familias santas. 
               
               En  aquella casa reinaba la humildad. ¡Cuán vasta lección de humildad para  vosotros, soberbios! María habría tenido, humanamente, miles de motivos para  ensoberbecerse y para obtener que el cónyuge la adorase. Muchas mujeres lo  hacen, y sólo por ser un poco más cultas, o de ascendencia más noble, o más  acaudaladas que el marido. María es Esposa y Madre de Dios, y, sin embargo,  sirve — no se hace servir — al cónyuge, y es toda amor para con él. José es la  cabeza en esa casa; ha sido juzgado por Dios digno de ser cabeza de familia, de  recibir de Dios al Verbo encarnado y a la Esposa del Espíritu Santo para  custodiarlos. Y, con todo, se muestra solícito en aligerar a María de esfuerzos  y labores, y se ocupa de los más humildes quehaceres que puede haber en una  casa, para que María no se fatigue; y no sólo esto, sino que, como puede, en la  medida de sus posibilidades, la alivia y se las ingenia para hacerle cómoda la  casa y alegre de flores la pequeña huerta. 
               
               En  aquella casa se respetaba el orden: sobrenatural, moral y material. Dios, como  Señor supremo que es, recibe culto y amor: éste es el orden sobrenatural. José  es el cabeza de familia, y recibe afecto, respeto y obediencia: orden moral. La  casa es un don de Dios, como también el vestido y los enseres; en todas las  cosas se manifiesta la Providencia de Dios, de ese Dios que proporciona la lana  a las ovejas, plumas a los pájaros, hierba a los prados, heno a los animales,  semillas y ramas a las aves; de ese Dios que teje el vestido del lirio de los  valles. Casa, vestido, enseres: estas cosas hay que recibirlas con gratitud,  bendiciendo la mano divina que las otorga, tratándolas con respeto, como don  del  Señor; no mirándolas, porque sean  pobres, con enfado; y sin maltratarlas abusando de la Providencia: éste es el  orden material. 
                            No  has comprendido la conversación en dialecto nazareno, ni tampoco las palabras  de la oración, pero las cosas que has visto han servido de gran lección.  ¡Meditadla, vosotros, los que tanto sufrís ahora por haber faltado en tantas  cosas a Dios, incluso en aquellas en que jamás faltaron los santos Esposos que  me fueron Madre y padre! 
               Y tú regocíjate con el recuerdo del pequeño Jesús;  sonríe pensando en sus pasitos infantiles. Dentro de poco le verás caminar bajo  una cruz; entonces será una visión de llanto.