22- Las jornadas en Hebrón. Los frutos de la caridad de María hacia Isabel.              
            
             Veo  a María cosiendo sentada en la sala de la planta baja. Parece que es por la  mañana. Isabel va y viene, ocupándose de la casa. Cada vez que entra, se acerca  a depositar una caricia en la rubia cabeza de María, más rubia aún ahora por el  contraste con las paredes; más bien oscuras, y bajo el rayo del luminoso sol  que entra por la puerta abierta que da al jardín. 
               
Isabel  se inclina a mirar el trabajo de María — es el bordado que tenía en Nazaret — y  alaba su belleza. 
-Tengo  también lino para hilar -dice María. 
-¿Para  tu Niño? 
-No.  Lo tenía ya cuando todavía no pensaba que... -María no acaba la frase, pero yo  entiendo: «... cuando todavía no pensaba que iba a ser Madre de Dios. 
-Pero  ahora tendrás que usarlo para Él. ¿Es bonito? ¿Es fino? Ya sabes que los niños  necesitan una tela suavísima. 
-Sí,  lo sé. 
-Yo  había empezado... Tarde, porque quería estar segura de que no era un engaño del  Maligno; a pesar de que... sentía en mí una alegría, tal, que, no, no podía  provenir de Satanás. Luego... he sufrido mucho. Soy vieja, María, para  encontrarme en este estado. "He sufrido mucho. Tú no sufres... 
-Yo  no. Nunca me he sentido tan bien. 
-¡Ya!  ¡Claro! En ti no hay mancha, si Dios te ha elegido para ser Madre suya. Por  tanto, no estás sujeta a los sufrimientos de Eva. El Fruto concebido en ti es  santo. 
-Es  como si tuviera un ala en el corazón y no un peso; es como llevar dentro todas  las flores y todas las avecillas que cantan en primavera, y toda la miel y todo  el sol... ¡Oh, me siento dichosa!.  
             -¡Bendita  eres! Yo también, desde que te he visto, he dejado de sentir peso, cansancio y  dolor. Me siento nueva, joven, liberada de las miserias de mi carne de mujer.  Mi hijo saltó primero dichoso ante el sonido de tu voz, luego se tranquilizó  gozoso. Y me parece como si lo llevase dentro en una cuna viva, y como si le  viera dormir completamente satisfecho y dichoso, y respirar como un pajarito  feliz bajo el ala de su madre... Ahora me voy a poner manos a la obra. No  sentiré ya el peso. Veo poco, pero... 
               
               -¡Deja,  Isabel! Me encargo yo de hilar y tejer para ti y para tu niño. Yo soy rápida y  veo bien. 
               -Pero  tendrás que ocuparte del tuyo.... 
               -¡Bueno,  hay tiempo de sobra!... Primero me ocuparé de ti, que ya vas a tener pronto al  pequeñuelo; luego de mi Jesús. 
               
               Decirle  lo dulce de la expresión y voz de María, decirle cómo se adornaran sus ojos de  un suave, dichoso llanto, cómo Ella sonríe al pronunciar este Nombre, mirando  al cielo luminoso y azul, es superior a las posibilidades humanas. Parece como  si el éxtasis la arrobara por el solo hecho de pronunciar «Jesús». 
               
               Isabel  dice: 
               -¡Qué  nombre más hermoso! ¡El Nombre del Hijo de Dios, Salvador nuestro!. 
               
               -¡Oh...,  Isabel! -María revela una expresión tristísima y ha aferrado las manos que su  parienta tenía cruzadas sobre el vientre abultado -Dime, tú que, cuando yo  llegué, fuiste investida del Espíritu del Señor y que profetizaste lo que el  mundo ignora. Dime, ¿qué tendrá que hacer para salvar al mundo mi Criatura? Los  Profetas... ¡Oh!... ¡Los Profetas que hablan del Salvador!... Isaías...  ¿recuerdas Isaías! "Él es el Varón de los dolores. Por sus moretones  recibimos la salud. Él ha sido traspasado y está llagado por nuestras  iniquidades... Plugo al Señor quebrantarlo con dolores... Tras la condena fue  levantado..." ¿De qué elevación habla? Le llaman Cordero, y yo pienso...  yo pienso en el cordero pascual, el cordero mosaico, y concateno esto con la  serpiente que Moisés levantó en una cruz. ¡Isabel!... ¡Isabel! ¿Qué le harán a  mi Criatura? ¿Qué tendrá que sufrir para salvar al mundo? -María se echa a  llorar. 
               
               Isabel  la quiere consolar diciendo: 
               -María,  no llores. Es tu Hijo, pero también es Hijo de Dios. Dios se preocupará de su  Hijo y de ti, que eres su Madre. Si bien es cierto que muchos lo tratarán  cruelmente, también lo es que otros muchos lo amarán. ¡Muchos!... Por los  siglos de los siglos. El mundo dirigirá su mirada al que de ti nacerá y, junto  con El, te bendecirá a ti, que eres Manantial de redención. ¡La suerte de tu  Hijo! Proclamado Rey de toda la creación. 
               
               Piensa en esto, María. Rey, por haber  rescatado toda la creación; como tal, será su Rey universal. Y también en la  tierra, en el tiempo, será amado. El que nacerá de mí precederá al tuyo y lo amará.  Se lo dijo el ángel a Zacarías. Él me lo escribió... ¡Qué dolor ver mudo a mi  Zacarías! De todas formas, espero que cuando nazca el niño el padre sea  liberado de este castigo. Pide tú por ello, tú que eres la Sede de la Potencia  de Dios y la Causa de la alegría del mundo. Yo, para obtener esto, como puedo  hago ofrenda de mi criatura al Señor, porque es suya, pues Él se la ha prestado  a su sierva para proporcionarle la alegría de ser llamada "madre". Es  el testimonio de cuanto Dios me ha hecho. Quiero que se llame Juan. ¿No es él,  mi niño, acaso, una gracia? Y ¿no es Dios quien me la ha dado?. 
               
               -Y  Dios — yo también estoy convencida de ello — te concederá esa gracia. Yo  oraré... contigo. 
               -¡Siento  tanto dolor viéndolo mudo!... -Isabel llora -Cuando escribe, pues ya no puede  hablarme, es como si montes y mares estuvieran entre mí y mi Zacarías. Después  de tantos años de dulces palabras, ahora sólo silencio de su boca... sobre todo  ahora, que sería verdaderamente hermoso hablar del que ha de venir. Incluso yo  misma evito hablar para no verlo cómo se fatiga respondiéndome con gestos. ¡He  llorado tanto... ! ¡Cuánto te he echado de menos! El pueblo mira, chismorrea y  critica. El mundo es así.
               
Cuando se padece una pena o se tiene una alegría,  tenemos necesidad de alguien capaz de comprender, no de criticar. 
Ahora es como  si toda la vida fuera mejor. Estoy alegre desde que llegaste; siento que mi  prueba pronto quedará superada y que pronto mi dicha será completa. Será así,  ¿no es verdad? Yo me resigno a todo, pero... ¡si Dios perdonara a mi marido!  ¡Oh, poder oírle orar de nuevo!... 
               
               María  la acaricia y la anima, y le propone, para distraerla, salir un poco al soleado  jardín. 
               Caminan  bajo una pérgola bien cuidada, hasta una torrecilla rural, en cuyos agujeros  hacen sus nidos las palomas. 
               
               María  les echa comida sonriendo, pues se le han echado encima arrullando  intensamente. Su revoloteo dibuja en torno a Ella círculos iridiscentes. Se le  posan sobre la cabeza, sobre los hombros, en los brazos y en las manos, alargando  los picos rosados para arrebatarle los granitos de la concavidad de las manos,  picoteando con gracia los róseos labios de la Virgen, y los dientes, que le  brillan con el sol. María saca de un saquito el   blondo trigo, y ríe en medio de ese carrusel de avidez impetuosa. 
               -¡Cuánto  te quieren! -dice Isabel -Pocos días llevas con nosotros y ya te quieren más  que a mí, que las he cuidado siempre. 
               
               El  paseo continúa hasta llegar a un recinto cerrado en el fondo del huerto. Hay  unas veinte cabritas con sus cabritillos. 
               -¿Has  vuelto del pasto? -pregunta María a un pastorcillo acariciándolo. 
               -Sí,  porque mi padre me ha dicho: "Vete a casa, que dentro de poco va a llover  y hay ovejas que pronto van a parir. 
               
               Preocúpate de que tengan hierba seca y  cama de paja preparada". Viene por allí -Y señala hacia más allá del  bosque, de donde llega un trémulo balitar. 
               María  acaricia a un cabritillo que se restriega en ella, rubio como un niño. Y ella e  Isabel beben la leche recién ordeñada que el pastorcillo les ofrece. 
               
               Llegan  las ovejas con un pastor hirsuto como un oso. Debe ser, no obstante, un buen  hombre porque lleva sobre sus hombros una oveja quejumbrosa. La deja en el  suelo despacio; explica que está para dar a luz un cordero, que no podía  caminar sino con dificultad, que se la ha puesto sobre los hombros y que se ha  dado una buena carrera para llegar a tiempo. Y el niño conduce al redil a la  oveja, que va cojeando a causa de los dolores. 
               
               María  se ha sentado en una piedra y juega con los cabritillos y los corderos, ofreciendo  a sus rosados morritos flores de trébol. Un cabritillo blanco y negro le pone  las patitas sobre un hombro y le olisquea los cabellos. «No es pan» dice María  riendo. «Mañana te traigo una corteza. Ahora tranquilo».  
             También  Isabel, ya sosegada, ríe. 
  "Veo  a María hilando premurosamente bajo la pérgola en que la uva aumenta de  volumen. Debe haber pasado ya un poco de tiempo, pues las manzanas comienzan a  tomar color rojo en los árboles, y las abejas zumban cerca de las flores de la  higuera ya formadas. 
               
               Isabel  está verdaderamente gruesa y camina pesadamente. María la mira con atención y  amor. También a María, que se ha levantado para recoger el huso, que se le ha  caído lejos, se la ve más llena a la altura de los costados, y su expresión ha  cambiado. Ahora es más madura. Antes era niña, ahora es mujer. 
               
               Está  anocheciendo y las mujeres entran en casa; en la habitación se encienden las  lámparas. En espera de la cena, María teje. 
               -¿No  te cansa nunca? -pregunta Isabel señalando el telar. 
               -No,  tenlo por seguro. 
               
               -A  mí este calor me deja sin fuerzas. No he vuelto a tener dolores, pero ahora el  peso es grande para mis riñones, que ya son viejos». 
               
               -¡Ánimo!  Pronto serás liberada de ese peso. ¡Qué feliz te sentirás entonces! Yo ardo en  deseos de ser madre. ¡Mi Niño, mi Jesús! ¿Cómo será? 
               -Tan  guapo como tú, María. 
               
               -¡Oh,  no! ¡Más guapo! Él es Dios, yo soy su sierva. Me refería a si será rubio o  moreno, si tendrá los ojos como el cielo sereno o como los de los ciervos de  las montañas. 
               
               Yo me le imagino más hermoso que un querubín, de cabellos rizados  y color oro; los ojos del color de nuestro mar de Galilea cuando las estrellas  empiezan a asomarse al confín del cielo; una boquita pequeñina y roja como el  corte de una granada apenas abierta por el sol que la madura; sus mejillas, un  rosáceo como éste de esta pálida rosa; dos manitas que, de lo pequeñitas y  lindas que serán, podrán estar dentro de la corola de una azucena; dos  piececitos que podrían caberme en el hueco de la mano, más delicados y lisos  que un pétalo de flor. Mira, yo pongo en la idea que me he hecho de El todo lo  que de hermoso me sugiere la tierra. Ya oigo su voz. Cuando llore — un poco  llorará por hambre 
               o por sueño mi Niño, y  ello causará siempre un gran dolor a su Mamá, que no podrá, no, no podrá oírle  llorar sin sentirse traspasar el corazón cuando llore, su voz será como ese  balido que ahora oímos, de corderito de pocas horas que está buscando la mama y  el calor de la lana materna para dormir.
               
En la risa, en esa risa que llenará de  cielo mi corazón, enamorado de mi Criatura — puedo estar enamorada de Él porque  es mi Dios, y amarle con amor de enamorada no es contravenir a mi consagrada  virginidad —, en la risa, su voz será como el zurear jubiloso de este  pichoncito, contento porque ha comido, satisfecho en el nido calentito. Pienso  en Él dando sus primeros pasos... un pajarillo saltando en un prado florido. El  prado será el corazón de su Mamá, que estará bajo sus piececitos de rosa con  todo su amor para que no encuentre nada que le produzca dolor. ¡Cuánto le voy a  querer a mi Niño, a mi Hijo! ¡Y también José lo amará! 
               -Sí,  pero tendrás que decírselo también a José. 
               Se  le nubla el rostro a María, que suspira. 
               -Tendré  que decírselo... Yo habría querido que se lo dijera el Cielo, porque es muy difícil  de decir. 
               -¿Quieres  que se lo diga yo? Lo llamamos para la circuncisión de Juan... 
               
               -No.  Mira, he dejado en manos de Dios la tarea de instruirle, y lo hará, acerca del  feliz destino de nutricio del Hijo de Dios. El Espíritu me dijo aquella tarde: "Guarda  silencio. Déjame a mí la tarea de justificarte". Y lo hará. Dios no miente  nunca. Es una gran prueba, pero con la ayuda del Eterno será superada. De mi  boca, ninguno, aparte de ti, a quien el Espíritu se lo ha revelado, debe saber  lo que la benevolencia del Señor ha hecho a su sierva. 
               
               -He  guardado silencio siempre, incluso con Zacarías, que hubiera exultado de gozo  si lo hubiera sabido. Él cree que eres madre según la naturaleza. 
               
               -Sí,  lo sé. Así lo he querido por prudencia. Los secretos de Dios son santos. El  ángel del Señor no le ha revelado a Zacarías mi maternidad divina. Habría  podido hacerlo, si Dios hubiese querido, porque Dios sabía que ya era inminente  el momento de la Encarnación de su Verbo en mí. 
               
               Pero Dios le ha tenido  escondida esta luz de gozo a 
               Zacarías, que no aceptaba, por considerarlo  imposible, vuestra paternidad y maternidad tardías. Me he puesto en sintonía  con la voluntad de Dios, y, ya ves, tú has sentido el secreto que vive en mí, y  él no ha advertido nada. Hasta que no se desprenda el diafragma de su  incredulidad ante la potencia de Dios, se verá separado de las luces  sobrenaturales. 
               
               Isabel  suspira y guarda silencio. 
               Entra  Zacarías. Ofrece unos rollos a María. Es la hora de la oración de la cena.  María reza en voz alta en vez de Zacarías. Luego se sientan a la mesa. 
               -Cuando  te marches, ¡cómo echaremos de menos el no tener quien ore en lugar de  nosotros! -dice Isabel mirando a su mudo. 
               
               -Tú  rezarás para ese entonces, Zacarías -dice María. 
  Él  menea la cabeza y escribe: «No podré volver a orar en representación de otros.  Me he hecho indigno de ello desde 
               que  dudé de Dios». -Zacarías, tú rezarás. Dios perdona. El anciano se enjuga una  lágrima y suspira. Terminada la cena, María vuelve al telar. -¡Vale ya! -dice  Isabel -Es demasiado cansancio. -Está próxima la hora, Isabel. Quiero hacerle a  tu niño un equipo digno del predecesor del Rey de la estirpe de David. Zacarías  escribe: « ¿De quién nacerá Él, y dónde?». María responde: -Donde han dicho los  Profetas, y de quien elija el Eterno. Todo lo que nuestro Señor altísimo hace  está bien hecho.  
             Zacarías  escribe: « ¡Entonces, en Belén! En Judea. Mujer, iremos a venerarlo. Tú también  vendrás con José a Belén». 
               Y  María, inclinando hacia su telar la cabeza, dice: 
               -Iré. 
               
               La  visión cesa así. 
               
               Dice  María:   
               -El  primer acto de caridad para con el prójimo ha de ejercitarse con el prójimo. No  veas en esto un juego de palabras. La caridad se tiene hacia Dios y hacia el  prójimo. En la caridad hacia el prójimo está comprendida también la que tiene  por objeto nosotros mismos. Pero, si nos amamos más que a los demás, ya no  somos caritativos, somos egoístas. Incluso en las cosas lícitas debemos ser tan  santos, que demos siempre prioridad a las necesidades de nuestro prójimo. Estad  seguros, hijos, de que Dios completa la deficiencia de los generosos con medios  de su potencia y bondad. 
               
               Esta  certeza me impulsó a ir a Hebrón para ayudar en su estado a mi parienta. Pues  bien, a este detalle mío de ayuda humana, Dios, dando sin medida como El hace,  añadió un inesperado don de ayuda sobrenatural. Yo había ido para aportar ayuda  material; Dios santificó mi recta intención haciendo, de la misma,  santificación del fruto del vientre de Isabel y anulando, a través de esta  santificación, por la cual el Bautista fue presantificado, el sufrimiento  físico de esta madura hija de Eva que había concebido a una edad inusitada. 
               
               Isabel,  mujer de fe intrépida y de confiado abandono a la voluntad de Dios, mereció  comprender el misterio encerrado en mí. El Espíritu le habló a través de ese  vuelco de su vientre. El Bautista pronunció su primer discurso de Anunciador  del Verbo a través de los velos y los diafragmas de venas y de carne que lo  separaban de su santa madre, y que a la vez la unían a ella. 
               
               No  oculté mi condición de Madre del Señor a esta mujer que merecía saberlo, a  quien además la Luz se había manifestado. Ocultarla habría sido negarle a Dios  la alabanza que era justo darle, el sentimiento de alabanza que yo llevaba en  mí y que, no pudiéndolo manifestar a nadie, lo manifestaba a la hierba, a las  flores, a las estrellas, al sol, a los canoros pájaros, a las pacientes ovejas,  a las aguas cantarinas y a la luz de oro que me besaba descendiendo del cielo.  Pero, orar dos juntos es más dulce que decir uno solo su oración. Yo hubiera  querido que el mundo entero hubiera conocido mi destino; no por mí, sino porque  todos se hubiesen unido a mí para alabar a mi Señor. 
               
               La  prudencia me prohibió revelarle a Zacarías la verdad. Habría significado ir más  allá de la obra de Dios, y, si bien era cierto que yo era su Esposa y Madre,  seguía siendo su Sierva y no debía — porque Él me había amado sin medida —  permitirme colocarme en su lugar y sobrepasar un decreto suyo. 
               
               Isabel,  en su santidad, comprendió y guardó silencio, porque el que es santo es siempre  sumiso y humilde. 
               El  don de Dios debe hacernos cada vez mejores. Cuanto más recibimos de Él, más  debemos dar, porque cuanto más recibimos, más es signo de que Él está en  nosotros y con nosotros, y cuanto más está en nosotros y con nosotros, más  debemos esforzarnos en alcanzar su perfección. 
               
               Ello  explica por qué yo, posponiendo mi labor, trabajé para Isabel. No me dejé  llevar del miedo de la falta de tiempo. Dios es dueño del tiempo, y provee a  las necesidades de quien en El espera, incluso en las cosas ordinarias. El  egoísmo no acelera, retarda; la caridad no retarda, acelera: tenedlo siempre en  cuenta. 
               
               ¡Cuánta  paz en la casa de Isabel! Si no hubiera tenido la preocupación de José y esa,  esa, esa preocupación de que mi Niño era el Redentor del mundo, me habría  sentido feliz. Pero ya la Cruz extendía su sombra sobre mi vida, ya me era  sonido fúnebre la voz de los Profetas... 
               
               Yo me llamaba María. La amargura siempre se mezclaba  con las dulzuras que Dios vertía en mi corazón, amargura que fue cada vez más  en aumento, hasta la muerte de mi Hijo. Y, no obstante, cuando Dios nos destina  a ser víctimas por su honor, ¡oh, qué dulce es ser trituradas en el molino,  como el trigo, para hacer de nuestro dolor el pan que consolide a los débiles y  los haga capaces de obtener el Cielo!