20.3 Sabio es el que sabe alcanzar
la divina gracia y la gloria
PUNTO 3
Penetrémonos bien de que el verdadero sabio es el que sabe alcanzar la divina gracia y la gloria, y roguemos al Señor nos conceda la ciencia de los Santos, que Él la da a cuantos se la piden (Sb., 10, 10).
¡Qué hermosísima ciencia la de saber amar a Dios y salvar nuestra alma!, o sea, la de acertar a escoger el camino de la eterna salvación y los medios de conseguirla. El tratado de salvación es, sin duda, el más necesario de todos. Si lo supiéramos todo, menos salvarnos, de nada nos serviría nuestro saber; seríamos para siempre infelices.
Mas, al contrario, eternamente seremos venturosos si sabemos amar a Dios, aunque ignoremos todas las demás cosas, como decía San Agustín.
Cierto día, fray Gil decía a San Buenaventura: «Dichoso vos, Padre Buenaventura, que sabéis tantas cosas. Yo, pobre ignorante, nada sé. Sin duda podréis llegar a ser más santo que yo.» «Persuadios —respondió el Santo— de que si una pobre vieja ignorante sabe amar a Dios mejor que yo, será más santa que yo.» Al oír esto, exclamó a voces al santo fray Gil:
«¡ Oh pobre viejecilla, sabe que si amas a Dios puedes ser más santa que el Padre Buenaventura !»
«¡Cuántos rústicos hay —dice San Agustín— que no saben leer, pero saben amar a Dios y se salvan, y cuántos doctos del mundo se condenan !...» (1).
¡Oh, cuan sabios fueron un San Pascual, un San Félix, capuchinos; un San Juan de Dios, aunque ignorantes de las ciencias humanas ! ¡ Cuan sabios todos aquellos que, apartándose del mundo, se encerraron en los claustros o vivieron en desiertos, como un San Benito, un San Francisco de Asís, un San Luis de Tolosa, que renunció al trono! ¡Cuan sabios tantos mártires y vírgenes que renunciaron honores, placeres y riquezas por morir por Cristo!...
Aun los mismos mundanos conocen esta verdad, y alaban y llaman dichoso al que se entrega a Dios y entiende en el negocio de la salvación del alma. En suma: a los que abandonan los bienes del mundo para darse a Dios se les llama hombres desengañados; pues ¿cómo deberemos llamar a los que dejan a Dios por los bienes del mundo?... Hombres engañados.
¡ Oh hermano mío! ¿De cuál número de ésos quisieras ser tú? Para elegir con acierto nos aconseja San Juan Crisóstomo que visitemos los cementerios (2). Gran escuela son los sepulcros para conocer la vanidad de los bienes de este mundo y para aprender la ciencia de los Santos. «Decidm —dice el Santo—: ¿sabríais distinguir allí al príncipe del noble o del letrado ?« «Yo nada veo —añade—, sino podredumbre, huesos y gusanos.» Todas las clases del mundo pasarán en breve, se disiparán como fábulas, sueños y sombras.
Mas si tú, cristiano, quieres adquirir la verdadera sabiduría, no basta que conozcas la importancia de tu fin, sino que es menester usar de los medios establecidos para conseguirlo. Todos querrían salvarse y santificarse, pero como no emplean los medios convenientes, no se santifican, y se condenan.
Preciso es huir de las ocasiones de pecar, frecuentar los sacramentos, hacer oración y, sobre todo, grabar en el corazón estas y otras análogas máximas del Evangelio: «¿Qué aprovecha el hombre si ganare todo el mundo?» (Mt., 16, 26). «Quien ama desordenadamente, su alma perderá» (Jn., 12, 25).
O sea, conviene hasta perder la vida, si fuere necesario, para salvar el alma. «Si alguno quiere venir en pos de Mí, niéguese a sí mismo» (Mt., 16, 24). Para seguir a Cristo es menester negar al amor propio las satisfacciones que exige. Nuestra salvación se funda en el cumplimiento de la divina voluntad.
(1) Surgunt indocti et rapiunt coelum.
(2) Proficiscamur ad sepulcra.
AFECTOS Y SÚPLICAS
¡Oh Padre de misericordia! Mirad mi gran miseria y compadeceos de mí. Iluminadme, Señor; haced que conozca mi pasada locura para que la llore y aprecie y ame vuestra bondad infinita.
¡Oh Jesús mío, que disteis vuestra Sangre para redimirme, no permitáis que vuelva yo a ser, como he sido, esclavo del mundo! (Sal., 73, 19). Me arrepiento, ¡oh Sumo Bien!, de haberos abandonado. Maldigo todos los momentos en que mi voluntad consintió en el pecado, y me abrazo con vuestra voluntad santísima, que sólo me desea el bien.
Concededme, Eterno Padre, por los méritos de Jesucristo, fuerza para cumplir y poner por obra cuanto os agrade, y haced que muera antes que me oponga a vuestra voluntad.
Ayudadme con vuestra gracia a cifrar en Vos solo todo mi amor, y a desasirme de todo afecto que a Vos no se encamine. Os amo, ¡oh Dios de mi alma!, os amo sobre todas las cosas, y de Vos espero todos los bienes: el perdón, la perseverancia en vuestro amor y la gloria para amaros eternamente...
¡Oh María, pedid para mí estas gracias! Nada os niega vuestro divino Hijo. Esperanza mía, confío en Vos!