11.2 Nada hay más precioso que el tiempo
PUNTO 2
Nada hay más precioso que el tiempo, ni hay cosa menos estimada ni más despreciada por los mundanos. De ello se lamentaba San Bernardo (3), y añadía: «Pasan los días de salud, y nadie piensa que esos días desaparecen y no vuelven jamás.» Ved aquel jugador que pierde días y noches en el juego.
Preguntadle qué hace, y os responderá: «Pasando el tiempo.» Ved aquel desocupado que se entretiene en la calle, quizá muchas horas, mirando a los que pasan, o hablando obscenamente o de cosas inútiles. Si le preguntan qué está haciendo, os dirá que no hace más que pasar el tiempo.
¡Pobres ciegos, que pierden tantos días, días que nunca volverán!
¡Oh tiempo despreciado!, tú serás lo que más deseen los mundanos en el trance de la muerte... Querrán otro año, otro mes, otro día más; pero no les será dado, y oirán decir que
ya no habrá más tiempo (Ap., 10, 6). ¡Cuánto no daría cualquiera de ellos para alcanzar una semana, un día de vida, y poder mejor ajustar las cuentas del alma!...
«Sólo por una hora más— dice San Lorenza Justiniano (4)— darían todos sus bienes.» Pero no obtendrán esa hora de tregua... Pronto dirá el sacerdote que los asista: «Apresúrate a salir de este mundo; ya no hay más tiempo para ti» (5).
Por eso nos exhorta el profeta (Ecl., 12, 1-2) a que nos acordemos de Dios y procuremos su gracia antes que se nos acabe la luz... ¡ Qué angustia no sentirá un viajero al advertir que perdió su camino cuando, por ser ya de noche, no sea posible poner remedio!...
Pues tal será la pena, al morir, de quien haya vivido largos años sin emplearlos en servir a Dios. Vendrá la noche cuando nadie podrá ya operar (Jn., 9,4). Entonces la muerte será para él tiempo de noche, en que nada podrá hacer. «Clamó contra mí el tiempo» (Lm., 1, 15).
La conciencia le recordará cuánto tiempo tuvo, y cómo le gastó en daño del alma; cuántas gracias recibió de Dios para santificarse, y no quiso aprovecharse de ellas; y además verá cerrada la senda para hacer el bien.
Por eso dirá gimiendo: «¡Oh, cuan loco fui!... ¡Oh tiempo perdido en que pude santificarme!... Mas no lo hice, y ahora ya no es tiempo...» ¿Y de qué servirán tales suspiros y lamentos cuando el vivir se acaba y la lámpara se va extinguiendo, y el moribundo se ve próximo al solemne instante de que depende la eternidad?
- Serm. Ad Schol.
- De vita sol., c.10.
- Proficiscere, anima cristiana, de hoc mundo.
AFECTOS Y SÚPLICAS
¡Ah, Jesús mío! Toda vuestra vida empleasteis en salvar mi alma; ni un solo momento dejasteis de ofreceros por mí al Eterno Padre para alcanzarme perdón y sal-vación... Y yo, al cabo de tantos años de vida en el mundo, ¿cuántos he empleado en serviros? ¡Todos los recuerdos de mis actos me traen remordimientos de conciencia! El mal fué mucho.
El bien, poquísimo y lleno de imperfecciones, de tibieza, amor propio y distracción. ¡ Ah, Redentor mío, he sido así porque olvidé lo que por mí hicisteis! Os olvidé, Señor, pero Vos no me olvidasteis, sino que vinisteis a buscarme y me ofrecisteis vuestro amor repetidas veces, mientras yo huía de Vos.
Aquí estoy, ¡oh buen Jesús!, no quiero resistir más, ni pensar que me abandonaréis. Duéleme, ¡oh Soberano Bien!, de haberme separado de Vos por el pecado. Os amo, Bondad infinita, digna de infinito amor.
No permitáis que vuelva a perder el tiempo que vuestra misericordia me concede. Acordaos; siempre, amado Salvador mío, del amor que me tenéis y de los dolores que por mi padecisteis.
Haced que de todo me olvide en esta vida que me queda, excepto de pensar sólo en amaros y complaceros. Os amo, Jesús mío, mi amor y mi todo. Y os prometo hacer frecuentísimos actos de amor. Concededme la santa perseverancia, como espero confiadamente, por los merecimientos de vuestra preciosa Sangre...
Y en vuestra intercesión confío, i oh María, mi querida Madre!