LAS DIEZ COLINAS
SUEÑO 48.—AÑO DE 1864. PARTE I
Se lee en el Libro de San Daniel Profeta —escribe Don Lemoyne— en el Capítulo I, versículo 17, que cuatro jóvenes de familias nobles que habían sido llevados esclavos de Jerusalén a Babilonia por el Rey Nabucodonosor, como permanecieran fieles a las leyes del Señor, pueris his dedit Deus scientiam et disciplinam in omni libro et sapientia; Danieli autem intelligentiam omnium visionum et somniorum.
Daniel recibió de Dios la gracia de saber distinguir los sueños inspirados por el Señor de los que eran accidentales y fortuitos y de conocer lo que Dios quería decirle en ellos.
Tal, y por el mismo motivo, fue, en gran parte al menos, la gracia que el cielo concedió a [San] Juan Don Bosco, con los sueños que hasta aquí hemos narrado; como también evidentemente, según nuestro parecer, con el que seguidamente vamos a exponer y que fue narrado por el [Santo] en la noche del 22 de octubre de 1864.
[San] Juan Don Bosco había soñado la noche precedente. Al mismo tiempo, un joven llamado C... E..., de Casal Monferrato, tuvo también el mismo sueño, pareciéndole que se encontraba con [San] Juan Don Bosco y que hablaba con él.
Al levantarse estaba tan impresionado que fue a contar cuanto había soñado a su profesor, el cual le aconsejó que se entrevistara con el [Santo]. El joven obedeció inmediatamente y se encontró con [San] Juan Don Bosco que bajaba las escaleras en su busca para hacer lo mismo.
Le pareció encontrarse en un extensísimo valle ocupado por millares y millares de jovencitos; tantos eran, que el [Santo] no creyó nunca hubiese tantos muchachos en el mundo.
Entre aquellos jóvenes vio a los que estuvieron y a los que están en la casa y a los que un día estarían en ella. Mezclados con ellos estaban los sacerdotes y los clérigos de la misma.
Una montaña altísima cerraba aquel valle por un lado. Mientras [San] Juan Don Bosco pensaba en lo que haría con aquellos muchachos, una voz le dijo:
¿Ves aquella montaña? Pues bien, es necesario que tú y los tuyos ganen su cumbre.
Entonces, él dio orden a todas aquellas turbas de encaminarse al lugar indicado. Los jóvenes se pusieron en marcha y comenzaron a escalar la montaña a toda prisa.
Los sacerdotes de la casa corrían delante animando a los muchachos a la subida, levantaban a los caídos y cargaban sobre sus espaldas a los que no podían proseguir a causa del cansancio. [San] Juan Don Bosco, con los puños de la sotana vueltos, trabajaba más que ninguno y tomando a los muchachos de dos en dos los lanzaba por el aire en dirección a la montaña, sobre la cual caían de pie, correteando después alegremente por una y otra parte.
Don Cagliero y Don Francesia recorrían las filas gritando:
—¡Animo, adelante! ¡Adelante; ánimo!
En poco más de una hora aquellos numerosos grupos de jóvenes habían alcanzado la cumbre: [San] Juan Don Bosco también había ganado la meta.
—¿Y ahora qué haremos?— dijo.
Y la voz añadió:
—Debes recorrer con tus jóvenes esas diez colinas que contemplas delante de tu vista, dispuestas una detrás de otra.
—Pero ¿cómo podremos soportar un viaje tan largo, con tantos jóvenes tan pequeños y tan delicados?
—El que no pueda servirse de sus pies, será transportado —se le respondió—.
Y he aquí que, en efecto, aparece por un extremo de la colina un magnífico carruaje. Tan hermoso era que resultaría imposible el describirlo, pero algo se puede decir.
Tenía forma triangular y estaba dotado de tres ruedas que se movían en todas direcciones. De los tres ángulos partían tres astas que se unían en un punto sobre el mismo carruaje formando como la techumbre de un emparrado.
Sobre el punto de unión se levantaba un magnífico estandarte en el que estaba escrita con caracteres cubitales, esta palabra:
INOCENCIA. Una franja corría alrededor de todo el carruaje formando orla y en la cual aparecía la siguiente inscripción: Adjutorio Dei Altissimi Patris et Filii et Spiritus Sancti.
El vehículo, que resplandecía como el oro y que estaba guarnecido de piedras preciosas, avanzó llegando a colocarse en medio de los jóvenes. Después de recibida una orden, muchos niños subieron a él. Su número era de unos quinientos.
¡Apenas quinientos entre tantos millares y millares de jóvenes, eran inocentes!
Un vez ocupado el carro, [San] Juan Don Bosco pensaba por qué camino habría de dirigirse, cuando vio ante su vista una larga y cómoda senda, sembrada al mismo tiempo de espinas.
De pronto aparecieron seis jóvenes que habían muerto en el Oratorio, vestidos de blanco y enarbolando una hermosísima bandera en la que se leía: POENUENTIA.
Estos fueron a colocarse a la cabeza de todas aquellas falanges de muchachos que habían de continuar el viaje a pie.
Seguidamente se dio la señal de partida. Muchos sacerdotes se lanzaron al varal del carruaje, que comenzó a moverse tirado por ellos. Los seis jóvenes vestidos de blanco les siguieron.
Detrás iba toda la muchedumbre de los muchachos. Acompañados de una música hermosísima indescriptible; los que iban en el carruaje entonaron el Laúdate, pueri, Dominum.
[San] Juan Don Bosco proseguía su camino como embriagado por aquella melodía de cielo, cuando se le ocurrió mirar hacia atrás para comprobar si todos los jóvenes le seguían.
Pero ¡oh doloroso espectáculo! Muchos se habían quedado en el valle y otros muchos se habían vuelto atrás. Presa de indecible dolor decidió rehacer el camino ya hecho para persuadir a aquellos insensatos de que continuaran en la empresa y para ayudarlos a seguirlo. Pero se le prohibió terminantemente.
—Si no les ayudo, estos pobrecitos se perderán— exclamó lleno de dolor.
—Peor para ellos, —le fue respondido—. Fueron llamados como los demás y no quisieron seguirte. Conocen el camino que hay que recorrer y eso basta.
[San] Juan Don Bosco quiso replicar; rogó, insistió, pero todo fue inútil.
—También tú tienes que practicar la obediencia— le dijeron.
Y sin decir más, prosiguió su camino.
Aun no se había rehecho de este dolor, cuando sucedió otro lamentable incidente.
Muchos de los jóvenes que se encontraban en el carruaje, poco a poco, habían caído a tierra. De los quinientos apenas si quedaban ciento cincuenta bajo el estandarte de la inocencia.
A [San] Juan Don Bosco le parecía que el corazón le iba a estallar en el pecho por aquella insoportable angustia.
Abrigaba, con todo, la esperanza de que aquello fuese solamente un sueño; hacía toda clase de esfuerzos para despertarse, pero cada vez se convencía más de que sé trataba de una terrible realidad. Tocaba las palmas y oía el ruido producido por sus manos: gemía y percibía sus gemidos resonando en la habitación; quería disipar aquella terrible pesadilla y no podía.
[Contínua parte II]