PREDICCIÓN DE UNA MUERTE
SUEÑO 36.—AÑO DE 1862. Parte II
Don Bonetti, después de rellenar en la Crónica las lagunas de los meses de marzo y abril, prosigue su narración haciendo notar la realidad de la predicción hecha por [San] Juan Don Bosco al contar el sueño del 21 de marzo.
Había pasado ya un mes de tal vaticinio, mermando en algunos la saludable impresión que las palabras del siervo de Dios habían producido en sus ánimos. Muchos, en cambio, continuaban preguntándose:
—¿Quién morirá? ¿Cuándo morirá? La primera P correspondiente a la fiesta de Pascua ha pasado.
Y he aquí que el 25 de abril muere improvisadamente de un ataque apoplético, el joven Victorio Maestro, de trece años de edad, natural de Viora, Mondoví.
Hasta el día de la predicción había gozado este joven —que era de extraordinaria virtud y encendida piedad Eucarística—, de una perfecta salud; pero desde hacía un par de semanas padecía una fuerte afección a los ojos, quedando por la noche privado por completo de la vista, desde hacía dos o tres días padecía también un ligero dolor de estómago.
El médico le ordenó que por la mañana no se levantase con los demás, sino que descansase hasta más tarde.
[San] Juan Don Bosco, una mañana, habiéndoselo encontrado por la escalera le preguntó:
—¿Quieres ir al Paraíso?
—Sí, sí,—, replicó Maestro.
—Pues bien; prepárate— añadió el siervo de Dios.
El joven miró a [San] Juan Don Bosco un poco turbado, pero creyendo que hablaba en broma, reaccionó inmediatamente.
Por lo demás, el buen padre, que estaba sobre aviso, iba preparando al joven con prudentes consejos induciéndole a hacer su confesión general, después de la cual Maestro quedó contentísimo.
El 24 de abril un jovencito, al ver a Maestro sentado en un escaño de la enfermería, tuvo una singular idea y acercándose a [San] Juan Don Bosco le preguntó:
—¿Es cierto que el que se quiere morir es Maestro?
—¡Y yo qué sé! —replicó el[Santo]—, pregúntaselo a él.
El jovencito subió a la enfermería y lo preguntó a Maestro.
Este comenzó a reír y fue a pedirle a [San] Juan Don Bosco le dejase pasar unos días con la familia.
Con mucho gusto —replicó el buen padre—; pero antes de marchar es necesario que el médico extienda un certificado de tu enfermedad.
Esta respuesta sirvió de gran consuelo al joven que razonaba de esta manera:
—Tiene que morir uno en el Oratorio; si me marcho a mi casa es señal de que yo no soy; pasaré unas vacaciones más largas y volveré curado.
El viernes 25, Maestro se levantó con los demás y después de asistir a la Santa Misa, volvió a su habitación; pero sintiéndose muy cansado se acostó, manifestando antes a los compañeros su satisfacción por marchar a casa.
Entretanto a las nueve sonó la señal para la clase, y los compañeros, después de despedirse de Maestro y desearle unas felices vacaciones y un buen regreso, marcharon a sus aulas mientras el enfermo quedó solo en el dormitorio. A las diez vino a verle el enfermero para comunicarle que el médico llegaría dentro de unos instantes, que se levantara y fuera a la enfermería para hablar con él y pedirle el certificado que le había dicho [San] Juan Don Bosco.
Poco después se oyó la señal de la llegada del médico y un joven de la habitación contigua a la del muchacho, que también estaba indispuesto, se acercó a la puerta del dormitorio de Maestro y dijo en alta voz:
—Maestro, Maestro, es hora de ir a la visita del médico
Lo llama una y otra vez y Maestro no responde. El compañero creyó que se hubiera quedado dormido.
Entonces se acercó al lecho, lo toma por un brazo, lo vuelve a llamar, lo sacude, pero todo inútil: estaba inmóvil.
Imposible explicar el espanto del compañero; inmediatamente comenzó a gritar:
—¡Maestro ha muerto, Maestro ha muerto!
Corrió a comunicar la noticia a la enfermería y el primero con quien tropezó fue con [Beato] Miguel Don Rúa, el cual aun llegó a tiempo de darle la absolución al moribundo mientras exhalaba el último suspiro, se le comunicó después la desgracia a Don Alasonatti, y yo —dice Don Bonetti—fui a llamar a [San] Juan Don Bosco.
La noticia de aquel fallecimiento se esparció como un relámpago por clases y talleres. Muchos acudieron al dormitorio y se arrodillaron ante el cadáver, rezando por el alma del difunto. Algunos esperaban que estuviese aún vivo, y se acercaron al lecho con tisanas y licores fuertes. Pero todo fue inútil. Cuando llegó [San] Juan Don Bosco apenas lo vio perdió toda esperanza: aquella vida se había apagado.
El pesar era general, especialmente porque Maestro se había ido de este mundo sin tener al lado ni un solo compañero.
[San] Juan Don Bosco, al contemplar la consternación que se había apoderado de los jóvenes, los tranquilizó sobre la salvación eterna de Maestro.
Había comulgado el miércoles, y desde la festividad de los Santos hasta la fecha había observado una conducta tal, que daba a entender que aquel jovencito estaba preparado para morir.
Clérigos y jóvenes desfilaron ante el cadáver y al llorar su muerte, reconocían que con ella se había cumplido el sueño de [San] Juan Don Bosco.
El [Santo] habló por la noche a todos de tal forma, que arrancó lágrimas de los ojos de su auditorio. Hizo resaltar cómo Dios se había llevado a dos jóvenes del Oratorio en el espacio de nueve o diez días, sin que ninguno de los dos hubiese podido recibir los auxilios de la Religión».
—¡Cuan engañados están -—exclamaba— los que dicen que ajustarán sus cuentas al fin de la vida! Pero, demos gracias al Señor que se ha dignado llamar a la eternidad a dos compañeros, los cuales, tenemos la seguridad de ello, se encontraban preparadas para este paso. ¡Cuánto mayor sería nuestro dolor si el Señor hubiese permitido que partiesen de nuestro lado otros que observan en casa una conducta poco satisfactoria!
Esta muerte fue una bendición del Señor. Durante la mañana y la noche del sábado los jóvenes pedían en gran número hacer su Confesión general. [San] Juan Don Bosco los tranquilizaba dirigiéndoles algunas palabras.
Después dijo claramente:
—A Maestro fue al que vi en el sueño recibiendo el papelito de manos del espectro. Lo que me consuela grandemente es que él, como varios me aseguraron, se acercó a los Sacramentos en la misma mañana del viernes, de forma que su muerte fue repentina, pero no imprevista.
En la mañana del domingo 27 de abril, fue conducido al cementerio el cadáver del infortunado joven.
Cuando el siervo de Dios vio en el sueño al espectro presentando el billetito a Maestro, pudo apreciar que la escena se desarrollaba delante del portón que conducía al huerto; desde allí el misterioso personaje indicó al joven el ataúd colocado debajo de dicho portón, a pocos pasos de distancia.
Cuando llegaron los empleados de pompas fúnebres, pasando por la escalera central, transportaron el féretro hacia el lugar en que [San] Juan Don Bosco había visto al espectro y a su víctima; allí los funerarios pidieron unos banquillos para colocar el ataúd, esperando al sacerdote y a los alumnos que habían de acompañar al cadáver al cementerio.
Hemos de añadir que al llegar Don Cagliero y ver el féretro en aquel lugar, siendo así que en circunstancias análogas la costumbre había sido colocar el ataúd al final de los pórticos junto a la puerta de la escalera próxima a la iglesia, se mostró contrariado por aquella novedad, y tanto más al saber que los de la funeraria habían hecho llevar allí los banquillos que estaban colocados con anterioridad en el lugar tradicional. Por tanto Don Cagliero insistió para que la caja fuese llevada al sitio de costumbre, pero aquellos hombres después de decir algunas palabras entre dientes, no quisieron mover el féretro de donde estaba.
En aquel instante [San] Juan Don Bosco salía de la iglesia y mirando conmovido la escena:
—¡Miren!, —dijo a Don Francesia y a algunos otros que estaban cerca de él— ¡qué coincidencia!... En el sueño vi la caja en ese mismo lugar.
Sobre este hecho nos dejó también una relación Don Segundo Merlone.
Según él, aunque ninguno de los alumnos había llegado a saber que el compañero que había de morir era Maestro, dos de la casa conocían el nombre del infortunado y algo más.
A fines de febrero murió un joven que hacía algún tiempo había salido del Oratorio. Dos clérigos veteranos, ordenados in sacris, uno de los cuales era Don Juan Cagliero, al enterarse de lo ocurrido, una mañana al subir las escaleras y al encontrarse con [San] Juan Don Bosco que bajaba al patio, le anunciaron esta pérdida para él siempre doloroso. [San] Juan Don Bosco respondió:
—No será ese solo; antes que pasen dos meses, deberán morir otros dos.
Y añadió los nombres.
Con frecuencia el siervo de Dios hacía semejantes confidencias bajo secreto, a quien sabía dotados de prudencia, para que, sin que los jóvenes indicados se dieran cuenta, fueron por ellos amigablemente estimulados a observar buena conducta, a frecuentar los Sacramentos; y para que al mismo tiempo los vigilasen teniéndolos apartados de todo peligro.
Ambos clérigos asumieron de buena gana este encargo de aquel custodio celestial, pero al mismo tiempo, tomando un trozo de papel escribieron la profecía, la fecha en que [San] Juan Don Bosco la había anunciado, los nombres de los interesados y después firmaron. Seguidamente fueron a la Prefectura y, sellando el escrito, lo depositaron en ella para que fuese celosamente guardado.
Mons. Cagliero, cuarenta y siete años después, confirmó cuanto hemos dicho y recordaba la compasión que sintió a raíz de la revelación de [San] Juan Don Bosco, al ver a aquellos dos jovencitos correr alegremente de una parte a otra del patio entregados a sus juegos, sin sospechar lo más mínimo, sobre la muerte, aunque no desgraciada, que les estaba reservada; y el cumplimiento de la profecía en el tiempo señalado y la emoción que experimentó el mismo Prefecto cuando se quitaron los sellos al papel escrito dos meses antes.