619- Las pías mujeres al pie del Sepulcro
             
             Entretanto las mujeres, dejada  ya la casa, caminan, sombras en la sombra, muy cerca del muro. Durante un rato  guardan silencio, bien arrebozadas y medrosas por tanto silencio y soledad.  Luego, recobrando los ánimos a la vista de la calma absoluta que hay en la  ciudad, se reúnen en grupo y encuentran el valor para hablar. 
               
-¿Estarán abiertas ya las  puertas? -pregunta Susana. 
-Claro que sí. Mira allí el  primer hortelano que entra con las verduras. 
-Va al mercado -responde  Salomé. 
-¿Nos dirán algo? -Es también  Susana la que hace esta pregunta. 
-¿Quién? -pregunta la  Magdalena. 
-Los soldados, en la puerta  Judicial. Por esa puerta... entran pocos y, menos todavía, salen... Crearemos  recelos... 
-¿Y qué? Nos mirarán. Verán a  cinco mujeres que van hacia el campo. Podríamos ser también personas que  después de la Pascua regresan a sus pueblos. 
-Pero... Para no llamar la  atención de algún malintencionado, ¿por qué no salimos por otra puerta y luego  volvemos siguiendo el muro bien pegadas a él?... 
-Alargamos el camino. 
-Pero estaremos más seguras.  Pasamos por la puerta del Agua... 
-Yo que tú, Salomé, pasaría  por la puerta Oriental. ¡Así sería más larga la vuelta que tendrías que dar!  Tenemos que darnos prisa y volver pronto. 
La que habla tan resueltamente  es la Magdalena. 
-Entonces otra, pero no la  puerta Judicial. Esto sí, mujer... -le ruegan todas. 
-De acuerdo. Pero entonces  pasamos por casa de Juana. Nos insistió en que la advirtiéramos. Si hubiéramos  ido directamente, hubiéramos podido no pasar por su casa, pero, dado que  queréis dar una vuelta más grande, pues vamos donde ella... 
-¡Sí! ¡Sí! Incluso por los  soldados que están allí de guardia... Ella es conocida y se la teme... 
-Yo sugeriría también pasar  por casa de José de Arimatea. Es el dueño del sitio. 
-¡Claro, y ahora formamos un  cortejo para no llamar la atención! ¡Pero qué hermana más temerosa tengo! Mira,  Marta, más bien hacemos esto: yo me adelanto y observo; vosotras venís detrás  con Juana; si hay peligro, me pongo en medio del camino, de forma que me veáis;  en ese caso, regresamos. Pero, os aseguro que los soldados, al ver esto -ya lo  he previsto yo (y enseña una bolsa llena de monedas)-nos dejarán hacer todo. 
-Se lo decimos también a  Juana. Tienes razón. 
-Entonces marchaos. Y yo  también. 
-¿Vas sola, María? Voy contigo  -dice Marta, temerosa por su hermana. 
-No. Tú ve donde Juana con  María de Alfeo. Salomé y Susana te esperan cerca de la puerta por la parte de  fuera de las murallas. Y luego venís por la vía principal todas juntas. Adiós. 
Y María Magdalena corta otros  posibles comentarios yéndose rauda con su bolsa de bálsamos y sus monedas en el  pecho. 
Va tan rápida, que parece  volar por el camino, que se hace más alegre con el primer rosicler de la  aurora. Pasa la puerta Judicial para ahorrar tiempo. Y nadie la para... 
Las otras la ven alejarse.
Luego vuelven las espaldas a la bifurcación de calles en que estaban y toman  otra, estrecha y oscura, que luego se abre, ya cerca del Sixto, para formar una  calle más ancha y abierta, donde hay hermosas casas. 
Se separan: Salomé y  Susana siguen por esa misma calle; Marta y María de Alfeo llaman al portón  herrado, y se ponen delante de la pequeña ventana -un ventanillo- entreabierta  por el portero. 
Entran y van donde Juana, la  cual, ya levantada y vestida toda de un morado oscurísimo que resalta aún más  su palidez, está trabajando también con unos bálsamos, junto con la nodriza y  una criada. 
             -¿Habéis venido? Dios os lo  pague. Pero, si no hubierais venido, habría ido yo... En busca de consuelo...  Porque, después de ese tremendo día, muchas cosas se han alterado.
               
Y para no  sentirme sola, debo ir a apoyarme en esa piedra y llamar y decir:  "Maestro, soy la pobre Juana... No me dejes sola también Tú... 
               Juana llora quedo, pero con  mucha desolación, mientras Ester, la nodriza, hace vistosos gestos  indescifrables detrás de Juana mientras le coloca el manto. 
               
               -Yo me marcho, Ester. 
               -¡Dios te dé consuelo! 
               
               Salen del palacio para unirse  a las compañeras. Es en este momento cuando se produce el breve y fuerte terremoto,  que hace cundir el pánico de nuevo entre los jerosolimitanos, aterrorizados  todavía por los hechos acaecidos el viernes. Las tres mujeres vuelven sobre sus  pasos precipitadamente, y se quedan en el amplio vestíbulo, -en medio de las  criadas y criados que gritan e invocan al Señor, temerosas de nuevos temblores  de tierra... 
               
               ...La Magdalena, sin embargo,  está ya en la entrada del caminito que lleva al huerto de José de Arimatea  cuando la sorprende el potente estampido, potente pero armónico, de este signo  celeste. 
               
               Al mismo tiempo, en la luz levemente rosada de la aurora que va  avanzando en el cielo -donde todavía en el Occidente resiste una tenaz  estrella-y que va poniendo dorado el aire hasta ahora levemente verdoso, se  enciende una gran luz, que desciende como si fuera un globo incandescente,  brillantísimo, cortando en zigzag el aire sereno.
               
Pasa muy cerca de María de  Magdala (casi hace que se caiga al suelo). Ella se pliega un poco susurrando: «  ¡Mi Señor!», y luego, como un tallito tras el paso del viento, se endereza de  nuevo y, más veloz, corre hacia el huerto. 
               
               Entra en él rápidamente: va  hacia el sepulcro de roca como un pájaro perseguido en busca de su nido. Pero,  a pesar de toda su prisa, no puede estar allí cuando el celeste meteoro hace de  palanca y de llama en la argamasa con que está sellada y reforzada la pesada  piedra; ni cuando, con fragor final, la puerta de piedra cae produciendo una  vibración que se une a la del terremoto, el cual, a pesar de ser breve, es de  una violencia tal, que echa por tierra a los soldados como muertos. 
               
               María, al llegar, ve a estos  inútiles carceleros del Triunfador arrojados al suelo como un haz de espigas  cortadas.
               
María Magdalena no relaciona el terremoto con la Resurrección, sino  que, al ver ese espectáculo, cree que se trata del castigo de Dios contra  profanadores del Sepulcro de Jesús, y cae de rodillas diciendo: 
               
               -¡Ay, se lo han llevado! 
               
               Está verdaderamente desolada.  Llora como una niña que hubiera venido a buscar a su padre, con la seguridad de  encontrarlo, y se hubiera encontrado vacía la casa. 
               
               Luego se alza y se marcha  corriendo en busca de Pedro y Juan. Y, dado que ya sólo piensa en avisar a los  dos, no se acuerda de ir al encuentro de las compañeras, ni se acuerda de  detenerse en el camino, sino que, veloz como una gacela, vuelve a pasar por el  camino recorrido antes, atraviesa la puerta Judicial y corre presurosa por las  calles, que ahora tienen un poco más de gente, para toparse contra el portón de  la casa amiga y golpearlo y empujarlo furiosamente. 
               
               Le abre la dueña. 
               
               -¿Dónde están Juan y Pedro?  -pregunta jadeante y angustiada María Magdalena. 
               
               -Allí -y la mujer señala hacia  el Cenáculo. 
               María de Magdala entra y, nada  más entrar, enfrente de los dos asombrados apóstoles, dice (y en su voz,  mantenida baja por piedad hacia la Madre, hay más angustia que si hubiera  gritado): 
               
               -¡Se han llevado del Sepulcro  al Señor! ¿Quién sabe dónde lo habrán puesto? -y por primera vez se tambalea y  vacila y, para no caerse, se agarra donde puede. 
               -¡Cómo! ¿Qué dices? -preguntan  los dos. 
               Y ella, jadeante: 
               
               -Yo me adelanté... para  comprar a los soldados que estaban de guardia... para que nos permitieran  embalsamar. Ellos están allí como muertos... El Sepulcro está abierto, la  piedra por el suelo... ¿Quién? ¿Quién habrá sido? ¡Venid! Vamos corriendo... 
               
               Pedro y Juan se encaminan.  María los sigue a algunos pasos de distancia. Luego vuelve, agarra a la dueña  de la casa, la zarandea con violencia movida de su amor previsor y le dice  junto a la cara con voz sibilante: 
               
               -Que no se te ocurra dejar  pasar a nadie donde  está Ella (y señala la puerta de la habitación de María). Recuerda que yo mando  en ti. Obedece y calla. 
               
               Y,  dejándola verdaderamente sobrecogida, da alcance a los 
               apóstoles, que con paso  veloz van hacia el Sepulcro... 
               
               ...Entretanto,  Susana y Salomé, en llegando a las murallas, habiendo dejado a sus compañeras,  se ven sorprendidas por el terremoto. Atemorizadas, se refugian debajo de un  árbol, y se quedan allí, con el dilema de si ir hacia el Sepulcro o si huir  hacia la casa de Juana: pero el amor vence al miedo y van hacia el Sepulcro. 
               
               Entran,  todavía turbadas, en el huerto, y ven a los soldados, como muertos... Ven una  gran luz salir del Sepulcro abierto. Aumenta su turbación, y termina haciéndose  completa cuando, cogidas de la mano para infundirse recíprocamente ánimos, se  asoman a la entrada y, en la oscuridad de la gruta sepulcral, ven a una  criatura luminosa y hermosísima, dulcemente sonriente, saludarlas desde el  sitio donde está: apoyada en la parte derecha de la piedra de la unción, cuyo  gris volumen, detrás de tanto incandescente esplendor, se desvanece. 
               
               Caen de  rodillas, aturdidas por el estupor. 
               
               Pero  el ángel les habla dulcemente: 
               
               -No  tengáis miedo de mí. Soy el ángel del divino Dolor. He venido para experimentar  la dicha de su final: ya no existe el dolor del Cristo ni su anonadamiento en  la muerte. 
               
               Jesús de Nazaret, el Crucificado al que vosotras buscáis, ha  resucitado. ¡Ya no está aquí! Vacío está el lugar en que había sido colocado.  Exultad conmigo. Id. Decidle a Pedro y decid a los discípulos que ha resucitado  y que os precede hacia Galilea. Allí lo veréis todavía, aunque por poco tiempo,  según ha dicho. 
             Las  mujeres caen rostro en tierra y, cuando lo alzan, huyen como si un castigo las  persiguiera. Están aterrorizadas y susurran: 
               
               -¡Ahora  moriremos! ¡Hemos visto al ángel del Señor! 
               Ya  en pleno campo se calman un poco, y se consultan recíprocamente. ¿Qué hacer? Si  dicen lo que han visto, no las creerán; si dicen que vienen de allí, pueden ser  acusadas por los judíos de haber matado a los soldados que estaban de guardia.  No, no pueden decir nada; ni a los amigos ni a los enemigos... 
               
               Atemorizadas,  enmudecidas, vuelven por otro camino hacia casa. Entran y se refugian en el  Cenáculo. Ni siquiera piden ver a María... Y allí piensan que lo que han visto  ha sido un engaño del Demonio. Siendo, como son, humildes, juzgan que «no puede  ser que a ellas les haya sido concedido ver al enviado de Dios. Es Satanás el  que ha querido atemorizarlas para alejarlas de allí». 
               
               Lloran  y oran como dos niñas asustadas por una pesadilla... 
               
               ...El  tercer grupo, el de Juana, María de Alfeo y Marta, visto que nada nuevo sucede,  se decide a ir al lugar donde, sin duda, están las compañeras esperando. Salen  a las calles, donde ya hay gente, gente asustada que habla del nuevo terremoto  y lo relaciona con los hechos del viernes y ve incluso lo que no existe. 
               
               -¡Mejor,  si están todos asustados! Quizás también lo estén los soldados de la guardia y  no pongan objeciones -dice María de Alfeo. Y van raudas hacia las murallas. 
               
               Pero,  mientras ellas van allá, al huerto han llegado ya Pedro y Juan, seguidos por la  Magdalena. Y Juan, más rápido, es el primero en llegar al Sepulcro. Los  soldados ya no están. Tampoco está ya el ángel. 
               
               Juan  se arrodilla, temeroso y afligido, en la entrada totalmente abierta; se  arrodilla para hacer un acto de veneración y para captar algún indicio de las  cosas que ve. Pero sólo ve, en el suelo, los paños de lino, puestos en un  montón encima de la Sábana. 
               
               -¡Pues  verdaderamente no está, Simón! Es como lo había visto María. Ven, entra mira. 
               
               Pedro,  jadeando por la gran carrera realizada, entra en el Sepulcro. Por el camino  había dicho: «No me voy a atrever a acercarme a ese sitio». Pero ahora sólo  piensa en descubrir dónde puede estar el Maestro. E incluso lo llama, como si  pudiera estar escondido en algún rincón oscuro. 
               
               La  oscuridad, en esta hora matutina, es todavía fuerte en el profundo Sepulcro  cuya única fuente de luz es la pequeña abertura de la puerta, en la que proyectan  sombra ahora Juan y la Magdalena... Y Pedro tiene dificultad para ver, de forma  que tiene que ayudarse con las manos... Toca, temblando, la mesa de la unción y  la siente vacía…
             -¡No  está, Juan! ¡No está!... ¡Ven también tú! Yo he llorado tanto, que casi no veo  con esta poca luz. 
               Juan  se pone de pie y entra. Mientras Juan hace esto, Pedro descubre el sudario,  colocado en un rincón, bien doblado; y, dentro del sudario, cuidadosamente  enrollada, la sábana. 
               
               -Verdaderamente  se lo han llevado. Los soldados estaban no por nosotros sino para hacer esto...  Y nosotros les hemos dejado actuar. Marchándonos, lo hemos permitido... 
               
               -¡Oh!  ¿Dónde lo habrán puesto! 
               
               -Pedro...  Pedro... ahora sí que ya no hay nada que hacer. 
               Los  dos discípulos salen abatidos por completo. 
               -Vamos,  mujer. Díselo tú a su Madre... 
               
               -Yo  no me marcho. Me quedo aquí... Alguno vendrá... No, no me voy... Aquí hay  todavía algo que de Él. Tenía razón su Madre... Respirar el aire donde Él ha  estado es el único consuelo que nos queda. 
               
               -El  único consuelo... Ahora tú también te percatas de que esperar era una  quimera... -dice Pedro. 
               
               María  ni siquiera responde. Se deja caer al suelo, justo junto a la entrada, y llora  mientras los otros se marchan lentamente. 
               
               Luego  levanta la cabeza y mira adentro, y, a través de las lágrimas, ve a dos  ángeles, sentados el uno en la cabecera y el otro en los pies de la piedra de  la unción. Está tan aturdida la pobre María, en su más fiera batalla entre la  esperanza que muere y la fe que no quiere morir, que los mira alelada, sin  asombro siquiera. Ya no tiene sino lágrimas la mujer fuerte que con heroísmo ha  resistido todo. 
               
               -¿Por  qué lloras, mujer? -pregunta uno de los dos luminosos muchachos (porque su  aspecto es el de dos hermosísimos adolescentes). 
               -Porque  se han llevado a mi Señor y no sé dónde le han puesto. 
               
               María  habla con ellos sin miedo. No pregunta: « ¿Quiénes sois?». Nada. Ya nada le  causa estupor. Todo lo que puede asombrar a una criatura ella ya lo ha sufrido.  Ahora es sólo un ser quebrantado que llora sin fuerzas y sin reserva. 
               
               El  jovencito angélico mira a su compañero y sonríe. Y el otro también. Y,  resplandeciendo de júbilo angélico, ambos miran afuera, hacia el huerto del  todo florecido por los millones de corolas que se han abierto con el primer sol  en los tupidos manzanos del pomar. 
               
               María  se vuelve para ver a quién miran. Y ve a un Hombre, hermosísimo, al que no sé  como puede no reconocer inmediatamente. Un Hombre que la mira con piedad y le  pregunta: 
               
               -Mujer,  ¿por qué lloras? ¿A quién buscas? 
               
               Es  verdad que es un Jesús velado por su propia piedad hacia la criatura, a la que  las demasiadas emociones han agotado y podría morir a causa de la repentina  alegría; pero de verdad me pregunto cómo puede no reconocerlo. 
               Y  María, entre sollozos: 
               
               -¡Se  me han llevado al Señor Jesús! Había venido a embalsamarlo en espera de que  resucitara... He tenido recogido todo mi coraje y mi esperanza, y mi fe, en  torno a mi amor... y ahora ya no lo encuentro... No, más bien he puesto mi amor  en torno a la fe, a la esperanza y al coraje, para defenderlos de los  hombres... ¡Pero todo es inútil! Los hombres me han robado a mi Amor, y con Él  me han arrebatado todo... ¡Oh, mi señor, si eres tú el que se lo ha llevado,  dime dónde lo has puesto! Y yo iré por Él... No se lo diré a nadie... Será un  secreto entre tú y yo. Mira: soy la hija de Teófilo, la hermana de Lázaro, pero  estoy de rodillas delante de ti suplicándote, como una esclava. ¿Quieres que te  compre su Cuerpo? Lo haré. 
               
               ¿Cuánto quieres? Soy rica. Puedo darte tanto oro y  gemas como pesa su Cuerpo. Pero devuélvemelo. No te denunciaré. 
               
               ¿Quieres  golpearme? Hazlo. Haciéndome verter sangre, si quieres. Si sientes odio hacia  Él, descárgalo sobre mí. 
               
               Pero devuélvemelo. ¡Oh, mi señor, no me hagas pobre de  esta manera, con esta indigencia! ¡Piedad de una pobre mujer!... ¿Por mí no  quieres? Por su Madre, entonces. 
               
               ¡Dime! Dime dónde está mi Señor Jesús. Soy  fuerte. Lo tomaré entre mis brazos y lo llevaré como a un niño a lugar seguro.  Señor... señor... ya lo ves... hace tres días que la ira de Dios se descarga  sobre nosotros por lo que se hizo al Hijo de Dios... No añadas la Profanación  al Delito...  
               
               -¡María! 
               
               Jesús  aparece radioso al llamarla. Se revela con su esplendor triunfante. 
               -¡Rabhuní! 
               
               El  grito de María es verdaderamente "el gran grito" que cierra el ciclo  de la muerte. Con el primero, las tinieblas del odio fajaron a la Víctima con  vendas fúnebres; con el segundo, las luces del amor aumentaron su esplendor. Y  María, al emitir este grito que llena el huerto, se alza y, presurosa, va a los  pies de Jesús, a esos pies que quisiera besar. 
               
               Jesús,  tocándola apenas con 1a punta de los dedos en la frente, la separa: 
               
               -¡No  me toques! No he subido con esta figura todavía a mi Padre. Ve donde mis  hermanos y amigos y diles que subo al Padre mío y vuestro, a mi Dios y a  vuestro Dios, y luego iré donde ellos. 
               
               Y  Jesús, absorbido por una luz irresistible, desaparece.
               
               María  besa el suelo donde Él estaba y corre hacía la casa. 
               
               Entra como un rayo -la  puerta está entornada para dejar paso al amo de la casa, que se dirige hacía la  fuente-, abre la puerta de la habitación de María y se deja caer en el corazón  de Ella, gritando: -¡Ha resucitado! ¡Ha resucitado! -y llora llena de dicha. 
               
               Y,  mientras acuden Pedro y Juan y del Cenáculo vienen las asustadas Salomé y  Susana y escuchan lo que la Magdalena dice, también vuelven de la calle María  de Alfeo y Marta y Juana, las cuales, con respiro entrecortado, dicen que ellas  también han estado allí, y que han visto a dos ángeles que decían ser el Custodio  del Hombre Dios y el Ángel de su Dolor, y que les han dado la orden de decir a  los discípulos que había resucitado. Y, al ver que Pedro menea la cabeza,  insisten diciendo: 
               
               -Sí.  Han dicho: "¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí.  Ha resucitado, como dijo estando todavía en Galilea. ¿No os acordáis? Dijo: “El  Hijo del hombre debe ser entregado en manos de los pecadores y ser crucificado.  Pero al... 
               Pedro  menea la cabeza diciendo: 
               
               -¡Demasiadas  cosas en estos días! Os han ofuscado. 
               La  Magdalena alza la cabeza del pecho de María y dice: 
               -¡Lo  he visto! Le he hablado. Me ha dicho que sube al Padre y luego viene. ¡Qué  hermoso estaba! -y llora como nunca ha llorado, ahora que ya no ha de  torturarse a sí misma para hacer fuerza contra la duda procedente de todas  partes. 
               
               Pero  Pedro, y también Juan, se quedan muy dudosos. Se miran y sus ojos dicen:  "¡Imaginación de mujeres!". 
               
               Entonces  también Susana y Salomé se atreven a hablar. Pero la misma, inevitable  diferencia en los detalles de los soldados, que primero están como muertos y  luego ya no están; y de los ángeles, que en un momento son uno y en otro dos, y  que no se han mostrado a los apóstoles; y de las dos versiones sobre el hecho  de que Jesús va allí o que precede a los suyos hacia Galilea... esto hace que  la duda, es más, la persuasión de los apóstoles crezca cada vez más. 
               
               María,  la Madre dichosa, calla, sujetando a la Magdalena... No comprendo el misterio  de este silencio materno. 
               
               María  de Alfeo dice a Salomé: 
               
               -Vamos  a volver allá nosotras dos: Vamos a ver si estamos todas borrachas... -y se  marchan rápidas. Las otras se quedan --comedidamente no tomadas en  consideración por los dos apóstoles-junto a María, que guarda silencio, absorta  en un pensamiento que cada uno interpreta a su manera y que ninguno comprende  que es un éxtasis. 
               
               Vuelven  las dos mujeres ya más bien ancianas:  -¡Es  verdad! ¡Es verdad! Lo hemos visto. Nos ha dicho junto al huerto de Bernabé:  “Paz a vosotras. No temáis. Id a decir
               a  mis hermanos que he resucitado y que vayan dentro de unos días a Galilea. Allí  estaremos todavía un tiempo juntos”. Esto ha               dicho.  María tiene razón. Hay que decírselo a los de Betania, a José, a Nicodemo, a  los discípulos más leales, a los pastores. Hay que ir, hay que hacer, hacer...  ¡Oh! ¡Ha resucitado!... -lloran todas, felices. 
               
               -No  estáis en vuestros cabales, mujeres. El dolor os ha ofuscado. La luz os ha  parecido ángel; el viento, voz; el Sol, Cristo. Yo no os critico. Os comprendo,  pero sólo puedo creer en lo que he visto: el Sepulcro abierto y vacío, y los  soldados que habían sustraído el Cadáver y habían huido. 
               
               -¡Pero  si lo dicen los propios soldados, que ha resucitado! ¡Si la ciudad está toda  revuelta, y los príncipes de los sacerdotes están locos de ira, porque los  soldados, huyendo aterrorizados, han hablado! Ahora quieren que digan lo  contrario y les pagan por hacerlo.
               
Pero ya se sabe. Y, si los judíos no creen  en la Resurrección, no quieren creer, muchos otros creen... 
               -¡Mmm!  ¡Las mujeres!... 
               
               Pedro  se encoge de hombros y hace ademán de marcharse. 
               
               Entonces  la Madre, que sigue teniendo sobre su corazón a la Magdalena (que llora como un  sauce bajo un aguacero por su desmesurada dicha), besándole sus rubios  cabellos, alza su rostro transfigurado y dice una breve frase: 
               
               -Realmente  ha resucitado. Yo le he tenido entre mis brazos y he besado sus Llagas -y luego  reclina otra vez su cabeza sobre los cabellos de la apasionada y dice: -Sí, la  dicha es mayor aún que el dolor. Y no es más que un granito de arena respecto a  lo que será tu océano de dicha eterna. 
               
               ¡Oh, bienaventurada que por encima de la  razón has hecho hablar al espíritu!  
             Pedro  ya no osa negar... y, con uno de esos virajes del Pedro antiguo, que ahora  vuelve a aflorar, dice, y grita, como si de los otros y no de él dependiera el  retraso: 
               
               -¡Pues entonces, si es así, hay que comunicárselo a los otros; a los  que están dispersos por los campos... buscar... hacer... ¡Venga, moveos! Si  realmente fuera allí... al menos que nos encuentre -y no se da cuenta de que  todavía está confesando que no cree ciegamente en la Resurrección.