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Monday March 18,2024
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EL EVANGELIO
COMO ME HA SIDO REVELADO


El Evangelio como me ha sido revelado

Autor: María Valtorta

« PARTE 7 de 7

GLORIFICACION
DE JESÚS Y MARÍA

Partes: [ 1 ] [ 2 ] [ 3 ]
[ 4 ] [ 5 ] [ 6 ] [ 7 ]



617. La Resurrección

618. Jesús resucitado
se aparece a su Madre

619. Las pías mujeres
al pie del Sepulcro

620. Consideraciones sobre
la Resurrección

621. Aparición a Lázaro

622. Aparición a Juana de Cusa

623. Aparición a José de Arimatea, a Nicodemo
y a Manahén

624. Aparición a los pastores

625. Aparición a los discípulos
de Emaús

626. Llegada de los paganos y alusiones a otras apariciones

627. Aparición a los apóstoles
en el Cenáculo

628. El regreso de Tomás
y su incredulidad

629. Aparición a los apóstoles, esta vez con Tomás. Jesús habla sobre el sacerdocio y los
futuros sacerdotes

630. Enseñanzas a los apóstoles enviados al Getsemaní

631. Enseñanzas a los apóstoles enviados al Gólgota y
luego al Cenáculo

632. Apariciones a varias personas en distintos lugares

633. Aparición en la orilla del lago y otorgamiento de la
misión a Pedro

634. Enseñanzas a los apóstoles y a numerosos discípulos en el monte Tabor. Margziam consolado

635. Lección sobre los Sacramentos y predicciones sobre la Iglesia

636. La Pascua suplementaria

637. El adiós a la Madre antes de subir al Padre.
Todo lo tenemos por María

638. RÚltimas enseñanzas en el Getsemaní, despedida y ascensión al Padre

639. Elección de Matías

640. La venida del Espíritu Santo. Fin del ciclo mesiánico

641. Pedro celebra la Eucaristía en una reunión de los
primeros cristianos

642. María Santísima se establece en el Getsemaní con Juan, que le predice la Asunción

643. María Stma. y Juan en los lugares de la Pasión

644. Institución del "domingo". Gradual conversión de Gamaliel. Las dos sábanas

645. El proceso y la lapidación de Esteban. Los caminos opuestos de Saulo y Gamaliel
hacia la santidad

646. Sepultura de Esteban y comienzo de la persecución

647. Gamaliel se hace cristiano

648. Pedro se despide de María Santísima después
de un coloquio con Juan

649. El beato tránsito
de María Santísima.

650. Gloriosa asunción
de María Santísima

651. Sobre el tránsito, la asunción y la realeza
de María Santísima

652. Para despedida de la Obra

 

632- Apariciones a varias personas
en distintos lugares


I. A la madre de Analía.

Elisa, la madre de Analía, llora desconsoladamente en su casa, cerrada dentro de un cuarto de reducidas dimensiones, donde hay una cama pequeña sin cobertores, que quizás es la de Analía. Tiene la cabeza relajada sobre los brazos, desmayados a su vez, extendidos sobre la cama como para abrazarla por entero. El cuerpo pesa, desfallecido, sobre las rodillas. Lo único vigoroso es su llanto.

Poca luz entra por la ventana abierta. El día ha renacido hace poco. Pero una luz viva brilla cuando entra Jesús.

 Digo "entra" para expresar que está en el cuarto, mientras que antes no estaba. Y lo diré siempre así para significar sus apariciones en lugares cerrados, sin repetirme respecto a cómo Él se descubre tras una gran luminosidad que recuerda a la de la Transfiguración, tras un fuego blanco -se me permita la comparación-que parece licuar paredes y puertas para permitirle entrar con su verdadero, respirador, sólido Cuerpo glorificado (un fuego, una luminosidad que se repliega sobre Él y lo oculta cuando se marcha). Después, adquiere el aspecto hermosísimo de Resucitado, pero Hombre, verdaderamente Hombre, de una belleza centuplicada respecto a la que ya tenía antes de la Pasión. Es Él, pero glorioso, Rey.

-¿Por qué lloras, Elisa?

No sé cómo la mujer no reconoce esa Voz inconfundible.

Quizás el dolor la aturde. Responde como si hablara con un pariente que, quizás, ha ido donde ella después de la muerte de Analía.

-¿Has oído ayer por la tarde a esos hombres? Él no era nada. Poder mágico, no divino. Y yo que me resignaba a la muerte de mi hija figurándomela amada por un Dios, en paz... ¡Me lo había dicho!... -llora aún más fuerte.
-Pero muchos lo han visto resucitado. Sólo Dios puede resucitarse por sí mismo.

-Esto se lo dije yo también a los de ayer. Tú lo oíste. Me opuse a sus palabras, porque sus palabras significaban la muerte de mi esperanza, de mi paz. Pero ellos -¿lo oíste?- ellos dijeron: "No es más que una comedia de sus seguidores, para no reconocer su falta de cordura. Él está muerto y bien muerto, y ya en estado de descomposición han robado su cadáver y lo han destruido, y dicen que ha resucitado". Esto dijeron... Y también dijeron que por eso el Altísimo ha mandado el segundo terremoto, para hacerles sentir su ira por su sacrílego embuste. ¡Oh, ya no tengo consuelo!

-Pero si vieras al Señor resucitado, con tus ojos, y lo palparas con tus manos, ¿creerías?

-No soy digna de ello... Pero ¡claro que creería! Me bastaría con verlo. No me atrevería a tocar sus Carnes, porque, si así fuera, serían carnes divinas, y una mujer no puede acercarse al Santo de los Santos.

-¡Alza la cabeza, Elisa, y mira quién tienes delante!

La mujer alza la cabeza cana, alza la cara desfigurada por el llanto, y ve... Cae más aún su cuerpo, gravitando más en los talones; se restriega los ojos; abre la boca, por un grito que quiere subir pero que el estupor estrangula en la garganta...

-Soy Yo. El Señor. Toca mi Mano. Bésala. Me has sacrificado tu hija. Lo mereces. Y halla de nuevo, en esta Mano, el beso espiritual de tu hija. Está en el Cielo. Bienaventurada. Dirás esto a los discípulos, y se lo dirás este día.

La mujer está tan arrobada, que no se atreve a llevar a cabo ese gesto. Es Jesús mismo el que le aprieta la punta de sus dedos contra los labios.

-¡Oh! ¡¡¡Verdaderamente has resucitado!!! ¡Feliz! ¡Soy feliz! ¡Bendito seas, Tú que me has consolado!
Se inclina para besarle los pies, y lo hace, y se queda así.

La luz sobrenatural envuelve en su esplendor a Cristo y la habitación queda vacía de Él; pero la madre tiene el corazón lleno de inquebrantable certeza.

II. A María de Simón, en Keriot, con Ana, madre de Yoana, y el anciano Ananías.


Es la casa de Ana, madre de Yoana; la casa de campo donde Jesús, acompañado de la madre de Judas, obró el milagro de la curación de Ana. También aquí una habitación, y una mujer que yace sobre un lecho; irreconocible ella, de tan desfigurada como está a causa de una mortal angustia.

Su rostro aparece consumido, devorado por la fiebre que enciende los pómulos, salientes de tan ahondados como están los carrillos. Los ojos, dentro de un círculo negro, rojos de fiebre y llanto, están semicerrados bajos los párpados hinchados. Donde no hay enrojecimiento de fiebre hay amarillez intensa, verdastra, como por bilis esparcida en la sangre. Los brazos descarnados, las manos afiladas, están desmayados sobre las mantas que un veloz jadeo levanta.

Junto a la enferma, que no es sino la madre de Judas, está la madre de Yoana, Ana, secando lágrimas y sudor, agitando un abanico, cambiando en la frente y la garganta de la enferma paños impregnados en un vinagre aromatizado, acariciando a la enferma las manos y los sueltos cabellos, esos cabellos que, en poco tiempo, han pasado a ser más blancos que negros y que están esparcidos sobre la almohada o aglutinados por el sudor tras las orejas ahora transparentes. Y llora también Ana, diciendo palabras de consuelo:

-¡Así no, María! ¡Así no! ¡Basta! Él... él ha pecado. Pero tú, tú sabes cómo el Señor Jesús...

-¡Calla! Ese Nombre... diciéndomelo a mí... se profana...

¡Soy la madre... del Caín… de Dios! ¡Ay!

El llanto quedo se transforma en extremo, lacerante sollozo. La mujer siente ahogarse, se agarra al cuello de su amiga, que la socorre; un vómito bilioso le sale por la boca.

-¡Cálmate! ¡Cálmate, ¡María! ¡Así no! ¡Oh!, ¿qué puedo decirte para convencerte de que Él, el Señor, te quiere? ¡Te lo repito! ¡Te lo juro por las cosas para mí más santas: por el Salvador y por mi hija! Él me lo dijo cuando lo condujiste a mí. Él tuvo para ti palabras y detalles de un amor infinito. Tú eres inocente. Él te quiere. Estoy segura, segura estoy de que se entregaría otra vez por darte paz, pobre madre mártir.

-¡Madre del Caín de Dios! ¿Oyes? El viento, ahí afuera... lo dice... Va por el mundo la voz... la voz del viento, y dice: "María de Simón, madre de Judas, el que traicionó al Maestro y lo entregó a sus crucifixores". ¿Oyes? Todo lo dice... El arroyo, ahí afuera... Las tórtolas... las ovejas... Toda la Tierra grita que soy yo... No, no quiero curarme. ¡Morir es lo que quiero!... Dios es justo y no descargará su mano contra mí en la otra vida. Pero aquí, no. El mundo no perdona... no distingue... Me vuelvo loca porque el mundo grita...: "¡Eres la madre de Judas!".
Vuelve a caer, exhausta, sobre la almohada. Ana la coloca y sale para llevarse los paños ya sucios...
María, con los ojos cerrados, exangüe después del esfuerzo realizado, gimiendo, dice:

-¡La madre de Judas!, ¡de Judas!, ¡de Judas!
Jadea. Luego continúa:

-Pero ¡qué es Judas? ¿Qué di a luz? ¿Qué es Judas? ¡Qué di...?

Jesús está en la habitación, que una trémula luz clarea (y es que todavía la luz del día es demasiado escasa como para iluminar esta vasta habitación, en la que la cama está en el fondo, muy lejos de la única ventana que hay). Llama dulcemente:

-¡María! ¡María de Simón!

La mujer está casi en estado de delirio y no da relevancia a la voz. Está ausente, enajenada dentro de los torbellinos de su dolor, y repite las ideas que obsesionan su cerebro, monótonamente, como el tictac de un péndulo:

-¡La madre de Judas! ¿Qué di a luz? El mundo grita: "¡La madre de Judas!"...

Jesús tiene dos lágrimas en el lagrimal de sus ojos dulcísimos. Me asombran mucho. No creía que Jesús pudiera llorar después de su resurrección...

Se agacha. ¡La cama es tan baja para Él tan alto...! Pone la mano en la frente febril, apartando los paños impregnados en vinagre, y dice:

-Un desdichado. Esto. Nada más. Si el mundo grita, Dios cubre el grito del mundo diciéndote: "Ten paz, porque Yo te quiero". ¡Pobre madre, mírame! Recoge tu espíritu desorientado y ponlo en mis manos. ¡Soy Jesús!...

María de Simón abre los ojos como saliendo de una pesadilla y ve al Señor, siente su Mano en su frente, se lleva las manos temblorosas a la cara y, gimiendo, dice:

-¡No me maldigas! Si hubiera sabido lo que engendraba, me habría arrancado las entrañas para impedir que naciera.

-Y habrías pecado. ¡María! ¡Oh, María! No te apartes de tu justicia por el pecado de otro. Las madres que han cumplido con su tarea no deben considerarse responsables del pecado de sus hijos. Tú has cumplido con tu deber, María. Dame tus pobres manos. Pobre madre, tranquilízate.

-Soy la madre de Judas. Impura estoy como todo lo que ese demonio tocó. ¡Madre de un demonio! No me toques.
Forcejea tratando de evitar las Manos divinas, que quieren sujetarla.

Las dos lágrimas de Jesús le caen a la mujer en la cara, que otra vez está encendida de fiebre.

-Yo te he purificado, María. Tienes en ti mis lágrimas de piedad. Por ninguno he llorado desde que consumí mi dolor. Pero por ti lloro con toda mi amorosa piedad.

Ha logrado tomarle las manos y se sienta, sí, realmente se sienta en el borde la cama, y tiene esas manos temblorosas entre las suyas.

La piedad amorosa de sus fúlgidos ojos acaricia, envuelve, a la infeliz, que se calma y llora quedamente, y susurra:

-¿No me guardas rencor?
-Te tengo amor. He venido por esto. Ten paz.

-¡Tú perdonas! ¡Pero el mundo! ¡Tu Madre! Me odiará.

-Ella piensa en ti como en una hermana. El mundo es cruel. Es verdad. Pero mi Madre es la Madre del Amor, y es buena. Tú no puedes ir por el mundo, pero Ella vendrá a ti cuando todo esté en paz. El tiempo pacifica...

-Hazme morir, si me quieres...

-Todavía un poco. Tu hijo no supo darme nada. Tú dame un tiempo de tu sufrimiento. Será breve.

-Mi hijo te dio demasiado... Te dio el horror infinito.

-Y tú el dolor infinito. El horror ha pasado. Ya no tiene utilidad Tu dolor sí; se une a estas llagas mías, y tus lágrimas y mi Sangre lavan al mundo. Todo el dolor se une para lavar al mundo. Tus lágrimas están entre mi Sangre y el llanto de mi Madre, y alrededor está todo el dolor de los santos que sufrirán por Cristo y por los hombres, por amor mío y amor a los hombres. ¡Pobre María!

La recuesta dulcemente, le cruza las manos, la mira mientras se tranquiliza...

Vuelve Ana. Se queda atónita en la puerta.

Jesús, que de nuevo se ha alzado, la mira diciendo:

-Has obedecido a mi deseo. Para los obedientes, paz. Tu alma me ha comprendido. Vive en mi paz.

Baja de nuevo los ojos hacia María de Simón, que lo mira detrás de un fluir de lágrimas ahora más serenas; y le sonríe y le dice todavía:

-Pon todas tus esperanzas en el Señor. El te dará todas sus consolaciones.

La bendice y hace ademán de marcharse.
María de Simón emite un grito apasionado:

-¡Se dice que mi hijo te traicionó con un beso! ¿Es verdad, Señor? Si es así, deja que yo lo lave besándote las Manos. ¡No puedo hacer otra cosa! No puedo hacer otra cosa para borrar... para borrar...

El dolor le vuelve, más fuerte.

Jesús, ¡oh!, no es que le dé a besar las Manos -esas Manos que quedan semicubiertas por la ancha manga de la cándida túnica, que pende hasta la mitad del metacarpo y esconde las heridas-, lo que hace es que toma la cabeza de la mujer entre sus manos y se agacha para rozar con los labios divinos la frente ardiente de esta mujer desdichadísima entre todas las mujeres. Y al alzarse le dice:

-¡Mis lágrimas y mi beso! Ninguno ha recibido tanto de mí. Quédate, pues, con la paz de saber que entre tú y Yo no hay sino amor.

La bendice y, cruzando rápidamente la habitación, sale detrás de Ana, que no se ha atrevido a entrar ni a hablar, sino que sólo llora de emoción. Pero, una vez en el pasillo que lleva a la puerta de casa, Ana se atreve a hablar, a hacer la pregunta que tiene en su corazón:

-¿Mi Yoana?
-Desde hace quince días goza en el Cielo. No lo he dicho ahí porque demasiado grande es el contraste entre tu hija y su hijo.

-¡Es verdad! ¡Gran congoja! Creo que morirá de ello.
-No. No enseguida.

-Ahora tendrá más paz. La has consolado. ¡Tú, Tú que más que nadie...!

-Yo que más que nadie me compadezco de ella. Yo soy la divina Compasión. Soy el Amor. Te digo, mujer, que hubiera bastado con que Judas me hubiera dirigido una mirada de arrepentimiento para que le hubiera obtenido el perdón de Dios...

¡Qué tristeza hay en el rostro de Jesús!

La mujer se siente impresionada por esta tristeza. Palabras y silencio luchan en sus labios, pero es mujer, y la curiosidad la vence. Pregunta:

-Pero fue una... un... Sí, lo que quiero decir es que si ese desdichado pecó de repente o...

-Hacía meses que pecaba. Y tan fuerte era su voluntad de pecar, que ninguna palabra mía ni acto mío valieron para frenarlo. Pero no le digas esto a ella...

-¡No se lo diré!... ¡Señor! Fíjate, cuando Ananías, que en la misma noche de la Parasceve había huido de Jerusalén sin siquiera concluir la Pascua, entró aquí gritando: "¡Tu hijo ha traicionado al Maestro y lo ha entregado a sus enemigos! Con un beso lo ha traicionado. Y yo he visto al Maestro cargado de golpes y esputos, flagelado, coronado de espinas, cargando con la cruz, crucificado y muerto por obra de tu hijo. Y los enemigos del Maestro gritan nuestro nombre con un repugnante sentido de triunfo. Y se narran las hazañas de tu hijo, que ha vendido al Mesías por menos de lo que cuesta un cordero y lo ha señalado ante la gente armada con un beso de traición", María cayó al suelo, ennegrecida de repente. Y el médico dice que se esparció su hiel y se rompió su hígado, quedando corrompida toda su sangre. Y... el mundo es malo... ella tiene razón... Tuve que traerla aquí, porque en Keriot se acercaban a la casa para gritar: "¡Tu hijo deicida y suicida! ¡Se ha ahorcado! Belcebú ha atrapado su alma, y hasta ha ido por el cuerpo Satanás". ¿Es verdad que ha sucedido este horrendo prodigio?

-No, mujer. Fue hallado muerto colgado de un olivo...
-¡Ah! Y gritaban: "Cristo ha resucitado y es Dios. Tu hijo ha traicionado a Dios. Eres la madre del traidor de Dios. Eres la madre de Judas". De noche, con Ananías y un criado fiel, el único que me ha quedado, porque ninguno ha querido permanecer al lado de ella... la traje aquí. Pero María oye esos gritos en el viento, en el rumor de la tierra, en todo.

-¡Pobre madre! Es horrendo, sí.
-¿Pero ese demonio no pensó en esto, Señor?
-Era una de las razones que yo usaba para pararlo. Pero no fue eficaz. Judas, que nunca había amado con verdadero amor ni a su padre ni a su madre ni a ningún prójimo suyo, llegó a odiar a Dios.
-¡Sí, nunca había amado!

-Adiós, mujer. Que mi bendición te conforte para soportar los ultrajes del mundo por tu piedad con María. Besa mi mano. A ti te la puedo enseñar; a ella le habría hecho demasiado daño el ver esto-Retira la manga, descubriendo así la muñeca traspasada.

Ana emite un gemido mientras roza apenas con los labios la punta de los dedos.

Se oye el ruido de una puerta que se abre y un grito ahogado:

-¡El Señor!

Un hombre ya entrado en años se arrodilla y permanece postrado.

-Ananías, bueno es el Señor. Ha venido a confortar a tu pariente y también a nosotros -dice Ana, que quiere también confortar al anciano en su demasiada gran emoción.

Pero el hombre no se atreve a hacer movimiento alguno. Llora mientras dice: -Somos de una sangre horrible. No puedo mirar al Señor.

Jesús se acerca a él. Le toca la cabeza y dice las mismas palabras ya dichas a María de Simón:

-Los parientes que han cumplido con su deber no deben considerarse responsables del pecado de su pariente.

¡Ánimo, Ananías! Dios es justo. La paz a ti y a esta casa.

Yo he venido y tú irás a donde te envío. Para la Pascua suplementaria los discípulos estarán en Betania. Irás a ellos y les dirás que el duodécimo día después de su muerte viste en Keriot al Señor, vivo y verdadero, en Carne y Alma y Divinidad. Te creerán, porque ya mucho he estado con ellos. Pero los confirmará en la fe en mi Naturaleza divina el saber que estoy en todas partes en el mismo día. Y antes, hoy mismo, irás a Keriot y le pedirás al arquisinagogo que reúna al pueblo, y dirás en presencia de todos que Yo he venido aquí, y que recuerden las palabras de mi despedida. Te dirán: "¿Por qué no ha venido a nosotros?". Responderás así: "El Señor me ha dicho que os diga que, si hubierais hecho lo que Él os había dicho que hicierais respecto a la madre no culpable, se habría mostrado. Habéis faltado contra el amor y el Señor no se ha mostrado por eso". ¿Lo harás?

-¡Es difícil esto, Señor! ¡Difícil de hacer! Todos nos consideran leprosos del corazón... No me escuchará el arquisinagogo y no me dejará que hable al pueblo. Quizás me pegue... De todas formas, puesto que Tú lo quieres, lo haré.

El anciano no alza la cabeza; habla permaneciendo inclinado en actitud de postración profunda.
-¡Mírame, Ananías!

El hombre alza un rostro trémulo de veneración.
Jesús refulge y está hermoso como en el Tabor... La luz lo cubre, celando su aspecto y su sonrisa... Y vacío de Él se queda el pasillo, sin que ninguna puerta se haya movido para abrirle paso.

Los dos adoran, siguen adorando, en adoración viviente convertidos por la divina manifestación.

III. A los niños de Yuttá con su mamá Sara.


Es el huerto de la casa de Sara. Los niños juegan bajo los frondosos árboles. El más pequeño se revuelca junto a una tupida hilera de vides; los otros, más mayores, corren unos tras otros con gritos de golondrinas festivas, jugando a esconderse tras los setos y las vides y a descubrirse.

Jesús se aparece junto al pequeñuelo a quien dio el nombre. ¡Oh, santa sencillez de los inocentes! Iesaí no se asombra al verlo ahí de repente, sino que tiende a Él sus bracitos para que Jesús lo suba en brazos, y Jesús lo hace: la máxima naturalidad en el acto de ambos.
Acuden presurosos, los otros y -también aquí se ve esa sencillez gozosa de los niños-, sin expresiones de asombro, se acercan a Él felices. Parece como si para ellos nada hubiera cambiado. Quizás no saben lo que ha sucedido. Pero, después de la caricia de Jesús a cada uno de ellos, María, la más grandecita y de juicio más maduro, dice: -Entonces, ahora que has resucitado, ¿ya no sufres, Señor? ¡He sufrido mucho!...

-Ya no sufro. He venido a bendeciros antes de subir al Cielo, al Padre mío y vuestro. Pero desde allí seguiré bendiciéndoos siempre, si sois siempre buenos. Decid a los que me quieren que os he dejado hoy a vosotros mi bendición. Recordad este día.

-¿No entras en casa? Está nuestra mamá. A nosotros no nos creerán -dice María. Pero su hermano no pregunta. Grita:
-¡Mamá! ¡Mamá! ¡El Señor está aquí!... -y, corriendo hacia la casa, repite ese grito.
Sara, presurosa, sale, se asoma... a tiempo de ver a Jesús, hermosísimo en el linde del huerto, anulándose en la luz que lo absorbe...

-¡El Señor! ¿Pero por qué no me habéis llamado antes?... -dice Sara en cuanto puede hablar.
-¿Pero cuándo? ¿Por dónde ha venido? ¿Estaba solo? ¡Qué calamidades que sois!

-Lo hemos encontrado aquí. Un minuto antes no estaba... Por el camino no ha venido, ni tampoco por el huerto. Y tenía en brazos a Iesaí... y nos ha dicho que había venido a bendecirnos y a darnos la bendición para los que lo quieren de Yuttá, y que recordemos este día. Ahora va al Cielo. Pero nos querrá si somos buenos. ¡Qué guapo estaba! Tenía las manos heridas. Pero ya no le hacen daño. También los pies estaban heridos. Los he visto entre la hierba. Esa flor de ahí tocaba justo la herida de un pie. Voy a cogerla... -hablan todos al tiempo, encendidos de emoción. Hasta sudan con la ansiedad de hablar.
Sara los acaricia susurrando:

-¡Dios es grande! Vamos. Venid. Vamos a decírselo a todos. Hablad vosotros, que sois inocentes. Vosotros podéis hablar de Dios.

IV Al jovencito Yaia, en Pel.la.


El jovencito está trabajando con ardor en cargar un carrito de verduras (recogidas en un huerto cercano). El burrito golpea con su casco en el suelo duro del camino campestre.

Al volverse para coger un canasto de lechugas, ve a Jesús, que le sonríe. Deja caer el cesto al suelo y se arrodilla; se restriega los ojos, incrédulo de lo que ve, y susurra:
-¡Altísimo, no me pongas ante un espejismo; no permitas, Señor, que me engañe Satanás con falsas imágenes seductoras! ¡Mi Señor está bien muerto! Y fue sepultado y ahora dicen que robaron el cadáver. ¡Piedad, Señor altísimo! Muéstrame la verdad.

-Yo soy la Verdad, Yaia. Yo soy la Luz del mundo. Mírame. Veme. Por esto te devolví la vista, para que pudieras dar testimonio de mi poder y de mi Resurrección.
-¡Oh, es realmente el Señor! ¡Eres Tú! ¡Sí! ¡Tú eres Jesús!

Se arrastra de rodillas para besarle los pies.
-Dirás que me has visto y que has hablado conmigo, y que estoy bien vivo. Dirás que me has visto hoy. La paz a ti y mi bendición.

Yaia está otra vez solo. Feliz. Se olvida del carrito y de las verduras. En vano el burro patea inquieto el camino y rebuzna protestando por la espera... Yaia está en éxtasis.
Una mujer sale de la casa cercana al huerto y lo ve allí, pálido de emoción y con un rostro ausente. Grita:
-¡Yaia! ¿Qué te pasa? ¿Qué te ha sucedido?
Se acerca a él, lo zarandea, le hace volver a este mundo...

-¡El Señor! ¡He visto al Señor resucitado! Le he besado los pies y le he visto las llagas. Han mentido. Era realmente Dios y ha resucitado. Yo tenía miedo de que fuera un engaño. ¡Pero es Él! ¡Es El!
La mujer tiembla por un escalofrío de emoción y susurra:
-¿Estás completamente seguro?

-Tú eres buena, mujer. Por amor a Él nos has aceptado como criados, a mí y a mi madre. ¡No quieras no creer!...
-Si tú estás seguro, creo. ¿Pero era verdaderamente de carne y hueso? ¿Estaba caliente? ¿Respiraba? ¿Hablaba? ¿Tenía verdaderamente voz o sólo te lo ha parecido?
-Estoy seguro. Su carne tenía el calor de la carne viva. Era una voz verdadera. Era respiración. Hermoso como Dios, pero Hombre como yo y como tú. Vamos, vamos a decírselo a los que sufren o dudan.

V. A Juan de Nob.


El anciano está solo en su casa, pero sereno. Está arreglando una especie de silla que se ha desclavado por un lado. Sonríe (¿quién sabe ante qué sueño?).
Llaman a la puerta. El anciano, sin dejar su trabajo, dice:

-¡Adelante! ¿Qué queréis, vosotros que venís? ¿Todavía de aquéllos? ¡Soy viejo para cambiar! Aunque todo el mundo me gritara: "¡Está muerto!", yo diría: "Está vivo". Aunque ello me acarreara la muerte. ¡Pasad, pues!
Se levanta para ir a la puerta, para ver quién es el que llama y no entra. Pero, cuando está ya cerca, la puerta se abre y Jesús entra.

-¡Oh! ¡Oh! ¡Oh! ¡Mi Señor! ¡Vivo! ¡He creído y viene a premiar mi fe! ¡Bendito! Yo no he dudado. En mi dolor dije: "Si me ha mandado el cordero para el banquete de alegría, señal es de que este día resucitará". Entonces comprendí todo. Cuando moriste y la tierra tembló, comprendí lo que hasta ese momento no había entendido. Y parecí un loco, en Nob, porque, tras la puesta del sol del día siguiente del sábado, preparé el banquete y fui a invitar a unos mendigos diciendo: "¡Ha resucitado nuestro Amigo!". Ya se decía que no era verdad. Se decía que habían robado tu cadáver por la noche. Pero yo creí, porque desde que moriste comprendí que morías para resucitar, y que ésta era la señal de Jonás.
Jesús, sonriendo, lo deja hablar. Luego pregunta:

-¿Y ahora quieres todavía morir, o quieres seguir viviendo para dar testimonio de mi gloria?
-¡Lo que Tú quieras, Señor!
-No. Lo que tú quieras.
El anciano piensa. Luego decide:

-Sería hermoso salir de este mundo en el que ya no estás como antes. Pero renuncio a la paz del Cielo para decir a los incrédulos: "¡Yo lo he visto!"

Jesús le pone la mano en la cabeza, lo bendice y añade:
-Pero pronto llegará también la paz y tú vendrás a mí con el grado de confesor del Cristo.

Y se marcha. Aquí, quizás por piedad hacia el longevo anciano, no ha dado una forma maravillosa a su aparecer y desaparecer, sino que, en todo, se ha manifestado como si fuera el Jesús de antes, que entraba y salía de una casa humanamente.

VI. A Matías, el solitario de los aledaños de Yabés Galaad.


Está trabajando el anciano en sus verduras. Monologa:
-Todos estos bienes los tengo por Él. Y Él no los saboreará ya nunca más En vano he trabajado. Yo creo que Él era el Hijo de Dios, que ha muerto y resucitado. Pero ya no es el Maestro que se sienta a la mesa del pobre o del rico y comparte con igual amor... quizás, bueno, seguro, con más amor... el alimento con el pobre y con el rico. Ahora es el Señor resucitado. Ha resucitado para confirmarnos en la fe a nosotros sus fieles. Y esa gente dice que no es verdad. Que nadie nunca se ha resucitado a sí mismo. Nadie. No. Ningún hombre. Pero Él sí. Porque Él es Dios.

Da unas palmadas para que se alejen sus palomas, que bajan a robar semillas de la tierra recientemente layada y sembrada, y dice:

-¡Ya es inútil que criéis! ¡Él no comerá ya de vuestra prole! ¿Y vosotras, inútiles abejas? ¿Para qué fabricáis la miel? Había abrigado la esperanza de tenerlo conmigo, al menos una vez ahora que soy menos pobre. Todo ha prosperado aquí después de su venida... ¡Ah!, pero con ese dinero que nunca he tocado quiero ir a Nazaret, donde su Madre, y decirle: "Hazme siervo tuyo, pero déjame aquí donde tú estás, porque tú eres todavía Él"...

Se seca una lágrima con el dorso de la mano...
-Matías, ¿tienes un pan para un peregrino?

Matías alza la cabeza. Pero estando, como está, de rodillas, no ve quién es el que habla detrás del alto seto que rodea su pequeña propiedad perdida en esta soledad verde que es este lugar de la Transjordania. Pero responde:

-Quienquiera que seas, ven, en nombre del Señor Jesús.
Y se pone en pie para abrir la barrera.

Se encuentra enfrente a Jesús y se queda con la mano en el cerrojo, sin poder hacer ya ningún movimiento.
-¿No me quieres como huésped, Matías? Una vez me abriste tu casa. Te estabas lamentando de no poder hacerlo ya. Estoy aquí... ¿y no me abres? -dice Jesús sonriendo.
-¡Oh! Señor... yo... yo... no soy digno de que mi Señor entre aquí... Yo...

Jesús pasa la mano por encima de la barrera y libera el cerrojo diciendo:

-El Señor entra donde quiere, Matías.

Entra, se adentra en el humilde huerto, va hacia la casa y ya en el umbral de la puerta, dice:

-Sacrifica, pues, a los hijos de tus palomas. Saca de la tierra tus verduras. Recoge la miel de tus abejas. Compartiremos el pan, y no habrá sido inútil tu trabajo ni vano tu deseo. Y amarás este lugar; sin ir a Nazaret, donde pronto habrá silencio y abandono. Yo estoy en todas partes, Matías. El que me ama está conmigo, siempre. Mis discípulos estarán en Jerusalén. Allí surgirá mi Iglesia. Haz plan de estar en la Pascua suplementaria.
-Perdóname, Señor, pero no supe resistir en aquel lugar, y huí. Había llegado a la hora nona del día antes de la Parasceve, y al día siguiente... ¡Oh, huí por no verte morir! Sólo por eso, Señor.

-Lo sé. Y sé que volviste -uno de los primeros-para llorar ante mi sepulcro. Pero ya estaba vacío. Yo ya no estaba en él. Sé todo. Mira, Yo me siento aquí y descanso. Aquí siempre he descansado... Y los ángeles lo saben.
El hombre se pone manos a la obra. Pero se mueve con gestos tan reverentes, que parece moverse dentro de una iglesia. De vez en cuando se seca una lágrima que quiere mezclarse con su sonrisa, mientras va y viene para tomar los pichones, matarlos, prepararlos, atizar la lumbre, arrancar y enjuagar las verduras, disponer en un plato los higos tempranos, aparejar la pobre mesa con las mejores piezas de vajilla. Ya está todo preparado. Pero ¿cómo sentarse a comer? Quiere servir, y ello ya le parece mucho; no quiere nada más.

Pero Jesús, que ha ofrecido y bendecido los alimentos, le da la mitad del pichón (lo ha cortado y ha puesto la carne en un trozo de hogaza que antes ha untado en el jugo).

-¡Como a un predilecto! -dice el hombre, y come, llorando de alegría y de emoción, sin quitar los ojos de Jesús, que come... que bebe, que saborea las verduras, la fruta, la miel, y que le ofrece su copa después de haber bebido un sorbo de vino. Antes había bebido sólo agua.
Termina la comida.

-Estoy bien vivo. Ya lo ves. Y tú bien contento. Recuerda que hace doce días Yo moría por voluntad de los hombres. Pero que nula es la voluntad de los hombres cuando no goza del consenso de la voluntad de Dios. Es más, la voluntad contraria de los hombres se vuelve instrumento servil de la Voluntad eterna. Adiós, Matías. Porque he dicho que conmigo estará quien me haya dado de beber, quien dio de beber cuando era el Peregrino al respecto del cual todavía era lícito tener dudas; así, Yo te digo: tú tendrás parte en mi Reino celeste.

-¡Pero ahora te pierdo, Señor!

-Veme en todos los peregrinos, en todos los mendigos, en todos los enfermos, en todos los que necesitan pan, agua y ropa. Yo estoy en todos los que sufren, y lo que se hace con uno que sufre a mí se me hace.
Abre los brazos bendiciendo y desaparece.

VII. A Abraham de Engadí, que muere en sus brazos.


La plaza de Engadí: templo hipóstilo de palmeras susurrantes. La fuente: espejo para este cielo abrileño. Las palomas: murmullo bajo de órgano.

El anciano Abraham la cruza con sus instrumentos de trabajo cargados al hombro. Aún más viejo, pero sereno, como quien hubiera hallado calma después de mucha tempestad. Cruza también el resto de la ciudad y va a las viñas cercanas a las fuentes, las hermosas viñas fecundas, ya llenas de promesas de vendimia copiosa. Entra, se pone a sachar, a podar, a atar. De vez en cuando se endereza, se apoya en la azada y piensa. Se alisa esa barba suya patriarcal, suspira, menea la cabeza... desarrollando un discurso interior.

Un hombre muy arropado en su manto sube por el camino hacia las fuentes y las viñas. Digo: un hombre. Pero es Jesús, porque es su indumento y es su modo majestuoso de andar. Pero para el viejo es un hombre. Y el Hombre pregunta a Abraham:

-¿Puedo hacer un alto aquí?
-Sagrada es la hospitalidad. No se la he negado nunca a nadie. Ven. Entra. Te sea dulce el descanso a la sombra de mis vides. ¿Quieres leche? ¿Pan? Te daré lo que poseo, aquí.

-¿Y Yo que te puedo dar? No tengo nada.
-El que es el Mesías me ha dado todo, por todos los hombres. Y por mucho que dé, nada doy respecto a lo que Él me ha dado.

-¿Sabes que lo han crucificado?
-Sé que ha resucitado. ¿Eres tú un crucifixor? Yo no puedo odiar, porque E1 no quiere odio. Pero, si pudiera, te odiaría si lo fueras.

-No soy un crucifixor suyo. Estáte tranquilo. Tú, entonces, sabes todo sobre Él.
-Todo. Y Eliseo, que es mi hijo, no ha vuelto de Jerusalén. Había dicho: "Despídeme, padre, porque dejo todos los bienes para predicar al Señor. Iré a Cafarnaúm, a buscar a Juan, y me uniré a los discípulos fieles".

-¿Entonces tu hijo te ha dejado? ¿Tan anciano y tan solo?
-Esto que llamas abandono es mi gozo soñado. ¿No me había despojado de él la lepra? ¿Y quién me lo devolvió? El Mesías. ¿Y lo pierdo, acaso, porque predique al Señor? ¡Por supuesto que no! Lo encontraré de nuevo en la vida eterna. Pero... hablas de una manera que despierta en mí sospechas. ¿Eres un emisario del Templo? ¿Vienes a perseguir a los que creen en el Resucitado? ¡Descarga tu mano! No huyo. No imito a los tres sabios del pasado lejano. Yo me quedo. Porque, si caigo por Él, lo encuentro en el Cielo y se cumple mi súplica del año anterior a éste.

-Es verdad. Tú dijiste entonces: "He esperado ansiosamente al Señor y É1 se ha inclinado hacia mí".
-¿Cómo lo sabes? ¿Eres uno de sus discípulos? ¿Estabas aquí con Él cuando le hice esta súplica? ¡Oh, si lo eres, ayúdame a hacerle llegar mi grito, para que lo recuerde.
Se postra, creyendo que está hablando con un apóstol.

-Abraham de Engadí, Soy Yo, y te digo: "Ven".
Jesús le abre los brazos manifestándose, y lo invita a lanzarse a ellos, a abandonarse en su Corazón.
Entra en ese momento en la viña un niño, seguido por un jovencito; viene llamando:

-¡Padre! ¡Padre! Venimos en tu ayuda.
Pero el trinado grito del niño queda ahogado por el poderoso grito del anciano, un verdadero grito de liberación:
-¡Sí, voy!

Y Abraham se arroja a los brazos de Jesús, gritando todavía estas palabras: -¡Jesús, Mesías Santo! ¡En tus manos encomiendo mi espíritu!

¡Oh, muerte dichosa! ¡Muerte que envidio! Sobre el Corazón de Cristo, en la paz serena del campo floreciente de Abril...

Jesús deposita serenamente al anciano sobre la hierba florecida que ondea con la brisa; lo deposita al pie de una hilera de vides, y, a los niños, que se han quedado casi llorando atónitos y asustados, les dice:
-No lloréis. Ha muerto en el Señor. ¡Bienaventurados los que mueren en Él! Id, niños, a avisar a los de Engadí de que su arquisinagogo ha visto al Resucitado y Él ha escuchado su súplica. ¡No lloréis! ¡No lloréis!

Los acaricia mientras los guía hacia la salida.
Luego vuelve donde el difunto y le alisa la barba y el pelo, le baja los párpados que habían quedado semicerrados, lo extiende encima del manto que Abraham se había quitado para trabajar y le coloca los brazos y las piernas.

Está allí hasta que oye voces procedentes del camino. Entonces se yergue. Espléndido... Los que llegan lo ven. Gritan. Aceleran su ya veloz marcha para llegar donde Jesús. Pero Él se cela a sus miradas en el fulgor de un rayo más vivo que el Sol.

VIII. A Elías, el esenio del Carit.
La soledad áspera de la abrupta montaña por cuyo pie corre el Carit. Elías orando, aún más flaco y barbado, vestido con una áspera túnica de lana, ni gris ni marrón, que le hace semejante a las rocas que lo rodean.
Oye un ruido como de viento o trueno. Alza la cabeza. Jesús ha aparecido sobre una peña suspendida en equilibrio sobre el precipicio por cuyo fondo corre el torrente.

-¡El Maestro!

Se arroja al suelo, rostro en tierra.

-Yo, Elías. ¿No sentiste el terremoto de Parasceve?

-Lo sentí y bajé a Jericó y a casa de Nique. No encontré a ninguno de los que te quieren. Pedí noticias sobre ti. Me pegaron. Luego sentí otra vez temblar la tierra, pero más ligeramente, y volví aquí, en actitud de penitencia, pensando que se había abierto el dique de la ira celeste.

-De la Misericordia divina. Yo he muerto y he resucitado. Mira mis llagas. Únete, en el Tabor, a los siervos del Señor y diles que te he enviado Yo.

Lo bendice y desaparece.

IX. A Dorca y a su hijo, en el castillo de Cesárea de Filipo.


El hijo de Dorca, sujetado por su madre, da los primeros pasos sobre el bastión de la fortaleza. Dorca, estando encorvada, no ve aparecer al Señor. Pero cuando, habiendo dejado un poco libre al niñito y viendo que éste camina seguro y rápido hacia el ángulo del bastión, se yergue para correr (para impedir que se caiga, y quizás perezca, si pasa por entre las almenas o pasajes hábilmente hechos para las armas ofensivas), entonces ve a Jesús, que está recogiendo en su pecho al infante y lo está besando.

La mujer no se atreve a moverse. Pero grita, grita fuerte; un grito que hace levantar la cabeza a los que están en los patios, y hace asomar las caras por las ventanas: -¡El Señor! ¡El Señor! ¡El Mesías está aquí! ¡Ha resucitado verdaderamente!

Pero, antes de que la gente pueda acudir, Jesús ya ha desaparecido.

-¡Estás loca! ¡Soñabas! Un juego de luz te ha hecho ver un fantasma.

-¡Estaba bien vivo! Mirad cómo mira mi hijo hacia allá.
Mirad, tiene en sus manos una linda manzana, tan linda como su carita. La está mordiendo con sus dientecitos y sonríe. Yo no tengo manzanas...

-Nadie tiene manzanas maduras en estos días, y tan frescas... -dicen impresionados.
-Vamos a preguntarle a Tobías -dicen algunas mujeres.
-¿Pero qué pretendéis! ¡Apenas sabe decir "mamá"! -dicen algunos hombres en tono sarcástico.
Pero las mujeres se agachan hacia el niñito y dicen:
-¿Quién te ha dado la manzana?

Y esa boca, que casi no sabe pronunciar las más elementales palabras, sonriente toda con sus diminutos dientecitos y sus encías todavía vacías, dice segura:
-Jesús.
-¡Oh!

-¡Claro, le llamáis Iesaí! Sabe decir su nombre.
-¿Jesús tú o Jesús el Señor? ¿Qué Señor? ¿Dónde lo has visto? -insisten, apremiantes, las mujeres.
-Allí, el Señor. Jesús el Señor.
-¿Dónde está? ¿A dónde se ha ido?
-Allí.

Señala hacia el cielo lleno de sol, y ríe feliz mordiendo su manzana.
Y, mientras los hombres se marchan meneando la cabeza, Dorca dice a las mujeres:

-Estaba hermoso. Parecía vestido de luz. Y tenía en las manos la señal de los clavos, rojas como una gema en medio de una gran blancura. He visto bien, porque tenía al niño así -y repite el gesto de Jesús.

Acude el superintendente. Pide que le repitan lo acaecido, piensa, concluye:

-El salmo (8, 3) lo dice: "En la boca de los niños y de los lactantes has puesto la alabanza perfecta". ¿Y por qué no va a ser así?

Ellos son inocentes. Y nosotros... Recordemos este día...
-¡Qué va hombre... lo que hago es que voy al pueblo donde están los discípulos! Voy a ver si está allí el Rabí... Pero el caso es que... había muerto... ¡En fin!...
Y diciendo este « ¡en fin!», que se concluye internamente, el superintendente se marcha, mientras las mujeres, exaltadas, siguen haciendo preguntas al niño, que ríe y repite: «Jesús, allí. Y luego allí. Jesús Señor», y señala al lugar donde estaba Jesús, luego hacia el sol, tras el que lo vio desaparecer, feliz, feliz.

X. A las personas reunidas en la sinagoga de Quedes.


La gente de Quedes está reunida en la sinagoga y comenta con el viejo Matías, el arquisinagogo, los últimos acontecimientos. La sinagoga aparece más bien semioscura, y es que las puertas están cerradas y las cortinas de las ventanas echadas, cortinas gruesas apenas movidas por el viento de Abril.

Un relámpago ilumina el interior de la sinagoga. Parece un relámpago, pero es la luz que precede a Jesús. Y Jesús, ante el estupor de las muchas personas presentes, se manifiesta. Abre los brazos y, bien visibles, aparecen las heridas de las manos; y también de los pies, porque se ha presentado en el último de los tres peldaños que conducen a una puerta cerrada. Dice:

-He resucitado. Os recuerdo la disputa que hubo entre mí y los escribas. A esta generación malvada le he dado la señal que había prometido. La señal de Jonás. A quien me ama y me es fiel le doy mi bendición.
Nada más. Ha desaparecido.

-¡Era Él! ¿De dónde? ¡Y estaba vivo! ¡Él lo había dicho! ¡Ahora comprendo! La señal de Jonás: tres días en las entrañas de la Tierra y luego la resurrección...

Murmullo de comentarios...

XI. A un grupo de rabíes en Yiscala
.

Un grupo venenoso de rabíes que tratan de persuadir de sus exigencias a algunos hombres que titubean. Lo que quieren es conseguir que éstos vayan donde Gamaliel, que se ha encerrado en su casa y no quiere ver a nadie.

Dicen estos hombres:

-Os decimos que no está aquí. No sabemos dónde está. Ha venido. Ha consultado unos rollos. Se ha marchado. No ha dicho una sola palabra.
Y otros añaden:

-Tenía un aspecto tan alterado, y estaba tan envejecido, que metía miedo.

Con gesto de descortesía, los rabíes dan la espalda a estos que están hablando, y se marchan diciendo:

-¡Gamaliel también está loco, como Simón! ¡No es verdad que el Galileo ha resucitado! No es verdad. ¡No es verdad! No es verdad que es Dios. No es verdad. Nada es verdad. Sólo nosotros estamos en la verdad.

El propio afán con que dicen que no es verdad muestra su miedo a que sea verdad y su necesidad de afianzarse.

Han bordeado la pared de la casa, ahora van en dirección a la tumba de Hil.lel. Mientras siguen ladrando sus negaciones, alzan la cara... y huyen lanzando un grito.

Jesús, bonísimo con los buenos, está allí, lleno de terrible potencia, con los brazos abiertos como en la cruz... Las llagas en las manos rojean como si todavía gotearan sangre. No dice una sola palabra. Pero sus miradas fulminan.

Los rabíes huyen, caen, vuelven a levantarse, se hieren contra plantas y piedras, enloquecidos, trastornados por el miedo. Asemejan a homicidas a los que se condujera a la presencia de la víctima.

XII. A Joaquín y María, en Bosra.


-¡María! ¡María! ¡Joaquín y María! ¡Venid fuera!

Los dos, que están en una habitación tranquila e iluminada por una lámpara, ella cosiendo, él haciendo cuentas, alzan la cabeza, se miran... Joaquín, palideciendo de miedo, susurra:

-¡La voz del Rabí! Viene de la otra vida...
La mujer, aterrada, se abraza al hombre.

Pero la llamada se repite, y los dos, bien estrechados el uno con el otro, para infundirse valor recíprocamente, se atreven a salir, a ir en la dirección de la voz.

En el jardín, iluminado por el hocino de una luna nueva, resplandece, envuelto por una luz más fuerte que muchas lunas, Jesús. La luz lo rodea y lo hace Dios; la sonrisa dulcísima y la mirada amorosa lo hacen Hombre:
-Id a decir a los de Bosra que me habéis visto vivo y real. Y decidlo en el Tabor, tú, Joaquín, a los que estén congregados allí.

Los bendice. Desaparece.

-¡Era Él! ¡No era un sueño! Yo... Mañana voy a Galilea. ¿Ha dicho al Tabor, verdad?...

XIII. A María de Jacob, en Efraím.


La mujer está amasando harina para hacer pan. Se vuelve al oír que la llaman. Ve a Jesús. Rostro en tierra, las manos en el suelo, muda de adoración, un poco asustada.
Jesús habla:

-Dirás a todos que me has visto y que te he hablado. El Señor no está sujeto al sepulcro. He resucitado al tercer día, como había predicho. Perseverad, vosotros que estáis en mi camino, y no os dejéis seducir por las palabras de los que me crucificaron. Mi paz a ti.

XIV A Síntica, en Antioquía.

Síntica está preparando una bolsa de viaje. Es de noche. En efecto, puesta encima de una mesa, junto a 1a mujer, que está doblando unos vestidos, arde una lámpara pequeña, temblorosa, de luz bastante limitada.

La habitación se ilumina vivamente. Síntica alza la cabeza, asombrada, para ver qué es lo que sucede, de dónde viene esa luz tan clara en esa habitación enteramente cerrada. Pero, antes de ver, Jesús la previene:

-Soy Yo. No temas. Me he mostrado a muchos para confirmarlos en la fe. También a ti me muestro, discípula obediente y fiel. He resucitado. ¿Ves? Ya no tengo dolor. ¿Por qué lloras?

La mujer, ante la belleza del Glorificado, no encuentra las palabras... Jesús le sonríe para animarla, y añade:

-Soy el mismo Jesús que te acogió en el camino cerca de Cesárea. Supiste hablar entonces, estando tan atemorizada como estabas y siendo Yo para ti "el Desconocido", ¿y ahora no sabes decirme una palabra?

-¡Oh, Señor! Yo me estaba marchando... para quitarme del corazón tanta inquietud y dolor.

-¿Por qué dolor? ¿No te han dicho que había resucitado?
-Han dicho y han contradicho. Pero no me han turbado sus contradicciones. Yo sabía que no podías descomponerte en un sepulcro. He llorado por tu martirio. He creído en tu resurrección antes incluso de que me la refirieran. Y he seguido creyendo cuando han venido otros a decirme que no era verdad. Pero quería ir a Galilea. Pensaba: a Él ya no lo puedo perjudicar. Él ahora es más Dios que Hombre. No sé si me sé expresar bien...

-Comprendo tu pensamiento.

-Y decía: lo adoraré, y veré a María. Pensaba que Tú no ibas a permanecer mucho tiempo entre nosotros. De forma que estaba acelerando la partida. Decía: una vez vuelto al Padre, como Él decía, su Madre estará un poco triste dentro de su alegría. Porque es un alma, pero es también una madre... Y voy a tratar de consolarla, ahora que está sola... ¿Era soberbia yo!

-No. Compasiva. Le referiré a mi Madre este pensamiento tuyo. Pero no vayas allá. Quédate aquí donde estás y sigue trabajando para mí. Ahora más que antes. Tus hermanos, los discípulos, tienen necesidad del trabajo de todos para poder propagar mi doctrina. Me has visto, María está confiada a Juan. Cesen todas tus penas. Podrás fortalecer tu espíritu en la certidumbre de haberme visto y con la potencia de mi bendición.

Síntica siente grandes deseos de besarlo. Pero no se atreve. Jesús le dice:

-Ven.

Y ella se determina a arrastrarse de rodillas hasta Jesús, y hace el ademán de besarle los pies. Pero ve las dos llagas y no se atreve a hacerlo. Susurra:

-¡Qué te hicieron¡
Luego pregunta:

-¿Y Juan-Félix?
-Vive feliz. Sólo recuerda el amor, y en él vive. La paz a ti, Síntica.

Desaparece.

La mujer permanece en su actitud de adoración, de rodillas, alzada la cara, las manos un poco tendidas hacia delante, lágrimas en el rostro, una sonrisa en los labios...

XV. Al levita Zacarías.


Es una habitación pequeña. Pensativo está sentado, reclinada la cabeza sobre una mano, Zacarías, el levita.

-No abrigues dudas, no acojas las voces que te turban. Yo soy la Verdad y la Vida. Mírame. Tócame.

El joven, que al oír las primeras palabras ha levantado la cara y ha visto a Jesús, y luego ha caído de rodillas, grita:

-¡Perdóname, Señor! He pecado. He acogido dentro de mí la duda acerca de tu verdad.

-Más que tú, son culpables los que tratan de seducir tu espíritu. No cedas a sus tentaciones. Soy cuerpo vivo y real. Siente el peso y el calor, la consistencia y la fuerza de mi Mano.

Lo toma por un antebrazo y lo alza con fuerza, diciendo:
-Álzate y camina por los caminos del Señor. Al margen de la duda y del miedo. Bienaventurado serás si sabes perseverar hasta el final.

Lo bendice y desaparece.

El joven, pasados unos instantes de perpleja maravilla, sale precipitadamente de la habitación gritando:

-¡Madre! ¡Padre! He visto al Maestro. ¡No es verdad lo que dicen los otros! No estaba loco. No queráis persistir en creer en la mentira. No. Bendecid conmigo al Altísimo, que ha tenido piedad de su siervo. Me marcho. Voy a Galilea. Encontraré a algunos de los discípulos. Voy a decirles que crean, que realmente ha resucitado.

No toma consigo ninguna bolsa con alimento o vestidos. Se echa el manto encima y sale presuroso, sin dar siquiera tiempo a sus padres de salir de su estupor y poder intervenir para retenerlo.

XVI. A una mujer de la llanura de Sarón, que obtiene la curación de su hijo enfermo.


Un camino litoral. Quizás es el que une Cesárea con Joppe, o quizás otro; no lo sé. Lo que sé es que veo campos hacia dentro y el mar hacia fuera, azul vivo después de la línea amarillenta de la orilla. El camino es, esto sí es seguro, una arteria romana: su pavimentación lo atestigua.

Una mujer llorando va por él en las primeras horas de una mañana serena. La aurora poco ha que ha nacido. La mujer debe estar cansadísima porque de vez en cuando se detiene y se sienta en un poste kilométrico o en el mismo camino.

Y luego vuelve a alzarse y sigue, como si algo le aguijara a andar a pesar del fuerte cansancio.

Jesús, un viandante arropado en su manto, se pone a su lado. La mujer no lo mira. Camina absorta en su dolor. Jesús le pregunta

-¿Por qué lloras, mujer? ¿De dónde vienes? ¿A dónde vas tan sola?

-Vengo de Jerusalén y vuelvo a mi casa.
-¿Lejos?
-A mitad de camino entre Joppe y Cesárea.
-¿A pie?

-En el valle, antes de Modín, unos bandidos me han quitado el burro y todo lo que llevaba el animal.

-Ha sido una imprudencia venir sola. No es costumbre ir solos para la Pascua.

-No había venido para la Pascua. Me había quedado en casa, porque tengo, espero tenerlo todavía, un hijito enfermo. Mi marido había ido con los otros. Yo dejé que se adelantara, y cuatro días después fui yo. Porque dije:

"Sin duda, Él estará en Jerusalén para la Pascua. Lo buscaré". Tenía un poco de miedo. Pero dije: "No hago nada malo. Dios lo ve. Yo creo. Y sé que es bueno. No me rechazará, porque..." -Para de hablar, como con miedo, y dirige una fugaz mirada al hombre que va caminando a su lado, tan tapado que apenas se le ven los ojos, esos inconfundibles ojos de Jesús.

-¿Por qué callas? ¿Tienes miedo de mí? ¿Crees que soy enemigo del que tú buscabas? Porque buscabas al Maestro de Nazaret, para pedirle que fuera a tu casa a curar al niño mientras tu marido estaba ausente...

-Veo que eres profeta. Así es. Pero cuando llegué a la ciudad el Maestro había muerto.

El llanto la ahoga...
-Ha resucitado. ¿No lo crees?

-Lo sé. Lo creo. Pero yo... Pero yo... durante algunos días, también he tenido la esperanza de verlo... Se dice que se ha mostrado a algunos. Y he retardado mi salida de la ciudad... cada día que pasaba una congoja, porque... mi hijo está muy enfermo... Mi corazón está dividido... Ir para consolarlo en su muerte... Quedarme para buscar al Maestro... No pretendía que fuera a mi casa; pero sí, que me prometiera la curación.

-¿Y habrías creído? ¿Tú piensas que desde lejos?...
-Creo. ¡Oh, si me hubiera dicho: "Ve en paz, que tu hijo se curará", no habría dudado. Pero no lo merezco porque... ­llora, apretándose el velo contra los labios como para impedirles hablar.

-Porque tu marido es uno de los acusadores y verdugos de Jesucristo. Pero Jesucristo es el Mesías. Es Dios. Y Dios es justo, mujer. No castiga a un inocente por el culpable.

No tortura a una madre porque un padre sea pecador. Jesucristo es Misericordia viva...

-¡No serás tú uno de sus apóstoles! ¡Quizás sabes dónde está Él! Tú... Quizás te ha enviado a mí Él para decirme esto. Ha sentido, ha visto mi dolor, mi fe, y te envía a mí igual que a Tobías el Altísimo mandó al arcángel Rafael (Tobías 5-12). Dime si es así, y yo, a pesar de estar tan cansada que hasta tengo fiebre, volveré sobre mis pasos para buscar al Señor.

-No soy un apóstol. Pero en Jerusalén se quedaron los apóstoles bastantes días después de su Resurrección...
-Es verdad. Hubiera podido dirigirme a ellos.
-Eso es. Ellos continúan al Maestro.
-No creía que pudieran hacer milagros.

-Aún los han hecho...
-Pero ahora... Me han dicho que sólo uno permaneció fiel, y yo no creía...
-Sí. Tu marido te ha dicho eso, escarneciéndote movido por su delirio de falso triunfador. Pero Yo te digo que el hombre puede pecar, porque sólo Dios es perfecto. Y puede arrepentirse. Y, si se arrepiente, su fortaleza crece, y Dios le aumenta sus gracias por su contrición. ¿No perdonó, acaso, a David el Señor altísimo? (2 Samuel 12, 13)

-¿Pero quién eres? ¿Quién eres, que hablas con tanta dulzura y sabiduría, si no eres apóstol? ¿Eres un ángel? El ángel de mi hijo. Quizás es que ha expirado y Tú has venido a prepararme...

Jesús deja caer, de la cabeza y de la cara, el manto, y, pasando del aspecto modesto de un peregrino común a la majestuosidad suya de Dios-Hombre, resucitado de la muerte, dice con dulce solemnidad:

-Soy Yo. El Mesías crucificado en vano. Soy la Resurrección y la Vida. Ve, mujer. Tu hijo vive porque he premiado tu fe. Tu hijo está curado. Porque, aunque la misión del Rabí de Nazaret haya terminado, la del Emmanuel continúa hasta el final de los siglos para todos los que tienen fe en el Dios Uno y Trino, y esperanza en el Dios Uno y Trino, y caridad hacia el Dios Uno y Trino, del que el Verbo encarnado es una Persona, que por divino amor ha dejado el Cielo para venir a enseñar, a padecer y morir para dar a los hombres la Vida. Ve en paz, mujer. Y sé fuerte en la fe, porque ha llegado el tiempo en que en una familia el marido esté contra su esposa, el padre contra los hijos y éstos contra su padre, por odio o amor hacia mí. ¡Y bienaventurados aquellos a los que la persecución no aparte de mi Camino!

La bendice y desaparece.

XVII. A unos pastores en el Gran Hermón
.

Un grupo de rebaños y pastores. Han hecho un alto en su marcha en unas laderas de espléndidos pastos. Hablan de los acontecimientos de Jerusalén. Están apenados. Se dicen unos a otros:

-Ya no tendremos en la Tierra al Amigo de los pastores -y evocan los muchos momentos en que se encontraron, acá o allá, con Él...

-Encuentros -dice un anciano -que no volveremos a tener.

Jesús aparece, como saliendo de una espesura de tupidas y enmarañadas frondas, de un bosque de altos troncos abrazados por matorrales que impiden la visión del sendero. No lo reconocen en este hombre solitario, y, viéndolo tan envuelto en vestiduras blancas, comentan en tono bajo:

-¿Quién es? ¿Un esenio? ¿Aquí? ¿Un fariseo rico?
Muestran perplejidad.

Jesús pregunta:

-¿Por qué decís que no volveréis a encontraros con el Señor? Porque este de que habláis es el Señor.
-Lo sabemos. ¿Y Tú no sabes lo que le hicieron? Ahora hay quien dice que ha resucitado, y hay quien dice que no. Pero aunque, como preferimos creer nosotros, haya resucitado, se habrá marchado. ¿Cómo puede seguir amando a un pueblo que lo ha crucificado? ¿Cómo puede seguir entre la gente de ese pueblo? Y nosotros, que lo queríamos, aunque no todos lo habíamos conocido, estamos tristes porque lo hemos perdido.

-Hay una manera de tenerlo todavía. Él lo enseñaba.
-¡Sí! Haciendo lo que Él enseñaba. Entonces se tiene el Reino de los Cielos y se está con Él. Pero antes uno debe vivir y luego morir. Y Él ya no está en medio de nosotros para confortarnos.
Menean la cabeza.

-Hijitos míos, los que viven lo que Él ha enseñado, teniendo en el corazón su enseñanza, es como si tuvieran a Jesús en su corazón. Porque Palabra y Doctrina son una sola cosa. No era un Maestro que enseñara cosas que no fueran como Él era. Por eso, el que hace lo que Él ha dicho tiene a Jesús vivo dentro y no está separado de Él.

-Así es. Pero somos pobres seres humanos y... queremos ver también con los ojos para sentir bien la alegría... Yo no lo vi nunca, y tampoco mi hijo; ni Jacob, ése; ni Melquías, ése; ni ése, Santiago; ni Saúl. ¿Ves? Ya entre nosotros, sin ir más lejos, hay muchos que no lo han visto. Lo buscábamos siempre, y cuando llegábamos ya se había marchado.

-¿No estabais en Jerusalén ese día?
-¡Sí que estábamos! Pero cuando supimos lo que querían hacerle huimos como locos a los montes, y volvimos a la ciudad después del sábado. No somos culpables de su Sangre, porque no estábamos en la ciudad. Pero hicimos mal siendo cobardes. Al menos, lo habríamos visto, y dirigido nuestro saludo. Sin duda, nos habría bendecido por nuestro saludo... Pero no, verdaderamente no tuvimos el valor de verlo entre tormentos...

-Él os bendice ahora. Mirad a Aquel cuyo Rostro deseáis
conocer.

Se manifiesta, espléndidamente divino sobre el verdor del prado. Y ante su estupor, que les hace arrojarse al suelo, pero que también clava sus pupilas en el Rostro divino, desaparece envuelto en un fulgor de luz.

XVIII. Al niño que era ciego de nacimiento, en Sidón.


E1 niño está jugando completamente solo bajo una tupida enramada. Oye que lo llaman y se encuentra delante a Jesús. Le pregunta, bien poco tímido:

-¿Pero Tú eres el Rabí que me dio los ojos? -y clava sus límpidos ojos de niño, de un azul igual que el de los de Jesús, en loa fulgurantes ojos divinos.

-Soy Yo, niño. ¿Tú no tienes miedo de mí? -Lo acaricia en la cabeza.

-Miedo no. Pero yo y mamá lloramos mucho cuando mi padre volvió antes de lo previsto y nos dijo que había huido porque habían apresado al Rabí para matarlo. No hizo la Pascua y tiene que marcharse otra vez para hacerla. Pero ¿entonces no moriste?

-Morí. Mira las heridas. Morí en la cruz. Pero he resucitado. Vas a decirle a tu padre que se detenga un tiempo en Jerusalén después de la segunda Pascua, y que esté en las cercanías del Monte de los Olivos, en Betfagé. Allí encontrará a alguien que le dirá lo que ha de hacer.

-Mi padre pensaba buscarte. Durante la Fiesta de los Tabernáculos no pudo hablar contigo. Quería decirte que te quería por los ojos que me diste. Pero no pudo hacerlo entonces, ni tampoco ha podido esta vez...

-Lo hará con la fe en mí. Adiós, niño. La paz a ti y a tu familia.

XIX. A los campesinos de Jocanán.


La Luna besa los campos de Jocanán. Silencio absoluto. Las
pobres moradas de los labriegos, en una noche de bochorno que obliga a tener abierta al menos la puerta para no morir de calor en esas habitaciones bajas en que se agrupan demasiados cuerpos respecto a la cabida de los espacios.

Jesús entra en una de esas habitaciones. Parece como si la propia Luna alargara su rayo para poner una alfombra regia sobre el suelo de tierra. Se inclina hacia uno de los que duermen, que está boca abajo por el pesado sueño cargado de fatiga. Lo llama. Pasa a otro, y a otro. Llama a todos estos fieles y pobres amigos suyos. Pasa ligero y rápido como un ángel en vuelo. Entra en otros cuchitriles...

Luego va a esperarlos fuera, al pie de un grupo de árboles.

Los labriegos, medio dormidos, salen de sus chamizos: dos, tres, uno solo, cinco juntos, algunas mujeres. Están asombrados de haber sido llamados así, por una voz conocida que ha dicho a todos las mismas palabras: «Venid al pomar».

Van allí, terminando de ponerse las pobres ropas los hombres, o de fijarse los cabellos las mujeres, y hablan en voz baja.

-A mí me ha parecido la voz de Jesús de Nazaret.
-Quizás su espíritu. Lo han matado. ¿Habéis oído?
-Yo no puedo creerlo. Era Dios.
-Pues Joel lo vio incluso pasar cargado de la cruz...

-A mí me han dicho ayer, mientras esperaba a que el encargado hiciera sus compraventas, que han pasado por Jesrael los discípulos y han dicho que realmente ha resucitado.

-¡Calla! Ya sabes lo que dice el patrón. A1 que diga esto le espera la flagelación.
-La muerte, quizás. Pero ¿no sería mejor que sufrir de esta manera?

-¡Y ahora ya no está Él!
-Ahora que han conseguido matarlo son incluso peores.

-Son malos porque ha resucitado.
Hablan en voz baja mientras se dirigen al punto que les ha sido indicado.

-¡El Señor! -grita una mujer (y es la primera en caer de rodillas).

-¡Su fantasma! -gritan otros. Y algunos tienen miedo.

-Soy Yo. No temáis. No gritéis. Acercaos. Soy realmente Yo. He venido a confirmar vuestra fe, que sé que se ve insidiada por otros. ¿Veis? Mi Cuerpo proyecta sombra porque es verdadero cuerpo. No estáis soñando, no. Mi voz es verdadera voz. Soy el mismo Jesús que compartía con vosotros el pan y os daba amor. También ahora os doy amor.

Enviaré a mis discípulos a vosotros. Y seguiré siendo Yo, porque ellos os darán lo que Yo os daba y lo que les he dado para entrar en comunión con los que creen en mí.

Soportad vuestra cruz, como Yo he soportado la mía. Sed pacientes. Perdonad. Os dirán cómo morí. Imitadme. El camino del dolor es el camino del Cielo. Seguidlo con paz y tendréis el Reino mío. No hay otro camino sino el de la resignación a la voluntad de Dios y la generosidad y la caridad hacia todos. Si hubiera habido otro, os lo habría indicado.

Yo lo he recorrido, porque es el auténtico camino. Sed fieles a la Ley del Sinaí, que es inmutable en sus diez preceptos, y a mi Doctrina. Vendrán los que os van a instruir para que no estéis abandonados a las maniobras de los malvados. Yo os bendigo. Recordad siempre que os he amado y que he venido a vosotros antes y después de mi glorificación. En verdad os digo que muchos desearían verme ahora, pero no me verán. Muchos grandes. Pero Yo me muestro a los que amo y me aman.

Uno de los hombres se resuelve a decir:
-Entonces... ¿existe verdaderamente el Reino de los Cielos? ¿Tú eres verdaderamente el Mesías? Ellos tratan de influir en nosotros...

-No escuchéis sus palabras. Recordad las mías y acoged las de los discípulos míos que conocéis. Son palabras veraces. Y quien las acoge y practica, aunque aquí sea siervo o esclavo, será ciudadano y coheredero de mi Reino.
Los bendice abriendo los brazos y desaparece.

-¡Oh! ¡Yo... yo ya no temo nada!
-Y yo tampoco. ¿Has oído? ¡También para nosotros hay un lugar!

-¡Debemos ser buenos!
-¡Perdonar!
-¡Tener paciencia!
-Saber resistir.

-Buscar a los discípulos.
-Ha venido a visitarnos a nosotros, que somos unos pobres siervos.

-Se lo diremos a sus apóstoles.
-¡Si lo supiera Jocanán!
-¡Y Doras!

-Nos matarían para que no habláramos.
-Pero nosotros guardaremos silencio. Sólo se lo diremos a los siervos del Señor.

-Miqueas, ¿no tienes que ir con aquella carga a Seforí? ¿Por qué no vas a Nazaret a decir...?
-¿A quién?

-A la Madre. A los apóstoles. Quizás estén con Ella...
Se alejan comentando en voz baja sus proyectos.

XX. A Daniel, pariente del fariseo Elquías, con el Anciano Simón.


Elquías, el fariseo, con otros de su misma índole, está deliberando sobre las medidas que deben tomarse con el Anciano Simón (el que echó de su casa al padre, por haberse hecho seguidor de Jesús, Quien lo colocó con un justo en su negocio, aún allí, Simón mandó asesinar a su propio padre), el cual, enloquecido el viernes santo, habla y dice demasiadas cosas. Varias son las propuestas.

Hay quien propone aislarle en algún lugar desierto, donde sus gritos no puedan ser oídos sino por un criado fidelísimo y de las mismas ideas que ellos; hay quien, más benigno, confía en que, siendo un trastorno pasajero, bastaría dejarlo donde está.

Elquías responde:

-Lo he traído aquí porque no sabía a qué otro lugar llevarlo. Pero vosotros sabéis que tengo muchas dudas sobre mi pariente Daniel...

Otros, más malvados aún que Elquías, dicen:

-Quiere huir, irse por el mar. ¿Por qué no complacerlo?
-Porque es incapaz de actos ordenados. En el mar él solo perecería; y ninguno de nosotros es capaz de guiar una barca.

-¡Y aunque lo fuéramos! ¿Qué sucedería en el lugar de llegada con esas cosas que dice? Dejadlo a él elegir el camino... En presencia de todos, incluso de tu pariente, haz que él exprese su voluntad: y que se haga como él desea.

Se aprueba esta propuesta. Elquías, llamando a un criado, ordena que lleven a Simón y llamen a Daniel. Aparecen ambos, y, si Daniel tiene aspecto de un hombre que se siente violento en compañía de cierta gente, el otro tiene verdaderamente el aspecto de un demente.

-Óyenos, Simón. Dices que te tenemos prisionero porque queremos matarte...

-Debéis. Porque ésa es la orden.
-Tú deliras, Simón. Calla y escucha. ¿Dónde te parecería que te curarías?

-En el mar. En el mar. En medio del mar, donde no hay ninguna voz, donde no hay ningún sepulcro; porque los sepulcros se abren y salen los muertos y mi madre dice...
-¡Calla! Escucha. Nosotros te estimamos. Como si fueras carne nuestra. ¿Estás seguro de que quieres ir al mar?

-Claro que lo quiero. Porque aquí los sepulcros se abren y mi madre...

-Pues irás. Te llevaremos al mar, te daremos una barca y tú...
-¡Haciendo eso, cometéis un homicidio! ¡Está fuera de sí! ¡No puede ir solo! -grita el honesto Daniel.

-Dios no fuerza la voluntad del hombre. ¿Podríamos nosotros hacer lo que Dios no hace?

-¡Pero él no razona! No tiene voluntad ya. ¡Tiene menos inteligencia que un recién nacido! ¡No podéis...!

-Tú calla, que no eres más que un labriego. Nosotros sabemos... Mañana partiremos para el mar. Puedes estar contento, Simón. ¿Al mar, comprendes?

-¡Ah! ¡Dejaré de oír las voces de la Tierra! Ya sin las voces... ¡Ah! -un grito largo, un espasmo de agitación, un taparse los ojos y los oídos. Y otro grito, el de Daniel, que huye aterrorizado.

-¿Pero qué pasa? ¿Qué sucede? ¡Parad a ese loco y a ese necio! ¿Pero es que estamos todos perdiendo el juicio? -grita Elquías.

Pero ese al que Elquías llama "el necio", o sea, su pariente Daniel, tras haber corrido durante unos metros, se postra en el suelo; el otro, por el contrario, en el sitio en que está, echa espuma mientras sufre una convulsión horrorosa, y grita, grita:

-¡Hacedle callar! ¡No está muerto, y grita, grita, grita! ¡Más que mi madre, más que mi padre, más que en el Gólgota! ¡Allí, allí! ¿No veis allí? -Señala hacia donde está Daniel, sereno, sonriente, alzado su rostro, después de haber estado rostro en tierra.

Elquías llega adonde Daniel. Lo zarandea bruscamente, furioso, sin ocuparse de Simón, que se revuelca por el suelo y echa espuma y emite gritos bestiales en el centro del aterrorizado círculo que forman los demás. Elquías increpa a Daniel:

-Visionario ocioso, ¿quieres decirme qué es lo que haces?
-Déjame. Ahora te conozco. Y me alejo de ti. He visto -para mí benigno, para vosotros terrible-a Aquel que queréis hacerme creer que está muerto. Yo me marcho. Más que el dinero y todas las otras riquezas, lo que tutelo es mi alma. ¡Adiós, maldito! Y, si puedes, procura merecer el perdón de Dios.

-¿Pero, a dónde vas? ¿A dónde? ¡Yo no quiero!

-¿Tienes, acaso, el derecho de tenerme prisionero? ¿Quién te ha dado ese derecho? Te dejo a ti lo que tú amas y sigo lo que yo amo. Adiós -le vuelve la espalda y se marcha rápido, como arrastrado por una fuerza sobrehumana, hacia abajo, por la ladera vestida del verde de olivos y árboles frutales.

Elquías -y no sólo él-está lívido. La ira los ahoga a todos. Elquías amenaza venganza contra su pariente, contra todos los que «con sus frenesíes», dice, afirman que el Galileo vive. Quiere decir quiere actuar...
Uno -no sé quién es-dice:

-Actuaremos, actuaremos, pero no podremos cerrar todas las bocas, ni las pupilas, que hablan porque ven. ¡Estamos derrotados! Pesa sobre nosotros el delito. Ahora viene la expiación... -y se golpea el pecho, envuelto en una angustia que le hace parecerse a uno que esté subiendo los peldaños de un patíbulo -La venganza de Yeohveh -dice, y todo el terror milenario de Israel aflora en su voz.

Entretanto, herido, echando espuma, aterrorizado, Simón brama con gritos de réprobo:

-¡Parricida me ha llamado! ¡Haced que se calle! ¡Que se calle! ¡Parricida! ¡La misma palabra de mi madre! ¡¿Es que todos los muertos dicen las mismas palabras?!...

XXI. A una mujer galilea, que obtiene la resurrección de su marido muerto.


La Luna, casi en su ocaso, está para esconder tras la giba de un monte su arco, aún sutil, de Luna nueva. Su luz, pues, es muy relativa, y dentro de poco habrá desaparecido de la amplia campiña.

Pero por el camino solitario -más que nada, una senda, un sendero, entre los campos-va un viandante. Camina llevando cogido de una argolla un rudimentario farol (de los que -yo creo que tan viejos como el mundo-generalmente usan los carreteros para alumbrar su camino por la noche).

Éste, no siendo el cristal una cosa común -es más, creo que lo desconocen por completo, porque nunca he tenido ocasión de ver cristal en ninguna casa, ni como vaso, ni como recipiente, ni como protección de las ventanas-, tiene, como protección de la llama, una cosa que puede ser tanto mica como pergamino. La luz la traspasa, tan leve, que apenas es suficiente para dar claridad a un pequeño espacio alrededor del farol. Pero, en cuanto la Luna se esconde del todo, esa luz del pobre farol parece crecer en vigor y pone un oscilante punto claro en la oscuridad de la campiña.

El viandante camina, camina... En el cielo se insinúa un principio de alba en el extremo horizonte. Pero es tan tenue, que, por ahora, no ilumina nada, y el pobre farolillo es útil todavía.

En un puentecito está esperando -o descansando-otro viandante, arropado todo en su manto.
El del farol, que va en la dirección de ese puente, se detiene incierto: duda si pasar por allí o volver hacia atrás, a un lugar en que el guijarral de un pequeòo torrente tiene anchas piedras que pueden servirle de paso por la poca agua del fondo.

El que está sentado en la rústica orilla del puente, hecha con un tronco sin desbastar de corteza blanco-verde, alza la cabeza y observa al que se ha detenido. Se pone en pie y dice:

-No tengas miedo de mí. Acércate. Soy un buen compañero, no un salteador.

Es Jesús. Lo reconozco más por la voz que por el aspecto, velado por el oscuro crepúsculo que el farol no consigue romper en el lugar donde Él se encuentra. Pero la persona, parada, todavía duda.

-Mujer, ven. No temas. Incluso caminaremos juntos un trecho. Será bueno para ti.

La mujer -ahora sé que es una mujer-, vencida por la dulzura de la voz o por una fuerza arcana, se acerca; menea la cabeza mientras camina, y susurra:

-Para mí ya no hay nada bueno.

Ahora van caminando juntos por ese estrecho sendero cuya anchura sólo permite el paso de dos personas. El alba avanza y muestra, a un lado del camino, una inmóvil selva en miniatura, de cereales maduros que esperan la hoz. En el otro lado los cereales, ya segados, están extendidos en gavillas sobre el campo desvestido de su gloria de mieses maduras.

-¡Malditos! -dice en voz baja la mujer, lanzando una mirada hacia las gavillas acostadas.

Jesús calla.

El día avanza. La mujer apaga el humilde farol, y, para hacerlo, descubre su cara devastada por el llanto. Y alza la cara para mirar al oriente, donde una estría amarillo-rosa anuncia el surgir del sol. Agita el puño hacia oriente y dice otra vez:

-¡Y maldito tú!

-¿El día? Dios lo ha hecho. Como también ha hecho el trigo. Son dones de Dios y no se les debe maldecir... -dice Jesús con dulzura.

-Yo los maldigo. Maldigo al sol y a las mieses. Y tengo razón en hacerlo.

-¿No han sido buenos para ti durante muchos años? ¿No te ha madurado, el primero, el pan de cada día y la uva que se hace vino y las verduras y las frutas del huerto?, ¿no te ha hecho crecer los pastos para alimentar ovejas y corderos con cuya leche y carne te has alimentado y con cuya lana te tejes los vestidos? ¿Y el trigo no os ha dado pan a ti, a tus hijos, a tu padre y a tu madre, a tu marido?

Un estallido de llanto y un grito:

-¡Ya no tengo marido! ¡Ellos me lo han matado! Había ido a trabajar como jornalero, porque tenemos siete hijos y no nos bastaba lo poco nuestro que teníamos para dar de comer a diez personas. Y ayer, al anochecer, vino; decía: "Estoy cansado y aturdido", y se echó en la yacija, ardiendo de fiebre. Yo y su madre lo socorrimos como pudimos.

Pensábamos llamar hoy al médico de la ciudad... Pero después del galicinio se me ha muerto. Lo ha matado el sol. Voy, sí, a la ciudad, a tomar todas las cosas que hacen falta. A la vuelta me preocuparé de avisar a los hermanos. He dejado a la madre velando a su hijo y cuidando de los míos... y yo me he marchado para hacer las cosas que hay que arreglar... ¿Y no debería maldecir al sol ardiente y a los cereales?

A1 principio estaba muy contenida (tanto, que no habría imaginado que fuera una mujer, y, menos todavía, una mujer afligida), pero ahora ha dado rienda suelta a su dolor, que rebosa impetuoso. Dice todo lo que no ha dicho en su casa «para no despertar a los niños que dormían en la habitación de al lado»; todo lo que tanto le pesaba en su corazón, que le daba la impresión de que se le fuera a estallar. Recuerdos de amor, abatimiento ante el futuro, las angustias propias de una viuda... se entremezclan y pasan, como sobre las hinchadas ondas durante una riada los detritos arrancados con violencia...

Jesús la deja hablar. Y es que Jesús, como sabe comprender el dolor, deja que éste se desahogue, para que la criatura se vea aliviada y el propio cansancio que sigue a la impetuosidad del dolor haga a la criatura capaz de entender al que la consuela. Entonces dice dulcemente:

-En Naím y en Nazaret, y en los lugares entre ambas cíudades, están los discípulos del Rabí de Nazaret. Ve donde ellos...

-¿Y qué crees que van a hacer? ¡Si Él estuviera aquí todavía' ¿Pero ellos? ¡Ellos no son santos! Mí marido estaba en Jerusalén ese día. Y sabe... ¡No, no sabe!... ¡Sabía; que ya no sabe nada, porque está muerto!
-¿Qué hizo tu marido ese día?

-Cuando el clamor de la calle lo despertó, corrió a la terraza de la casa donde estaba con sus hermanos, y vio pasar al Rabí -lo llevaban al Pretorio-y, con otros galileos, lo siguió hasta que murió. A mi marido y a los otros les tiraron piedras cuando se dieron cuenta de que eran galileos, y los obligaron a distanciarse hacia abajo.

Pero estuvieron allí hasta el final. Luego... se marcharon... Y ahora ha muerto él. ¡Sí al menos supiera sí por su piedad para con el Rabí descansa en paz!

Jesús no responde a este deseo. Pero dice:

-Vería, entonces, que había discípulos en el Gólgota. ¿Acaso todos los galileos fueron como tu marido?
-¡No, no! Muchos, incluso de Nazaret, lo injuriaron. Esto se sabe ¡Una vergüenza!

-Pues si muchos, incluso de Nazaret, no tuvieron amor hacia su Jesús, y, a pesar de ello, Él los ha perdonado, y muchos incluso se santificarán en el futuro, ¿por qué quieres medir a todos los discípulos de Cristo con el mismo rasero? ¿Quieres ser tú más severa que Dios? Dios concede mucho a quien perdona...

-¡Ya no está el Rabí bueno! ¡Ya no está aquí! Y mi marido está muerto.

-El Rabí ha dado a sus discípulos el poder de hacer lo que Él hacía.

-Quiero creerlo. Pero sólo Él vencía a la muerte. ¡Sólo Él!

-¿Y no se lee (1 Reyes 17, 17-24) que Elías devolvió el espíritu al hijo de la viuda de Sarepta? En verdad te digo que Elías era un gran profeta, pero que los siervos del Salvador, que ha muerto y resucitado porque era el Hijo de Dios verdadero, encarnado para redimir a los hombres, tienen un poder todavía mayor, porque Él, en la Cruz, les ha perdonado sus pecados, a ellos los primeros, conociendo por divina sabiduría el verdadero dolor de sus espíritus contritos, los ha santificado después de la resurrección con un nuevo perdón, y ha infundido en ellos el Espíritu Santo, para que pudieran representarme dignamente, tanto con las palabras como con los actos, de manera que el mundo no se quedara desolado después de que Yo me marchara.

La mujer retrocede briosamente, sorprendida. Echa hacia atrás el velo para mirar bien a su compañero. Pero no lo reconoce. Cree que ha entendido mal. Pero ya no se atreve a hablar...

-¿Tienes miedo de mí? Al principio me has tomado por un salteador que quería robarte los denarios que llevas en el pecho y que sirven para comprar las cosas necesarias para la sepultura. Y has tenido miedo. ¿Ahora tienes miedo de saber que soy Jesús? ¿Y no es Jesús el que da y no toma, el que salva y no destruye? Vuelve sobre tus pasos, mujer.

Yo soy la Resurrección y la Vida. No son necesarios ni el sudario ni los perfumes, para uno que no está muerto, que ya no está muerto, porque Yo soy Aquel que vence a la muerte y premia a quien tiene fe. ¡Ve! Ve a tu casa! Tu marido vive. La fe en mí nunca queda sin premio.

Hace un gesto de bendecirla y querer marcharse.
La mujer sale de su estatismo. No pregunta, no duda... Nada. Cae de rodillas adorando. Y luego, por fin, abre su boca y, buscando en su pecho, saca una bolsa, pequeña, una bolsa raquítica, como las bolsas de la gente pobre, a quienes la miseria impide hacer solemnes honras a sus muertos; y, ofreciendo la bolsa, dice:

-No tengo nada más... Nada más con que expresarte mi agradecimiento, con que honrarte, con que...
-Yo ya no necesito dinero, mujer. Llévaselo a mis apóstoles.

-¡Oh, sí! Iré con mi marido... ¿Pero qué puedo darte entonces, mi Señor? ¿Qué? Tú, aparecerte a mí... este milagro... y yo no reconocerte... y yo tan nerviosa... sí, incluso injusta con las cosas...

-Sí. Y no pensabas que las cosas existen porque Yo existo, y que todo lo que Dios ha hecho es bueno. Si no hubiera habido Sol, si no hubieran existido los cereales, no habrías recibido esta gracia de ahora

-Sí... ¡pero cuánto dolor!... -La mujer llora al recordar.
Jesús sonríe y muestra sus manos diciendo:
-Ésta es una parte mínima de mi dolor. Y lo he sorbido todo, sin quejarme, por vuestro bien.

La mujer agacha su cabeza profundamente y confiesa:
-Es verdad. Perdona mi queja.

Jesús desaparece envuelto en su luz, y, cuando ella alza
la cara se ve sola. Se levanta, mira a su alrededor. Nada puede ser obstáculo para la vista, porque ya el día está luminoso y alrededor no hay sino campos de cereales. La mujer se dice a sí misma: -¡Pues no he soñado!

Quizás la está tentando el demonio para hacerla dudar, porque se ve en ella un momento de incertidumbre mientras sopesa la bolsa entre sus manos.

Pero vence la fe y vuelve la espalda al lugar hacia el que se dirigía; vuelve sobre sus pasos, rápida como si el viento la llevara sin que ella tuviera que hacer esfuerzo, iluminada su cara con una tan serena alegría, que mayor es que la alegría humana. Va repitiendo de trecho en trecho:

« ¡Qué bueno es el Señor! ¡Él, verdaderamente es Dios! Él es Dios. ¡Benditos sean el Altísimo y su Enviado!». No sabe decir nada más. Y esta letanía suya se mezcla ahora con los cantos de los pájaros.

La mujer está tan absorta en sus palabras, que no oye el saludo de algunos segadores que la ven pasar y le preguntan de dónde viene a esa hora... Uno se llega a ella y le dice:

-¿Marcos está mejor? ¿Has ido a llamar al médico?
-Marcos ha muerto en la hora del galicinio y ha resucitado. Porque el Mesías del Señor lo ha hecho -responde ella manteniendo su rápido paso.

-¡El dolor la ha desquiciado! -susurra el hombre, meneando la cabeza y volviendo donde sus compañeros, que han empezado a segar la mies.

Los campos se van poblando cada vez más. Pero la curiosidad vence a muchos, que se deciden a seguir a la mujer, la cual camina cada vez más deprisa.
Y camina, camina. Se ve una casa pobrísima, baja, solitaria, perdida en medio del campo. A ella se dirige, apretando las manos contra su corazón.

Entra. Pero, en cuanto cruza la puerta, una anciana se arroja a sus brazos gritando:

-¡Oh, hija mía, qué gracia del Señor! ¡Cobra ánimo, hija, porque lo que he de decirte es tan grande, tan dichoso, que...

-Lo sé, madre. Marcos ya no está muerto. ¿Dónde está?
-¡Lo sabes!... ¿Y cómo?

-He visto al Señor por el camino. No lo reconocí, pero Él me habló y cuando quiso, me dijo: "Tu marido vive". Pero aquí... ¿cuándo?

-Acababa de abrir la ventana y estaba mirando el primer rayo de sol en la higuera. Sí, justamente así. Y, al tocar el primer rayo la higuera de enfrente de la habitación... oí un suspiro fuerte, como de uno que se despertara. Me volví aterrada y vi a Marcos que se estaba sentando y que apartaba la sábana con que le había cubierto la cara, y que miraba hacia arriba ¡con una expresión en su rostro!... Luego me miró y me dijo: "¡Madre! ¡Estoy curado!". Yo... poco faltó para que no me muriera yo. Él me socorrió, y comprendió que había estado muerto. No recuerda nada. Dice que recuerda hasta cuando lo metimos en la cama, y ya nada más, hasta el momento en que vio un ángel, una especie de ángel que tenía la cara del Rabí de Nazaret y que le dijo: "¡Levántate!". Se levantó. Justo a la hora en que el Sol aparecía por entero.

-A la hora en que me ha dicho: "Tu marido vive". ¡Oh, madre, qué don! ¡Cuánto nos ha amado Dios!

Los que llegan en ese momento las encuentran abrazadas, llorando. Y creen que Marcos ha muerto y que su esposa, en un destello de lucidez, se ha percatado de la desventura. Pero Marcos, que oye las voces, aparece sereno con un niño en brazos y los otros agarrados a su túnica, y dice fuerte:

-Aquí estoy. ¡Bendigamos al Señor!

Los llegados lo asedian con sus preguntas, y, como siempre pasa en las cosas humanas, surge la contradicción. Hay quien cree en una verdadera resurrección; otros -la mayoría-dicen que solamente había caído en un sopor, pero que no ha estado muerto. Hay quien admite el que Cristo se haya aparecido a Raquel. Y hay quien dice que todo eso son patrañas, porque ­unos dicen-«Él está muerto», o porque -dicen otros-«Ha resucitado, pero está tan indignado, debe estarlo, que ya no hace milagros para su pueblo asesino».

-Decid lo que os parezca -dice el hombre perdiendo la paciencia -y decidlo donde os parezca. Basta con que no lo digáis aquí, donde el Señor Jesús me ha resucitado. ¡Y marchaos de aquí, desdichados! ¡Quiera el Cielo abriros la cerviz para creer! Pero ahora marchaos y dejadnos en paz.
Los empuja afuera y cierra la puerta. Estrecha contra su corazón a su esposa y a su madre

-Nazaret no está lejos. Voy allí a proclamar el milagro.
-Así lo quiere el Señor, Marcos. Llevaremos estos denarios a sus discípulos. Vamos a bendecir al Señor. Así, como estamos. Somos pobres, pero Él también lo era, y sus apóstoles no nos despreciarán.

Se pone a atar las sandalias a los niños mientras la madre echa algunos alimentos en una bolsa y cierra puertas y ventanas, y Marcos va a hacer no sé qué.

Salen cuando están todos listos y caminan a buen paso, los más pequeños en brazos, los otros niños, felices y un poco desconcertados alrededor; hacia el este, hacia Nazaret lógicamente. Quizás este lugar está todavía en la llanura de Esdrelón, pero es un punto distinto del de las propiedades de Jocanán.

   


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