571- Llegada a Siquem y recibimiento
             
             Ahí está Siquem, hermosa y  adornada; llena de gente de Samaria que se dirige al templo samaritano; llena  de peregrinos de todas partes dirigidos hacia el Templo de Jerusalén.
               
El sol la  inunda toda, pues está extendida sobre las laderas del este del Garizim, que la  supera por el extremo oeste, todo verde; tan verde el monte como blanca la  ciudad. A su nordeste el Ebal, de aspecto aún más agreste, parece protegerla de  los vientos del norte.
La fertilidad del lugar, rico de aguas que descienden  desde la divisoria de los montes y se dirigen en dos arroyos risueños, nutridos  por cien regatillos, hacia el Jordán, es magnífica, y rezuma por las tapias de  los jardines y en los setos de los huertos. 
Todas las casas se enguirnaldan de  verde, de flores, de ramas donde crecen los pequeños frutos; y la mirada,  recorriendo los alrededores bien visibles, dada la configuración del terreno,  no ve sino verde de olivares, de viñedos, de matas de árboles frutales, y  amarillecer de campos que dejan, cada día más, el color glauco del trigo tierno  para ir adquiriendo un delicado amarillor de paja, de espigas maduras, que el  sol y el viento, plegando y agrediendo, ponen casi de un blanco de oro blanco. 
Verdaderamente las mieses  "amarillecen", como dice Jesús, ahora realmente blondas, después de  haber sido "blanquecinas" cuando nacían, y luego de un color verde de  preciosa joya mientras crecían y echaban espiga. Ahora el sol las prepara para  la muerte, después de haberlas preparado para la vida.
Y uno no sabe si  bendecirlo ahora que las conduce al sacrificio, o cuando, paterno, daba calor a  los terrones para hacer germinar el trigo y pintaba la palidez del tallo, desde  el momento mismo en que asomaba, de un hermoso verde lleno de vigor y promesas. 
Jesús, que ha hablado de esto  entrando en la ciudad y señalando al lugar del encuentro con la Samaritana, y  aludiendo a aquella conversación lejana, dice a sus apóstoles, a todos menos a  Juan (ya su puesto de consolador, junto a María, que está muy afligida): 
-¿Y no se cumple ahora lo que  entonces dije? En aquella ocasión entramos aquí desconocidos y solos.  Sembramos. ¡Ahora, mirad! Mucha mies ha nacido de aquella semilla. Y seguirá  creciendo y vosotros recogeréis. Y otros, además de vosotros, recogerán…
-¿Y Tú no, Señor? -pregunta  Felipe. 
-Yo he recogido donde había  sembrado mi Precursor. Y luego he sembrado para que vosotros recogierais y  sembrarais con la semilla que os había dado. Pero, de la misma forma que Juan  no recogió lo sembrado, Yo tampoco recogeré esta mies. Nosotros somos...
-¿Qué, Señor? -pregunta  inquieto Judas de Alfeo. 
-Las víctimas, hermano mío. Se  requiere sudor para hacer fértiles los campos. Y se requiere sacrificio para  hacer fértiles los corazones. Nosotros aparecemos, trabajamos, morimos. Otro,  después de nosotros, toma nuestro puesto, aparece, trabaja, muere... Y otro  recoge lo que nosotros regamos muriendo. 
-¡Oh, no! ¡No digas eso, Señor  mío! -exclama Santiago de Zebedeo. 
-¿Y tú, discípulo de Juan  antes que mío, dices eso? ¿No recuerdas las palabras de tu primer maestro?:  "Es necesario que Él crezca y yo disminuya". Él comprendía la belleza  y la justicia de morir para dar a otros la justicia". Yo no seré inferior  a él. 
-Pero Tú, Maestro, eres Tú:  ¡Dios! Él era un hombre. 
-Soy el Salvador. Como Dios,  debo ser más perfecto que el hombre. Si Juan, hombre, supo mermar para hacer  surgir el verdadero Sol, Yo no debo empañar la luz de mi Sol con nieblas de  vileza. Debo dejar un límpido recuerdo mío. 
Para que vosotros caminéis. Para  que el mundo crezca en la Idea cristiana. El Cristo se marchará, volverá al  lugar de donde ha venido, y allí os amará estando atento a vuestro trabajo,  preparándoos el puesto que será vuestro premio. 
Pero el Cristianismo no se  marcha. El  Cristianismo crecerá por mi partida… y por la de todos aquellos que, sin apegos  al mundo y a la vida terrena, sepan,  como Juan y como  Jesús, marcharse... morir para dar vida. 
-¿Entonces encuentras justo  que te den muerte?... -pregunta, casi acongojado, Judas Iscariote. 
-No encuentro justo que me den  muerte. Encuentro justo morir en aras de lo que mi sacrificio producirá. El  homicidio será siempre homicidio para quien lo lleva a cabo, aunque tenga valor  y aspecto distinto en relación al que lo sufre. 
-¿Qué quieres decir? 
-Quiero decir que, si el  homicida mandado o forzado, como un soldado en la batalla o un verdugo que debe  obedecer al magistrado, o uno que se defiende de un bandido, no tiene de  ninguna manera en su alma el peso de un crimen, o tiene un relativo crimen de  haber quitado la vida a un semejante, en cambio, aquel que sin orden y  necesidad mata a un inocente, o coopera a su muerte, se presenta ante Dios con  el rostro horrendo de Caín. 
-¿Pero no podríamos hablar de  otra cosa? Al Maestro le hace sufrir, tú pones ojos de torturado, a nosotros  nos parece estar en la agonía; si la Madre oyera, lloraría, ¡y ya bien que  llora detrás de su velo! ¡Hay muchas otras cosas de que hablar!... ¡Ah, mira,  vienen los notables! Así os callaréis. ¡Paz a vosotros! ¡Paz a vosotros! 
Pedro, que estaba un poco  adelantado y se había vuelto para hablar, hace ahora reverencias a un nutrido  grupo de siquemitas pomposos que vienen hacia Jesús. 
-La paz a ti, Maestro. Las  casas que te han hospedado la otra vez abren sus puertas para recibirte, y  muchas otras casas, para las discípulas y para los que vienen contigo.
Vendrán  los que han sido agraciados por ti recientemente o lo fueron la primera vez.  Sólo faltará una, porque se marchó del lugar para llevar una vida de expiación.  Eso dijo, y yo lo creo, porque cuando una mujer se despoja de todo aquello que  era objeto de su amor y rechaza el pecado y da sus bienes a los pobres, es  señal de que verdaderamente quiere llevar una vida nueva.
Pero no sabría  decirte dónde está. Ninguno la ha vuelto a ver desde que dejó Siquem. A uno de  nosotros le pareció verla, como criada, en un pueblo cercano al Fialé. Otro  jura haberla reconocido vestida míseramente en Bersabea. Pero no es seguro el  testimonio de estas personas. Se la llamó por su nombre y no respondió, y hay  quien oyó en un lugar que a la mujer la llamaban Juana; esto fue en el otro  Agar. 
-No  es necesario saber más, aparte de que ella se ha redimido. Cualquier otro dato  acerca de ella es vano, y toda indagación es curiosidad indiscreta. Dejad a vuestra  conciudadana en su secreta paz, satisfechos suficientemente con que ya no cause  escándalo.
Los ángeles del Señor saben dónde está, para darle la única ayuda de  que tiene necesidad, la única ayuda que no puede perjudicar a su alma. Ahora  sed caritativos con las 
mujeres, que están cansadas, y llevadlas a las casas.  
Mañana os hablaré. Hoy voy a escucharos a todos y voy a recibir a los enfermos. 
-¿No te vas a quedar mucho  tiempo con nosotros? ¿No vas a transcurrir aquí el sábado? 
-No. En otro lugar, en  oración. 
-Esperábamos tenerte mucho con  nosotros... 
-Tengo el tiempo justo para  volver a Judea para las fiestas. Os dejaré a los apóstoles y las mujeres, si  quieren quedarse, hasta el atardecer del sábado. No os miréis así. Sabéis que  debo tributar, más que nadie, honor al Señor Dios nuestro, porque el ser lo que  soy no me exime de ser fiel a la Ley del Altísimo. 
Se dirigen hacia las casas. En cada una entran dos discípulas y un  apóstol: María de Alfeo y Susana con Santiago de Alfeo; Marta, María con el  Zelote; Elisa y Nique con Bartolomé; Salomé y Juana con Santiago de Zebedeo.  
Luego, en grupo, van juntos a otra casa Tomás, Felipe, Judas de Keriot y Mateo.  Pedro y Andrés, a otra.
Y Jesús con Judas de Alfeo y Juan, entra con María, su  Madre, en la de un hombre que siempre ha hablado en nombre de los habitantes  del lugar.
Los seguidores y los de Efraím, Silo y Lebona, y otros peregrinos  que iban a Jerusalén y, interrumpiendo el viaje, se han unido a los que seguían  a Jesús, se esparcen en busca de alojamiento.