Al leer las últimas cartas de Pablo, nos hemos encontrado con una larga lista de saludos inusual. No son precisamente los amigos y amigas de las otras cartas, sino los colaboradores que tiene en el Evangelio.
En sus cartas les lanza a todos este piropo que no se compra con millones:
“Apóstoles de las Iglesias, gloria de Cristo” (2Co 8,23)
Además, les asegura una recompensa inimaginable, el galardón supremo:
“Sus nombres están escritos en el libro de la vida” (Flp 4,3)
Y Pablo no dice esto de Pedro, Juan, Santiago, Mateo o Tomás, los apóstoles elegidos por Jesús.
¡No! Pablo se refiere a Silas, a Clemente, a Dimas, a Trófimo, a Sópatro, a Segundo, a Gayo, a Erasto, a Tíquico y Artemas, a Zenas y Apolo, a Aristarco, a Urbano, a Epafras, a otros más…
¿Qué nombres, verdad?...
Sí que los hemos oído y leído, pero no caemos en la cuenta de lo grandes que son.
Nos suenan mucho Bernabé, Lucas, Timoteo, Tito y Marcos, como los más conocidos; mientras que los otros han quedado en la penumbra, pero que son tan gloriosos ante Dios y tan beneméritos de la Iglesia.
Tiene Pablo muy presentes a las mujeres que le ayudaron mucho y de manara ejemplar en el apostolado.
Como evangelizadoras, aparte de Febe la diaconisa, cita Pablo a varias con el mismo elogio de muy trabajadoras:
Trifena y Trifosa, “que han trabajado por el Señor”; María la judía romana, “que tanto ha trabajado”; Préside, “que ha trabajado mucho en el Señor”…
Y trae además el recuerdo emocionado de aquellas que le sirvieron de manera tan singular:
Priscila, que junto con su marido se jugó la cabeza por Pablo; Lidia, la imprescindible de Filipos; la madre de Rufo, “que es también madre mía”…
El trabajo de la mujer en la Iglesia, con responsabilidad propia, no es cosa de nuestros días: es algo tan antiguo como la Iglesia primera de los Apóstoles.
Eso que dice Pablo sobre los “nombres escritos en el libro de la vida” no nos resulta del todo nuevo, pues el Señor ya se lo había dicho a aquellos que regresaban locos de felicidad después de la misión que les había encomendado:
“Alégrense, porque sus nombres están escritos en el cielo” (Lc 10,20)
Ésta es la dicha de los evangelizadores.
Éste es el estímulo nuestro cuando queremos trabajar en la obra del Señor.
Y esta es la gran bendición de la Iglesia: contar con hombres y mujeres entregados, que siguen las huellas de los grandes apóstoles, muchas veces sin apariencias, sin meter ruido, pero cuya generosidad conoce bien el Dios que sabe escribir con letras de oro allá arriba…
Hemos admirado siempre a Pablo; su obra nos pasma. Pero, ¿habíamos reparado lo suficiente en este hecho que nos ocupa hoy: que siempre contó con unos compañeros
magníficos en su obra de evangelización?
Pablo supo rodearse de hombres con su mismo ideal, enamorados de Jesucristo y entregados del todo a la obra del Señor.
¿Qué decir, por ejemplo, de Bernabé? Es una figura muy querida en la Iglesia. Judío helenista, natural de Chipre, en los principios de la Iglesia de Jerusalén realizó aquel gesto tan generoso de caridad con los pobres narrado por los Hechos.
Poseía un campo, lo vendió, y puso el dinero a los pies de los apóstoles para que lo distribuyeran entre los necesitados.
Cuando nadie se fiaba de Pablo, el perseguidor que se había convertido, Bernabé fue el clarividente que tomó al antiguo enemigo y lo presentó confiadamente a los apóstoles y a la primera comunidad de Jerusalén.
Recordamos a Bernabé en Antioquía, en Chipre, en el Concilio de Jerusalén…
Bondadoso y humilde, pronto dejó el protagonismo en manos de Pablo, quedándose él en segundo lugar a lo largo de aquella primera misión evangelizadora por dentro del Asia Menor.
Junto con Bernabé hay que traer obligatoriamente a su sobrino Marcos, que en la primera Iglesia de Jerusalén era tan familiar a los Apóstoles.
Muchacho joven, acompañó a su tío Bernabé y a Pablo en la evangelización de Chipre.
Durante la primera prisión de Roma, Pablo lo tenía consigo, y en la prisión siguiente le pidió a Timoteo:
¡Tráeme contigo a Marcos!... Señal esto de su valer y de lo mucho que Pablo lo apreciaba y quería.
¿Y qué decir de Lucas? Compañero fidelísimo de Pablo, no lo dejó nunca, ni en la prisión de Cesarea ni en las dos cárceles de Roma.
Escribió con cuidado histórico sin igual su Evangelio, del cual decía un racionalista e incrédulo famoso que era “el libro más bello del mundo”.
Los que amamos a la Virgen María no sabemos cómo agradecer a Lucas todo lo que nos cuenta de Ella.
Y sin su otro libro, los “Hechos de los Apóstoles”, tendríamos en el Nuevo Testamento un vacío imposible de llenar.
¡Lo que en la Iglesia debemos a Lucas!...
Tito y Timoteo nos son familiares por las cartas que les dirigió Pablo.
Tito, convertido del paganismo, fue por designación de Pablo evangelizador de Creta y de Dalmacia.
Timoteo, el muchacho judío de Listra, llegó a ser el discípulo más mimado y entrañable de Pablo, el cual parece que no podía pasar sin él. Timoteo era débil y algo enfermizo. Pablo, con cariño grande, le recomienda:
-Está bien tu austeridad, pero toma moderadamente algo de vino, pues lo necesitas por tu débil estómago y por tus frecuentes enfermedades.
Al leer unas líneas como éstas a Timoteo, adivinamos lo que era Pablo para sus colaboradores: todo amor, todo ternura, todo solicitud de padre.
Pablo estaba orgulloso de todos los que le ayudaban en el Evangelio.
“Apóstoles de las Iglesias”, los llama con satisfacción inmensa.
“Gloria de Cristo”, les dice como elogio sin igual.
“Inscritos en el registro del Cielo”, les asegura rebosante de gozo inefable.
Esto eran entonces para Pablo, y esto son siempre para la Iglesia, los anunciadores de la Buena Nueva del Señor Jesús.