Tuesday April 16,2024
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AQUEL
PABLO DE TARSO


San Pablo

Autor: P. Pedro García
Fuente: Evangelicemos.net

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36. ¡Pero Cristo resucitó!
El fundamento de nuestra fea

37. Carta segunda a los Corintios.
Seguían las inquietudes

38. Reconciliados.
De enemigos,
amiguísimos de Dios

39. Hacia la Ciudad futura.
La ilusión más grande

40. Urgidos por el amor. Amor DE Cristo, amor A Cristo

41. Servidor y apóstol.
La conciencia misionera
de Pablo

42. Pablo, ¡qué apóstol!
Cómo se retrata a sí mismo

43. En la Trinidad Santísima. Cómo nos habla Pablo

44. Seguimos en Éfeso.
Aquella puerta tan ancha

45. La carta a los Gálatas.
Tan queridos y tan volubles

46. En Cristo Jesús.
Esta insondable expresión paulina

47. Con las Llagas de Cristo.
Y con Pablo, otros y otros

48. ¿Está María en San Pablo?... ¿Probamos a ver?

49. Con las obras del Espíritu.
El vencedor de todo mal

50. En la Cruz de Cristo.
Sin altas teologías

51. La carta magna a los Romanos.
Lo mejor de lo mejor

52. ¡Fe! Vivir de la fe.
El tema de toda la carta

53. ¿Arrancar del pecado? Extraño, pero es así

54. ¿Qué es eso de Justicia?
En Pablo, continuamente

55. ¡Gracias a Dios!
Por la gracia precisamente…

56. La Esperanza que no falla. Optimismo total

57. El Amor en nuestros corazones.
Derramado a torrentes

58. Hijos y herederos. ¿Valoramos lo que somos?

59. ¡Ese octavo de los Romanos! La página cumbre de Pablo

60. Los Judíos.
Gloria, caída y esperanza
del gran pueblo

61. Una hostia con Cristo.
Esto es la vida del cristiano

62. Los apóstoles laicos.
Pablo, animador y maestro

63. De Tróade y Mileto
a Jerusalén.
El viaje tan problemático

64. Entre la segunda
y tercera misión.

Dejando por ahora

65. En la temida Jerusalén.
Lo que tenía que suceder…

66. El preso de Cesarea.
Dos años interminables

67. “¡Irás al César!”.
Pablo se decide, y apela

68. La tempestad espantosa.
Las aventuras de aquel viaje

69. ¡Por fin, en Roma!
El sueño más acariciado

70. Procesado y absuelto. Apóstol entre las cadenas

 

¡Por fin, en Roma!
El sueño más acariciado


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Dejamos ya Malta atrás. Ahora nos toca proseguir el viaje hasta Roma (Hch 28,11-23)

Por lo demás, no era difícil la salida. El centurión imperial contrató una nave alejandrina cargada de trigo y en ella hizo subir a todos los prisioneros que le habían encomendado.

Era el mes de Febrero, y con viento favorable el barco enfiló la proa hacia Sicilia. Al cabo de dos días atracaban en Pozzuoli, o Puttéoli, el puerto de Nápoles sobre la isla de Capri.

¡Qué emociones! Al principio de la primavera, después del espacio forzoso del invierno en que no desembarcaba ningún barco, las primeras naves que llegaban eran recibidas por una verdadera multitud, que daba la bienvenida a pasajeros anunciados, al trigo que llegaba para la población, y ─aunque sea doloroso decirlo─, con el cargamento de fieras de África y de criminales comunes o guerrilleros destinados a las diversiones del circo.

Pronto supo la comunidad cristiana que en la embarcación venía el conocidísimo Pablo.

Vienen a buscar a Pablo hasta el puerto, y el centurión Julio, totalmente a favor de Pablo, no tiene inconveniente en dejarlo con los suyos:

-Quédate con ellos estos días hasta que marchemos a Roma.

Aunque, al darle el permiso, era obligación del centurión encargarle a un soldado que lo tuviera sujeto a la cadena; pero esto para Pablo no era inconveniente mayor.

Los hermanos, apenas visto Pablo, mandaron por la posta una carta a los hermanos de Roma comunicándoles la fausta noticia.

Como el viaje ya no se hizo por mar, sino por tierra vía Apia arriba, al llegar la caravana a Tres Tabernas y al Foro Apio, unos treinta kilómetros al sur de la Urbe, ya estaba allí la comisión venida de la Iglesia romana para recibir a Pablo.

Es inexplicable la emoción de este encuentro.

Besos, abrazos, lágrimas, y gritar nombres uno tras otro:

-¡Áquila, Priscila!..., ¡Ampliato! ¡Epéneto!... ¡María, Julia!... ¡Alejandro y Rufo, los dichosos hijos de Simón de Cirene que ayudó al Señor a llevar la cruz!...

Iban saliendo los nombres y presentaciones de tantos como Pablo había mencionado en su carta a los Romanos.

¡Y ahora estaban todos aquí!

Con los ojos arrasados en lágrimas, y con los brazos extendidos al cielo en acción de gracias, como nos dice Lucas, exclamando jubilosos:

-¡Cómo te esperan todos en Roma, Pablo!...
El centurión Julio observaba todo, y se preguntaba:
-¿Pero, ¿quién es este Pablo?...

Había que seguir adelante. Un día más…, los montes Albanos…, ¡y Roma a la vista!

Ya en la Capital del Imperio, el centurión Julio se dirige directamente, como primerísima obligación suya, hacia Castro Pretorio donde tiene su sede la Policía Imperial, y entrega los presos al prefecto del campamento.

Pero a Pablo lo lleva directamente al Jefe supremo, Afranio Burro, hombre honrado, íntegro, que junto con el filósofo Séneca habían sido los instructores del Emperador Nerón, aunque tanto Séneca como Burro serían matados después por Nerón, loco y desagradecido.

El “elogium” ─o documento del Procurador Festo que debía entregar el centurión─, había desparecido en el naufragio con todo lo demás del barco.

Pero el centurión tenía a su favor el ser un militar conspicuo de la “cohorte augusta”, y se aceptó sin más su testimonio sobre el naufragio y la condición y la conducta ejemplarísima de Pablo.

Por eso Burro determinó sin más:

-¡Custodia libre!…

Esto resultaba formidable para Pablo. Nada de cárcel.

Hasta celebrarse el juicio, el detenido podía alquilar casa propia, en la que recibía a quien quisiera llegar.

La “custodia libre” exigía únicamente que el preso debía tener consigo un soldado responsable de su seguridad, el cual lo tenía siempre a la vista.

La cadena colgaba de la pared. Pero si el preso salía de casa, llevaba sujeta la cadena por una punta al brazo derecho, y la otra atada a la muñeca izquierda del soldado guardián.

Pablo y los hermanos se apresuraron a alquilar una casa, probablemente no lejos del Pretorio, lo cual traía una gran ventaja para su custodia y por la misma libertad del detenido.

O tal vez la escogieron en la parte izquierda del río Tíber que atraviesa la ciudad, en la calle llamada hoy San Pablo a la Régola, cerca de la actual Sinagoga judía.

Pedro, si es que estaba en Roma por estos días, se hallaba casi seguro en la otra parte del Tíber, dentro de un barrio pobre lleno de judíos, por la ladera y a las plantas del Janículum.

Pablo, una vez instalado en su casa, no perdió para nada el tiempo.

A los tres días ya tenía en ella a los principales de los judíos, a los que había convocado.

Este encuentro primero se desarrolló con gran cortesía. Pablo comenzó con delicadeza:

“Hermanos, yo no hice nada contra nuestro pueblo o las costumbres de nuestros padres; pero los de Jerusalén me entregaron a los romanos, los cuales, al examinarme, me declararon libre al no hallar en mí ningún delito.

“Pero al oponerse los judíos, me vi obligado a apelar al Emperador, aunque no quiero acusar para nada a nuestra nación.

“Por esto les he llamado a ustedes, para verlos y hablarles. Sólo por la esperanza de Israel me encuentro encadenado”.

A semejante finura de lenguaje, los judíos respondieron en igual tono:

-Nosotros no hemos recibido de Judea cartas ni ningún hermano nos ha traído noticias contra ti. Con todo, nos gustaría escuchar lo que piensas, porque estamos informados de que por todas partes se habla de esa secta.

Muy cortés y muy diplomático este modo de hablar.

Con la cortesía de este primer encuentro, se pudieron poner de acuerdo y señalaron fecha para la próxima e importante visita, que se va a celebrar dentro de pocos días.

Nosotros también vamos a asistir a ella. El amor que tenemos a Pablo y el interés que nos inspira el pueblo elegido nos hacen esperar impacientes.

Lucas, como siempre, el cronista fiel, nos va a poner al tanto de todo.

Acabada esa visita, ya no saldremos de Roma sino esporádicamente para acompañar a Pablo en algún viaje rápido.

En adelante, sólo en Roma quedarán fijos nuestra mente y nuestro corazón de cristianos.

   


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