San Pablo tiene en la carta a los Romanos una exclamación triunfal:
“¡Gracias sean dadas a Dios!”. Y lo decía precisamente por el don de la Gracia con que Dios nos había enriquecido.
¿Y qué entendía Pablo por “La gracia”, sobre todo en esta carta a los Romanos?
Nos lo explica después que ha hablado del pecado y de la justificación.
Desde niños hemos aprendido a hablar de la gracia de Dios como de la Vida de Dios que llevamos dentro. Es Dios brillando como un sol en el cielo azul y límpido de nuestra alma.
Es el Padre, que nos ha hecho hijos suyos en Jesucristo su Hijo.
Es Jesucristo que por la fe y el amor vive en nuestros corazones (Ef 3,17) Es el Espíritu Santo, que ha hecho de nosotros su morada, su templo, constituyéndose en el “dulce Huésped del alma” (1Co 6,19) La gracia en nosotros es Dios mismo que se nos da, que vive en nosotros, que nos transforma totalmente en Él.
Si enchufamos la corriente eléctrica a una resistencia de hierro, el hierro se vuelve rusiente, transformado totalmente en fuego.
El fuego sigue siendo fuego, y el hierro sigue siendo hierro. Pero fuego y hierro se han hecho una sola y misma cosa.
Esto es la gracia en nosotros: lo que nos cambia totalmente en Dios, haciéndonos a nosotros participantes de la Vida divina.
Sabiendo que esto es la gracia, ¿recordamos lo que San Pablo nos dijo sobre el pecado?
Aquella noche negrísima, aquellas tinieblas espantosas, aquella esclavitud tiránica de Satanás, aquella condenación que pesaba encima…, todo eso tan espantoso se ha cambiado en un cielo espléndido, en belleza sin igual, en libertad gozosa y en esperanza firme de una vida eterna y feliz.
Esto es lo que hizo Dios en nosotros por la justificación, de la que nos habló Pablo después de exponer lo tétrico del pecado.
Hoy nos va a mostrar el proceso y los pasos que Dios tuvo que dar para conseguir que la gracia volviera a nuestras almas. Todo parte de una iniciativa de Dios Padre.
Cuando todos los hombres y mujeres del mundo, desde Adán y Eva hasta el último de los mortales ─la humanidad entera, dicho con una sola palabra─ se hundió en el pecado, Dios no tenía obligación alguna de salvarla. Pudo decir:
-Ustedes lo han querido, ustedes se las arreglen. Ustedes se han vendido a Satanás, con Satanás se las entiendan.
“Pero Dios ─vamos a ir dejando la palabra a San Pablo─, rico en misericordia, por el grande amor con que nos amó, estando muertos a causa de nuestros delitos, nos vivificó en Cristo y nos salvó por pura benevolencia” (Ef 2,4-5)
Ya tenemos a la vista la fuente de la gracia:
Fue la misericordia infinita de Dios Padre, que tuvo la corazonada de salvarnos en vez de condenarnos, y esto “cuando estábamos sin fuerzas”, “cuando éramos enemigos suyos” (Ro 5,6-10) Pablo no ahorra elogios a la bondad inmensa de Dios Padre:
“En Cristo estaba Dios reconciliando al mundo consigo, no tomando en cuenta las culpas de los hombres” (2Co 5,19) Pablo ha insinuado ya por qué el Padre obró así:
“Por Cristo”, al que le dijo con amor:
-Hijo mío, vete y salva al mundo. En Cristo vamos a encontrar la clave de todo. ¿Y cómo iba a venir el Hijo de Dios al mundo? ¿Como una luz misteriosa, cegadora, bellísima, que arrebatara con los esplendores de la Divinidad?... No.
El amor de Dios escogía unos medios desconcertantes, y Pablo nos lo dice en toda su cruda desnudez:
“Dios envió su propio Hijo en una carne igual a la del pecado y de la muerte” (Ro 8,3) Dios quiso al Redentor como un hombre cualquiera, sin privilegio alguno, sujeto a todas las limitaciones, miserias y debilidades de los hombres y mujeres que serían sus hermanos.
Y llegado el momento, “Dios mostró públicamente a ese su Hijo, el Hombre llamado Jesús, como instrumento de propiciación por su propia sangre”, diciendo a todo el mundo, para que todos lo entendieran bien:
-¡Oh mundo, mira a mi Hijo! Míralo colgado en esa cruz.
Míralo cómo chorrea sangre por tantos agujeros como han abiertos en sus carnes (Ro 3,25) Jesús por su parte no se acobardó, porque, empujado por el Espíritu Santo, “el Espíritu eterno” ─como lo llama la carta a los Hebreos─, “se ofreció como víctima intachable a Dios”, repitiendo las palabras que dijo al entrar en el mundo:
“No has querido, Padre, sacrificios de animales que no te agradaban. Pero aquí estoy yo con este cuerpo, que te puedo ofrecer” (Hbr 9, 14; 10,5-7) ¡Adónde nos ha llevado Pablo hoy!...
A la fuente misma de la gracia, que es Dios: un Dios Padre que por nosotros no perdona ni a su propio Hijo; un Dios Hijo, hecho Hombre, Jesús, nuestro querido Jesús, que sube valiente a la cruz; un Dios Espíritu Santo que mueve todos los resortes divinos a trueque de que la humanidad no perezca y se salve.
¿Acabó aquí la gracia de Dios? No, la gracia no se detuvo en sólo el perdón de los pecados y la justificación, en la paz con Dios.
Porque Dios lo hizo, nos asegura Pablo, “en orden a las buenas obras que habríamos de practicar” (Ef 2,10) De este modo, la justificación, la santidad que Dios metió en nosotros, iría creciendo cada día más y más “hasta llegar a la perfección de la plena madurez en Cristo” (Ef 4,13)
Tenía Pablo mucha razón cuando escribió después de enseñarnos todas estas cosas: “Donde abundó el delito sobreabundó la gracia” (Ro 5,20)
¡Qué sabiduría la de Dios! El pecado y la condenación parecían la victoria total y definitiva de Satanás.
Dios nos justifica, y el pecado se vuelve paz con Dios, la muerte se cambia en vida, y la condenación se convierte en gloria eterna.
Dios vino a decirle al demonio: -¿Creías que me ibas a ganar?
Mi amor y mi sabiduría son mucho más grandes que tu malicia, tu odio y tu cerebro. Venciste al hombre, pero por el Hombre que yo envié has quedado vencido para siempre.
Escuchada la lección que nos enseña Pablo, acabamos nosotros diciendo igual que el maestro: