LIBRO SEGUNDO
Conocer a María
10» Capítulo VII
María y el misterio de la resurrección
1) Te bendigo y te doy gracias, Señor Jesucristo, Hijo unigénito de Dios que te encarnaste por nuestra salvación en el seno de la Virgen María por tu gloriosa y verdadera resurrección, que hoy ha tenido lugar; y sobre todo por tu aparición sumamente jubilosa y secreta, que te dignaste conceder a tu Santísima Madre María, mientras se hallaba en oración en su solitario cuartito. Te estaba esperando con inmenso deseo, y con la confianza de que te aparecerías a ella antes que a todos tus piadosos amigos y a las santas mujeres que eran dignas de tu afecto y familiares, a fin de consolarla con incomparable dulzura y confortarla mediante tu presencia corporal en el ropaje de la alegría y en la gloria de tu inmortalidad.
2) Es piadoso y justo pensar en ello a causa de tu piedad filial, y creerlo por el honor de tu Santísima Madre, dado que en todas tus obras eres bueno y misericordioso . Es lo que deben creer devotamente también todos los fieles, porque tú has ordenado honrar a los padres y consolarlos cuando están tristes. Por eso, antes que a ningún otro, visitaste a tu Santísima Madre, afligida por tu pasión; y con tu presencia la recreaste aliviándola de todo dolor y tristeza, y la hiciste gozar indeciblemente.
3) Ella no fue con las otras mujeres a visitar tu sepulcro, no por debilidad, por miedo o por la intensidad del dolor, sino porque abrigaba la total certeza de que ibas a resucitar al tercer día. Por lo cual, esperanzada en que acudirías a su encuentro, se quedó en casa, para rezar y aguardar tu llegada con enorme deseo . Precisamente por eso mereció ser la primera en verte: porque te amaba y te deseaba, había creído en ti y no había dudado jamás de tus palabras.
4) Por consiguiente, si María es llamada Bienaventurada y recibe alabanzas, por haber creído en las palabras del ángel Gabriel, cuando le anunció el sagrado misterio de la encarnación, tanto más debe ser digna de ese título y merecer alabanzas, por haber creído en ti, el Hijo nacido de ella, y en todas tus obras. Y mientras los otros todavía dudaban, se mantuvo firme en la fe y no vaciló en lo más mínimo.
5) ¡De qué inefable gozo se sintió inundada en ese momento María, tu Madre, cuando te vio a ti, su Hijo, adornado de claro resplandor, con el cuerpo glorioso, más espléndido que la luminosidad del sol y más hermoso que todas las estrellas! Qué indecible y jubilosamente exultó su espíritu en ti, Jesús, Dios, su Salvador: más que nunca en todos los días de su vida terrenal.
6) Con cuánta atención fijó sus ojos en tu cuerpo glorioso, que antes había visto duramente llagado por crueles azotes, clavado en el madero de la cruz, atrozmente horadado en el costado derecho por la lanza de Longino y, a continuación, muerto y depositado en el sepulcro.
7) Por lo cual, es justo que en el día de hoy, mientras está delante de ti, que te apareciste a ella en el fulgor de tu gloria, María se haya vuelto más feliz de lo acostumbrado y se sienta colmada de nuevos consuelos, después de haber sufrido más cruelmente y llorado con más amargura que los otros, durante el transcurso de la pasión. Ahora, Señor, has cumplido tu promesa, que hiciste en la última cena a los apóstoles para consolarlos; y la cumpliste de la forma más verdadera para con tu afligida Madre: "No los dejaré huérfanos, volveré a ustedes" (Jn 14, 18); "Yo los volveré a ver, y tendrán una alegría que nadie les podrá quitar" (Jn 16,22).
8) Obraste perfectamente, Óptimo Jesús, cuando visitaste con sentimiento filial a tu amadísima Madre, la saludaste con respeto, le hablaste con dulzura, la consolaste cordialmente y, al mostrarle la felicidad de tu rostro, hiciste desvanecer toda su tristeza y las dolorosas lágrimas de sus ojos. Tan pronto como llegó a verte, desaparecieron el dolor y los gemidos; cuando hablaste a su corazón, descendió en ella el Espíritu Santo más que en los apóstoles, embriagando de alegría su alma.
9) Tú que en las bodas de Caná, por exhortación de ella, cambiaste el agua en excelente vino, cuando regresaste del lugar de los muertos y después de haber vencido a los enemigos con mayor poder y más eficaz milagro cambiaste la muerte en vida, la cruz en gloria, el llanto materno en alegría y el miedo de los discípulos en sempiterno gozo.
10) No enviaste un ángel, no un arcángel, no a Miguel, ni a Gabriel, ni a Rafael, tus mensajeros oficiales, ni a ninguno de los dignatarios terrenales, distinguidos, adornados de oro, plata y piedras preciosas, a visitar a tu Madre, Reina del cielo, nuestra amada Señora; sino que acudiste tú mismo, Rey de la gloria, Jesucristo. Acudiste personalmente de madrugada, sin que nadie lo supiese y sin ningún aviso previo, para visitar y consolar a tu Santísima Madre.
Ella estaba en oración y rebosaba de fe, en la expectativa de tu retorno del sepulcro con el cuerpo glorioso. Sabía, efectivamente, que acerca de tu pasión y resurrección, todo tenía que suceder como tú mismo lo habías dicho y según mucho tiempo antes lo anunciaron los profetas. Pero este, que tú has querido, es un día de alegría y que debe mantenerse como el más santo y el más jubiloso entre todos los días más sagrados.
11) Te alabo y te honro, con todos tus santos y con todos los fieles devotos del mundo, por el dulce coloquio y por el íntimo encuentro que tuviste con tu amadísima Madre María en su aposento, a su lado, de todo bullicio exterior, durante el cual conversaste con ella de los sobrenaturales misterios del Reino de Dios, de los goces del paraíso, de los coros de los ángeles, de las almas santas sacadas del lugar de la espera y conducidas a las alegrías del cielo, junto con Enoc y Elías.
12) ¡Oh, si yo también hubiese podido estar presente, si hubiese podido oír tus dulces palabras, si junto a la ventana hubiese podido escuchar disimuladamente y captar con diligencia las palabras que mi Señor Jesucristo dirigía a su Madre acerca de las alegrías de los ciudadanos del cielo, sin que ningún otro escuchase conmigo! Cómo se habría estremecido de gozo mi corazón, en el Señor, si yo hubiese podido conservar algunas de aquellas palabras, qué aliciente me habrían aportado en el peligroso destierro de este mundo. Probablemente se trataba de palabras que a ninguna persona le está permitido repetir, pues deben ser conservadas en lo profundo del corazón y meditadas con jubilosa intimidad.
13) Dichoso el que conoce este júbilo y, mediante la contemplación, se eleva de los temas terrenales y transcurre todo el día con Jesús y con María, desinteresándose de las cosas de este mundo. Creo que ningún mortal fue digno de estar presente en ese coloquio: solamente los santos ángeles y las almas de los justos, que seguían a su Señor por todos lados con gran reverencia y enorme alegría.
14) Tal vez esta visita y esta intimidad eran tan elevadas y celestiales en la casita de María, que ni siquiera a los apóstoles se les permitió entrar y escuchar las excelsas palabras que Jesús, purificado por el Padre, pronunció para María, su bendita Madre, llena de gracia. Por lo cual, Señor Jesús, creo que es mejor de mi parte dejarlas confiadas a tus ángeles y, en vista de todos mis pecados y negligencias, pedirte humildemente perdón a ti que revelas tus secretos a los humildes y alimentas a los hambrientos con el manjar celestial.
15) Oh benignísimo Jesucristo que después de tu amarga pasión y de la gloriosa resurrección te apareciste a la afligida Santísima Madre María, con gran esplendor, y la colmaste de inefable y nueva alegría, ten piedad de mí, pobre y enfermo, con frecuencia gravemente atribulado en el exilio de este mundo. Me postro profundamente delante de ti, y con intenso afecto golpeo con insistencia a la puerta de tu piadosa Madre, para que te dignes visitarme interiormente también a mí en el tiempo de mi aflicción, para consolarme, alentarme y liberarme de toda maligna tristeza y vana alegría.
16) Enciende, pues, mi corazón con nuevo fervor, con más grande y perseverante devoción al alabarte, para que aprenda a rechazar los bienes terrenales y a buscar los celestiales, a gustar y contemplar con María las realidades divinas, regocijándome solamente en ti. ¿Quién podrá ayudarme a mí, pobre criatura, a meditar profunda e intensamente en estas cosas y a vivir aquí junto con Jesús, mi Señor, de tal manera que el mundo entero, con todos sus amantes, pierda todo significado y cuanto antes desaparezca de mi memoria?
17) Te ruego, amabilísimo Jesús, en unión con tu dulcísima Madre María y con sus ángeles y santos, haz que mi corazón sea conquistado por ti, enardecido profundamente, visitado más a menudo y conservado en la devoción. Y que, después de los sufrimientos de esta vida, sea conducido a los goces celestiales.