Eclipse de sol – Segunda y tercera palabras de Jesús
Cuando Pilatos pronunció la inicua sentencia, cayó un poco de granizo; después el Cielo se aclaró hasta las doce, en que vino una niebla colorada que oscureció el sol: a la sexta hora, según el modo de contar de los judíos, que corresponde a las doce y media, hubo un eclipse milagroso del sol. Yo vi cómo sucedió, mas no encuentro palabras para expresarlo.
Primero fui transportada como fuera de la tierra: veía las divisiones del cielo y el camino de los astros, que se cruzaban de un modo maravilloso; vi la luna a un lado de la tierra, huyendo con rapidez, como un globo de fuego. En seguida me hallé en Jerusalén, y vi otra vez la luna aparecer llena y pálida sobre el monte de los Olivos; vino del Oriente con gran rapidez, y se puso delante del sol oscurecido con la niebla.
Al lado occidental del sol vi un cuerpo oscuro que parecía una montaña y que lo cubrió enteramente. El disco de este cuerpo era de un amarillo oscuro, y estaba rodeado de un círculo de fuego, semejante a un anillo de hierro hecho ascua. El cielo se oscureció, y las estrellas aparecieron despidiendo una luz ensangrentada.
Un terror general se apoderó de los hombres y de los animales: los que injuriaban a Jesús bajaron la voz. Muchos se daban golpes de pecho, diciendo: "¡Que la sangre caiga sobre sus verdugos!". Otros de cerca y de lejos, se arrodillaron pidiendo perdón, y Jesús, en medio de sus dolores, volvió los ojos hacia ellos. Las tinieblas se aumentaban, y la cruz fue abandonada de todos, excepto de María y de los caros amigos del Salvador.
Dimas levantó la cabeza hacia Jesús, y con una humilde esperanza, le dijo: "¡Señor, acordaos de mí cuando estéis en vuestro reino!". Jesús le respondió: "En verdad te lo digo; hoy estarás conmigo en el Paraíso". María pedía interiormente que Jesús la dejara morir con Él. El Salvador la miró con una ternura inefable, y volviendo los ojos hacia Juan, dijo a María: "Mujer, este es tu hijo".
Después dijo a Juan: "Esta es tu Madre". Juan besó respetuosamente el pie de la cruz del Redentor. La Virgen Santísima se sintió acabada de dolor, pensando que el momento se acercaba en que su divino Hijo debía separarse de ella. No sé si Jesús pronunció expresamente todas estas palabras; pero yo sentí interiormente que daba a María por Madre a Juan, y a Juan por hijo a María.
En tales visiones se perciben muchas cosas, y con gran claridad que no se hallan escritas en los Santos Evangelios. Entonces no parece extraño que Jesús, dirigiéndose a la Virgen, no la llame Madre mía, sino Mujer; porque aparece como la mujer por excelencia, que debe pisar la cabeza de la serpiente, sobre todo, en este momento en el que se cumple esta promesa por la muerte de su Hijo. También se comprende muy claramente que, dándola por Madre a Juan, la da por Madre a todos los que creen en su nombre y se hacen hijos de Dios. Se comprende también que la más pura, la más humilde, la más obediente de las mujeres, que habiendo dicho al ángel:
"Ved aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra", se hizo Madre del Verbo hecho hombre: oyendo la voz de su Hijo moribundo obedece y consiente en ser la Madre espiritual de otro hijo, repitiendo en su corazón estas mismas palabras con una humilde obediencia, y adopta por hijos suyos a todos los hijos de Dios, a todos los hermanos de Jesucristo. Es más fácil sentir todo esto por la gracia de Dios, que expresarlo con palabras, y entonces me acuerdo de lo que me había dicho una vez el Padre celestial: "Todo está revelado a los hijos de la Iglesia que creen, que esperan y que aman".