Juicio de la mañana
Al amanecer, Caifás, Anás, los ancianos y los escribas se juntaron de nuevo en la gran sala del tribunal, para pronunciar un juicio en forma, pues no era legal el juzgar en la noche: podía haber sólo una instrucción preparatoria, a causa de la urgencia. La mayor parte de los miembros había pasado el resto de la noche en casa de Caifás. La asamblea era numerosa, y había en todos sus movimientos mucha agitación. Como querían condenar a Jesús a muerte, Nicodemus, José y algunos otros se opusieron a sus enemigos, y pidieron que se difiriese el juicio hasta después de la fiesta: hicieron presente que no se podía fundar un juicio sobre las acusaciones presentadas ante el tribunal, porque todos los testigos se contradecían.
Los príncipes de los sacerdotes y sus adeptos se irritaron y dieron a entender claramente a los que contradecían, que siendo ellos mismos sospechosos de ser favorables a las doctrinas del Galileo, les disgustaba ese juicio, porque los comprendía también. Hasta quisieron excluir del Consejo a todos los que eran favorables a Jesús; estos últimos, declarando que no tomarían ninguna parte en todo lo que pudieran decidir, salieron de la sala y se retiraron al templo. Desde aquel día no volvieron a entrar en el Consejo. Caifás ordenó que trajeran a Jesús delante de los jueces, y que se preparasen para conducirlo a Pilatos inmediatamente después del juicio. Los alguaciles se precipitaron en tumulto a la cárcel, desataron las manos de Jesús, le ataron cordeles al medio del cuerpo, y le condujeron a los jueces. Todo esto se hizo precipitadamente y con una horrible brutalidad.
Caifás, lleno de rabia contra Jesús, le dijo: "Si tú eres el ungido por Dios, si eres el Mesías, dínoslo". Jesús levantó la cabeza, y dijo con una santa paciencia y grave solemnidad: "Si os lo digo, no me creeréis; y si os interrogo, no me responderéis, ni me dejaréis marchar; pero desde ahora el Hijo del hombre está sentado a la derecha del poder de Dios". Se miraron entre ellos, y dijeron a Jesús: "¿Tú eres, pues, el Hijo de Dios?".
Jesús, con la voz de la verdad eterna, respondió: "Vos lo decís: Yo lo Soy". Al oír esto, gritaron todos: "¿Para qué queremos más pruebas? Hemos oído la blasfemia de su propia boca". Al mismo tiempo prodigaban a Jesús palabras de desprecio: "¡Ese miserable, decían, ese vagabundo, que quiere ser el Mesías y sentarse a la derecha de Dios!". Le mandaron atar de nuevo y poner una cadena al cuello, como hacían con los condenados a muerte, para conducirlo a Pilatos. Habían enviado ya un mensajero a éste para avisarle que estuviera pronto a juzgar a un criminal, porque debían darse prisa a causa de la fiesta. Hablaban entre sí con indignación de la necesidad que tenían de ir al gobernador romano para que ratificase la condena; porque en las materias que no concernían a sus leyes religiosas y las del templo, no podían ejecutar la sentencia de muerte sin su aprobación. Lo querían hacer pasar por un enemigo del Emperador, y bajo este aspecto principalmente la condenación pertenecería a la jurisdicción de Pilatos. Los príncipes de los sacerdotes y una parte del Consejo iban delante; detrás, el Salvador rodeado de soldados; el pueblo cerraba la marcha. En este orden bajaron de Sión a la parte inferior de la ciudad, y se dirigieron al palacio de Pilatos.