Segunda Parte: Mi Encuentro con el "Cristo Roto"
3.3» Se ha perdido una Cruz
Autor: Catalina Rivas | Fuente: www.LoveAndMercy.org
Atención! Se ha perdido una cruz y no se da con
ella, es la de mi Cristo roto. ¿Alguno de vosotros,
ha encontrado una cruz? ¿Queréis las señas? ¿El
tamaño? No es muy grande, pero es una cruz y no
hay cruz pequeña, además es una cruz para Cristo y
entonces no hay modo de medirla, con estas señas
basta porque en definitiva todas las cruces son
iguales.
Perdonad pues mi insistencia, ¿Quién de nosotros no
ha encontrado una cruz? Mejor dicho: ¿Quién no tiene
una cruz? Es un derecho de propiedad irrenunciable
que se está ejerciendo siempre, todos la llevamos. La
llevamos encima, a cuestas, aunque no se nos vea,
aunque sonriamos.
A veces por oculta, es más pesada. Esta noche al
acostarnos, no podremos dejarla colgada en la percha,
al levantarnos mañana, no será necesario vestírnosla,
saltaremos de la cama con ella ya puesta. ¿Que quién ha encontrado una cruz? Todos… todos,
buenos y malos, santos y criminales, sanos y enfermos, ni siquiera respeta a los que parecen
desafiar el dolor con las carcajadas y juergas de su
vida.
Esa pobre mujer, que repintada y aburrida espera
sentada a la barra de la cafetería o arrimada a la
esquina estratégica, lleva una pavorosa cruz a cuestas,
pesa tanto, que se apoya recostándose en la esquina,
es una cruz más pesada de lo que sospechamos y el
que se acerca a ella buscando el placer, lo hace por
huir de otra cruz. Hablan los dos, regatean, prometen,
se arreglan al fin y allá van por la calle adelante, con
prisa y con la cruz a cuestas, y cuando regresan,
cuando ya han tratado de aplacar su hambre de
felicidad, sienten defraudados que ha aumentado su
cruz, que es mayor. En ella, asco y envilecimiento, en él, desolación.
Toda ciudad en definitiva es un bosque, una selva,
una colmena de cruces, ¿Y sabes amigo por qué a
veces nuestra cruz resulta intolerable? ¿Sabes por qué llega a convertirse en desesperación y suicidio?
Porque entonces nuestra cruz, es una cruz sola, sin
Cristo, solamente se puede tolerar cuando lleva un
Cristo entre sus brazos.
Una cruz laica, sin sangre ni amor de Dios, es
absurda, no tiene sentido, por eso, se me ocurre una
idea: Yo tengo un Cristo sin cruz y tú tienes, tal vez,
una cruz sin Cristo. Los dos están incompletos. Mi
Cristo no descansa, porque le falta su cruz, tú no
resistes tu cruz porque te falta Cristo. ¿Por qué no le
das esta noche tu cruz vacía al Cristo? Tú tienes una
cruz sola, vacía, helada, negra, sin sentido. Te
comprendo, sufrir así es irracional y no me explico ¿Cómo has podido tolerarla tanto tiempo? Tienes el
remedio en tus manos… anda, dame esa cruz tuya,
dámela, te doy en cambio, este Cristo sin reposo y sin
cruz. Tómalo, es tuyo, dale tu cruz, toma mi Cristo;
júntalos, clávalos, abrázalos y todo habrá cambiado.
Mi Cristo roto descansa en tu cruz, tu cruz se ablanda
con mi Cristo en ella. Hemos encontrado una cruz, la
nuestra, que resulta ser la de Cristo...
¡¿Quién te partió la cara?!
Cristo, yo había oído muchas veces esta amenaza en
labios trémulos por el odio: "¡MIRA QUE TE PARTO
LA CARA!" Y siempre pensé que todo suele quedar
en un puñetazo, un bofetón, una cuchillada en la
mejilla. Sólo en Ti se ha cumplido literalmente la
brutal amenaza, te han partido la cara de un solo tajo.
Yo se la hubiera restaurado, pero Él me lo prohibió.
Por eso me dedico en un juego de fantasía y cariño, a
restaurársela idealmente, colocando sobre su cabeza
sin facciones, las caras que para mi Cristo, ha soñado
el arte universal. Consumo en este juego, museos,
colecciones, galerías, catedrales, pinacotecas. Todo va
pasando por el tajo de su cara en un desfile lento, y
me siento Velázquez o Juan de Meza, con un
patetismo barroco, o Montañés con olímpica belleza, o
Leonardo, de infinita tristeza.
Pero desde hace unos días, he tenido que renunciar
también al consuelo de este juego, ¡el Cristo roto es
terrible en su exigencia!, no concibe treguas, y me lo
ha prohibido también. Yo creí al principio que le
gustaba, al menos lo toleraba silencioso, hasta que un
día me interrumpió severamente:
- ¡BASTA! No me pongas ya más caras, he tolerado tu
juego demasiado tiempo. ¿No acabas de
comprenderlo? No me pongas más esas caras que
pides de limosna, al arte de los hombres. ¡Quiero estar
así, sin cara! Prometiste que jamás me restaurarías… a
no ser, que quieras ensayar otro juego, ponerme otras
caras. Esas… sí las aceptaré.
- ¿Cuáles Señor? Te las pondré enseguida. Dime qué caras y te las pongo.
- Temo que no lo entiendas, incluso que te
escandalices como los fariseos... Me refiero a otros
rostros, pero reales, no fingidos como los que
inventabas, y que son también míos, como el que me
cortaron de un tajo.
- Ahh, ya creo adivinar Señor, te refieres a las caras de
los santos, de los apóstoles, de los mártires…
- Esas caras en verdad, son mías. Nadie me las niega
ni me las regatea. Pero yo quiero otras, las reclamo,
muy pocos se atreverían a ponérselas, Yo sí.
Hizo un descanso, como para tomar fuerzas. Respiró
profundamente. Yo estaba asustado, tenía miedo,
pero no había remedio. Entonces me dijo:
- Oye, ¿No tienes por ahí un retrato de tu enemigo?
De ese que te tiene envidia y que no te deja vivir; del
que interpreta mal por sistema todas tus cosas, del
que siempre va hablando mal de ti, del que te arruinó,
del que dio malos y decisivos informes sobre ti, del
traidor que te puso una zancadilla, del que logró echarte del puesto que tenías, del que te denunció, del
que te metió en la cárcel...
- Cristo, ¡no sigas!
- Es demasiado, ¿Verdad?
- Es inhumano, es absurdo…
- ¿Te has fijado bien en la cara de los leprosos, de los
anormales, de los idiotizados, de los mendigos sucios,
de los imbéciles, de los locos...?
- ¿Y...? ¿Y me vas a decir Cristo, que esas caras son
tuyas y… y que te las ponga? No, no, imposible.
- ¡Espera! no acabo aún... Toma bien nota de esta última lista y no olvides ningún rostro: Tienes que
ponerme la cara del blasfemo, del suicida, del
degenerado, del ladrón, del borracho, del asesino, del
criminal, del traidor, del vicioso. ¿No has oído? ¡Necesito que pongas todos esos rostros sobre el mío!
- …No, no Señor… -contesté— ¡No entiendo nada! ¿Todos esos rostros miserables y corruptos sobre el
tuyo, sagrado y divino?
- ¡Sí, así lo quiero! ¿No ves que todos ellos pertenecen
a esta pobre humanidad doliente creada por mi
padre? ¿No te das cuenta que yo he dado la vida por
todos? Quizá ahora comprendas lo que fue la
Redención.
Escucha: Yo, como hijo de Dios, me hice responsable
voluntariamente de todos los errores y pecados de la
humanidad. Todo pesaba sobre Mí, mi Padre se
asomó desde el cielo para verme en la cruz y
contemplarse en Mi rostro, clavó sus ojos en Mí y su
pasmo fue infinito. Sobre mi rostro, vio sobrepuesta
sucesiva y vertiginosamente las caras de todos los
hombres. Desde el cielo, durante aquellas tres horas
terribles de mi agonía en la cruz, contemplaba el
desfile trágico de la humanidad vencida, mientras
tanto Yo le decía:
"¡Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen!" No era Yo sólo quien moría en la cruz, eran miles y
miles de dolientes seres humanos, derrotados muchos
por sus propias pasiones, por sus errores, por sus
pecados. El desfile era terrible, repugnante, grosero.
Mi Padre vio pasar sobre mi rostro la cara del
soberbio; la del sectario, imaginando la destrucción de
Dios, la del asesino frío y desalmado...
Había labios repugnantes, ojeras hundidas marcadas
con fuego de lujuria, alientos insoportables de
ebriedad, palidez de madrugadas encenagadas en el
vicio, sórdidos rictus de amargura y desesperación,
turbadoras miradas de perversión y delito, de
subterráneas anormalidades inconfesables y oscuras.
Toda la derrota y las lacras de una humanidad
irredenta, la agonía, la muerte. Y mi Padre… Dios, las
amó a todas y perdonó sus pecados".
Mi Cristo calló, qué pobre y ridículo me pareció el
arte de los hombres y qué profundo e insondable el
amor de Dios. Y desde entonces, enmudeció. No
volvió a hablarme más.
No olvidemos nunca esta suprema y difícil lección.
No olvidemos nunca la superficie lisa del rostro de mi
Cristo, tajado verticalmente. Podríamos compararlo
con un portarretrato vacío. En él se nos ofrece la
oportunidad de colocar la cara de aquél o aquellos
que nos han hecho daño o que odiamos
profundamente, haciéndonos más daño a nosotros
mismos que a quien es objeto de nuestro rencor.
¡Sí…, sí, seamos valientes! Recordemos el rostro que
mayor odio y antipatía nos produzca, acerquémoslo a
Cristo, aunque sintamos temblar nuestro pulso.
Coloquémoslo sobre el suyo e imaginemos que
nuestro enemigo, ese ser que odiamos, ocupa su lugar
en la cruz. Cerremos los ojos, acerquémonos al
crucificado y besemos reverentes y humildes su
figura.
Al besar un Cristo, con el rostro de nuestro enemigo,
nos envolverá una voz cálida y musical, paternal y
bondadosa. Aquélla que hace muchos siglos nos
dejara la más grande y maravillosa herencia que
hombre alguno pueda tener, encerrada en sólo seis
sencillas palabras: "Amaos los unos a los otros".