Thursday March 28,2024
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Mitos y Realidades
del Aborto
  



» Introducción general

Nadie a favor del aborto,
pero es la única salida

Permitir el aborto ante
un embarazo no deseado

La vida humana se inicia
con actividad cerebral

La mujer tiene derecho
de su cuerpo

Que el aborto lo decidan
los médicos

El aborto reduce el índice
de criminalidad

Que el aborto sea legal
por los que sí lo deseen

El aborto es un asunto de la propia conciencia

Abortar cuando se presenten malformaciones

10» Legalizar el aborto evita
la clandestinidad

11» El aborto es una medida
de control natal

12» Justificado el aborto
por problemas económicos

13» Se practica el aborto
"a petición"

14» Aborto, problema de salud pública

15» Teólogos piensan diferente
a la Iglesia

16» Que no imponga la Iglesia sus criterios

17» El Papa en infalible respecto al aborto

18» El bebe tiene alma hasta que tiene cerebro

19» La conciencia es el principio rector

20» Son morales algunos abortos

21» En Italia se despenalizó
el aborto

22» Católicas con el Derecho
a Decidir

23» Libertad de abortar en caso de violación

24» Documentos de la Iglesia que hablan del aborto

 


 

14.  Mito: Aborto, problema de salud pública

Autor: Oscar Fernández Espinoza de los Monteros 

14 MITO. El aborto es un problema de salud pública.

REALIDAD. Sin duda que quienes así lo sostienen tendrán sus razones, pero es necesario hacer notar, que, antes de ser una cuestión de salud pública, es, ante todo, un asunto de justicia, y, por tanto, de Derecho, que busca conducirse con la máxima justicia. 

Es evidente que no puede conciliarse una idea de Derecho justo, donde no se reconozca personalidad a todos los seres humanos por igual, en cualquier estadio de su evolución biológica. 

Enmarcar el aborto prioritariamente como un problema de salud pública es tan ingenuo como afirmar que el asalto a un banco es un asunto fiscal (no parece factible que esa opinión sea compartida por quien fue amagado), o que la violencia del narcotráfico, debe ser valorado por Ecología (por el plomo en los pulmones, el ruido de las ráfagas, y la contaminación de pólvora).

Respuestas a mitos de católicos que sostienen posturas contrarias a la doctrina de la Iglesia

La gran mayoría de las acciones diarias se llevan a cabo gracias a la confianza. Se confía en el letrero de la ruta que seguirá el camión que se aborda, en la solidez de la casa que con tanto esfuerzo se ha adquirido, nos fiamos de la gasolina que ponemos en el tanque del carro, en los alimentos que diariamente comemos, en el agua que ingerimos, en la medicina que adquirimos, la propia vida al médico que ha tenido sus errores graves en su vida profesional, y un larguísimo etc., incluyendo el hecho de que fulanito es nuestro papá.

Confiamos y actuamos, porque de no querer proceder con fe, siendo coherentes, permaneceríamos inmóviles hasta comprobar que el agua que voy a tomar no está contaminada de cólera, que la señora que me da indicaciones y que se dice mi mamá, realmente lo es, que los elementos de la tabla periódica sí existen y no son simplimente un ejercicio para la memoria.

Obvio es que depositar la fe tiene sus riesgos, y lógicamente a veces termina uno engañado: se venden alimentos con parásitos, gasolina alterada, kilogramos de menor peso, etc. Pero estos fraudes no son fruto de la confianza, sino de otras conductas: falta de higiene, avaricia, hipocresía. Es verdad que la confianza fue el mejor caldo de cultivo para poder llegar más lejos en esas desaconsejables conductas, pero no fue su causa. 

Aun cuando la confianza ciertamente sea un riesgo, y un riesgo que se asume más frecuentemente que lo que muchas veces somos concientes, sin embargo, gracias a ella, el mundo continúa su marcha, pues sólo con confianza se puede ir adelante. 

Sin esa fe, no podríamos ni siquiera salir a la calle, pues resulta tanto física como intelectualmente imposible comprobar todo, por carecer de habilidades, conocimiento y tiempo. 

Cualquier limitante de tiempo, de habilidad, o de conocimientos, es suficiente para impedir la comprobación del beneficio que se puede obtener de casi la totalidad de las acciones que día con día, y momento a momento, realizamos.

Se confía en que la película elegida llenará nuestra espectativa, en que habrá la fiesta a la que fuimos invitados, en que mañana viviremos. ¡Incluso se cree a ciertos editorialistas de periódicos! Se confía en algo o alguien, a pesar de que no existe método científico que conduzca a la comprobación. Si en lugar de manejarnos en base a la fe, esperáramos a tener certeza de todo, simple y sencillamente no podríamos avanzar. 

Mejor lo dice la Encíclica: El hombre no ha sido creado para vivir solo. Nace y crece en una familia para insertarse más tarde con su trabajo en la sociedad. Desde el nacimiento, pues, está inmerso en varias tradiciones, de las cuales recibe no sólo el lenguaje y la formación cultural, sino también muchas verdades en las que, casi instintivamente, cree.

De todos modos el crecimiento y la maduración personal implican que estas mismas verdades puedan ser puestas en duda y discutidas por medio de la peculiar actividad crítica del pensamiento. Esto no quita que, tras este paso, las mismas verdades sean recuperadas” sobre la base de la experiencia que se ha tenido o en virtud de un razonamiento sucesivo.

A pesar de ello, en la vida, las verdades simplemente creídas son mucho más numerosas que las adquiridas mediante la constatación personal. ¿Quién sería capaz de discutir críticamente los innumerables resultados de las ciencias sobre las que se basa la vida moderna? ¿quién podría controlar por su cuenta el flujo de informaciones que día a día se reciben de todas las partes del mundo y que se aceptan como verdaderas? Finalmente, ¿quién podría reconstruir los procesos de experiencia y de pensamiento por los cuales se han acumulado los tesoros de la sabiduría y de religiosidad de la humanidad? El hombre, ser que busca la verdad, es pues también aquél que vive de creencias.

Cada uno, al creer, confía en los conocimientos adquiridos por otras personas. En ello se puede percibir una tensión significativa: por una parte el conocimiento a través de una creencia parece una forma imperfecta de conocimiento, que debe perfeccionarse progresivamente mediante la evidencia lograda personalmente; por otra, la creencia con frecuencia resulta más rica desde el punto de vista humano que la simple evidencia, porque incluye una relación interpersonal y pone en juego no sólo las posibilidades cognoscitivas, sino también la capacidad más radical de confiar en otras personas, entrando así en una relación más estable e íntima con ellas.

Al mismo tiempo, el conocimiento por creencia, que se funda sobre la confianza interpersonal, está en relación con la verdad: el hombre, creyendo, confía en la verdad que el otro le manifiesta. En cuanto vital y esencial para su existencia, esta verdad se logra no sólo por vía racional, sino también mediante el abandono confiado en otras personas, que pueden garantizar la certeza y la autenticidad de la verdad misma.

La capacidad y la opción de confiarse uno mismo y la propia vida a otra persona constituyen ciertamente uno de los actos antropológicamente más significativos y expresivos.

Así las cosas, cuando un cristiano deposita la fe en la Iglesia, lo hace sabiendo en quién confía: 

a) Infalible en materia de fe y moral (Constitución Dogmática Pastor Aeternus);

b) Maestra en humanidad;

c) Fuerte para declarar la verdad; 

d) Madre (Encíclica Mater et magistra 15-V-61), con un cariño a sus hijos y hacia los más necesitados que ha demostrado por su entrega a lo largo de los dos mil años de su existencia. 

Entonces, ¿por qué tanta resistencia de algunos a fiarse de Ella?

Dentro del ámbito de lo que se debe creer, comenta el Papa Juan Pablo II en otro documento: El pecado humano de los comienzos se relata en el libro del Génesis 3. No es difícil descubrir en este texto los problemas esenciales del hombre ocultos en un contenido aparentemente tan sencillo. El comer o no comer del fruto de cierto árbol puede parecer en sí irrelevante. Sin embargo, el árbol “de la ciencia del bien y del mal” significa el límite infranqueable para el hombre y para cualquier criatura.

La criatura es siempre, en efecto, sólo una criatura, y no Dios. No puede pretender de ningún modo ser “como Dios”, “conocedora del bien y del mal” como Dios. Sólo Dios es la fuente de todo ser; sólo Dios es la Verdad y la Bondad absolutas, en quien se mide y desde quien se distingue el bien y el mal. Sólo Dios es el Legislador eterno, de quien deriva cualquier ley en el mundo creado, y en particular la ley de la naturaleza humana (Ley natural).

El hombre, en cuanto criatura racional, conoce esta ley y debe dejarse guiar por ella en la propia conducta. No puede pretender establecer él mismo la ley moral, decidir por sí mismo lo que está bien y lo que está mal, independientemente del Creador, más aún, contra el Creador.

No puede, ni el hombre ni ninguna otra criatura, ponerse en el lugar de Dios, atribuyéndose el dominio del orden moral, contra la constitución ontológica misma de la creación, que se refleja en la esfera psicológica-ética con los imperativos fundamentales de la conciencia y, en consecuencia, de la conducta humana.

Aún así, algunos no desean creer a la Iglesia, depositarle su confianza, logrando de esta manera -dicen ellos-, su autonomía, mayoría de edad interior, u otros anhelos semejantes. Ante esa situación cabe parafrasear a Chesterton con lo siguiente:

Lo que sucede con el ambiente cultural que nos rodea es que abunda, no en pensamiento, sino en palabrería. Muchos saben que tal frase debe usarse para cierto tema; pero nunca imaginan siquiera cómo podrían aplicarla a otro asunto.

Preguntar de qué depende; considerar hacia dónde conduce; meditar si existen otros casos a los cuales se aplica; todo esto parece ser un mundo desconocido para muchos que usan las palabras con bastante ligereza. El hecho es que esas personas sólo usan esas palabras con relación a un asunto determinado. Se entienden entre sí con fórmulas.

Por ejemplo, una joven madre que dice: “No quiero enseñarle ninguna religión a mi hijo. No quiero influir sobre él; quiero que la elija por sí mismo cuando sea grande”. Ese es un ejemplo muy común de un argumento corriente, que frecuentemente se repite, y que, sin embargo, nunca se aplica verdaderamente.

Por supuesto que la madre siempre estará influyendo sobre su hijo. De la misma manera la madre podría haber dicho: “Espero que escogerá sus propios amigos cuando crezca; por eso no quiero presentarle ni a tías ni a tíos”.

La persona adulta en ningún caso puede escaparse de la responsabilidad de influir sobre el niño; ni siquiera cuando se impone la responsabilidad de no hacerlo. La madre puede educar al hijo sin elegirle una religión; pero no sin elegirle un medio ambiente.

Si ella opta por dejar a un lado la religión, está escogiendo ya el medio ambiente. La madre, para que su hijo no sufra la influencia de tradiciones sociales, tendrá que aislar a su hijo en una isla desierta y allí educarlo. Pero la madre está escogiendo la isla, el lago y la soledad; y es tan responsable de obrar así como si hubiera escogido la secta “X” o la teología “Y”.

Es completamente evidente, para quien piensa las cosas dos minutos, que la responsabilidad de encauzar la infancia pertenece al adulto, pero la gente que repite esa fraseología no lo piensa dos minutos. No intentan unir sus palabras con una razón, con una filosofía. Han escuchado ese argumento aplicado a la religión, y nunca piensan aplicarlo a otra cosa fuera de la religión.

Han oído que hay personas que se resisten a educar a los hijos aun en su propia religión. Igualmente podría haber personas que se resistieran a educar a los hijos en su propia civilización. Si el niño cuando sea grande pueda preferir otro credo, es igualmente cierto que puede preferir otra cultura. Puede molestarse por no haber sido educado como un burgués; puede lamentar profundamente no haber sido educado como un caballero inglés.

De la misma manera puede lamentar haber sido educado como un salvaje del desierto. Puede sentirse envidioso por la dignidad del código de Confucio o llorar sobre las ruinas de la gran civilización incaica, pero, evidentemente, alguien ha tenido que educarlo para llegar a ese estado de lamentar tal o cual cosa; y una responsabilidad grande es la de no guiar al niño hacia algún fin.

La cuestión es que estas personas hacen una pregunta, para cuya respuesta ellas mismas no están preparadas, ni siquiera tratándose de los temas que ellas mismas sugieren, porque no hacen el menor esfuerzo de tratar el asunto considerado en su conjunto.

Sólo repiten el insulso comentario que se hace respecto a esa polémica. Igual acontece que si pensáramos que entonando la misma nota musical ciento cincuenta veces llegaremos a cantar como tenor de ópera.

No todos podemos cantar así o pensar como un filósofo, pero mucho más nos acercaríamos a ellos si pudiéramos olvidar toda esa sarta de frases de algunos periódicos y de aquellos que se llaman a sí mismos “intelectuales”, y comenzar de nuevo, pensando por nosotros mismos.

Semejante razonamiento -referido al aborto-, realiza un miembro de la Real Academia de la Lengua Española: “La espinosa cuestión del aborto voluntario se puede plantear de maneras muy diversas.

Entre los que consideran la inconveniencia o ilicitud del aborto, el planteamiento más frecuente es el religioso.

Pero se suele responder que no se puede imponer a una sociedad entera una moral particular. Hay otro planteamiento que pretende tener validez universal, y es el científico.

Las razones biológicas, concretamente genéticas, se consideran demostrables, concluyentes para cualquiera. Pero sus pruebas no son accesibles a la inmensa mayoría de los hombres y mujeres, que las admiten por fe; se entiende, por fe en la ciencia”.

Por último, parece necesario recordar a “los creyentes”, que en el Símbolo -tanto en el apostólico como en el niceno-constantinopolitano- decimos: creo en la Iglesia.

 

   


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