Tuesday April 23,2024
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UN MAL DÍA

Su esposa se lo había dicho antes de salir de casa: "ése no iba a ser un buen día". Era un extraño presentimiento que le rodeaba por la cabeza desde hace varias semanas.

Su esposo convivía con el peligro, y la muerte era moneda corriente en la disipada vida de su amado; cualquier día podía ser el último que lo viera con vida. Pero esta vez era distinto.

Ella sentía un helado presagio, una nefasta premonición. Y ahora, había escuchado lo que nunca hubiera querido oír: su esposo había sido detenido.

"No debiste haberte casado con él, nunca fue un buen hombre..." pronosticó su madre, y hoy pagaba las consecuencias por una mala elección, y por desobedecer el consejo materno.

Pero que fuera un delincuente, no disminuía el amor que sentía por él.

Hubiera preferido un abogado, un ingeniero o un albañil, pero no tuvo esa fortuna. Su esposo era un ladrón y lo acababan de apresar.

No la asustaba que estuviera preso, ya había pasado por esa situación antes. Lo dramático era que esta vez no habría misericordia del juez, y la   sentencia era inapelable.

Una ejemplar muerte de cruz pidió el fiscal a un tribunal con sed de justicia.

"Es que ése no iba a ser un buen día", pensó la mujer una y otra vez. "No debió haberse levantado de la cama".

Era una tarde gris, helada, con una llovizna que cortaba la cara. "Tal vez lo dañaron las malas compañías, en las andadas mientras retoma la calle principal", se lamentó la mujer.

"Su socio también será crucificado con él", le susurró una vecina, a modo de desgraciado consuelo.

De igual modo, ya no importa buscar culpables, lo cierto es que su esposo iba a terminar como ella lo había visto en tantas pesadillas: en la peor de las muertes, la más vergonzosa, la más cruel, la más atroz.

No pudo despedirse de su amado; es que los ladrones no cuentan con ese lujo, no hay piedad, humanidad o últimos deseos para los condenados a la cruz.

En el horizonte se alcanzan a ver tres cruces, la de su esposo, la de su compañero en las correrías y la de un desconocido.

"Ella conoce a su marido y al  otro ladrón, pero le resta importancia al tercero: otro infeliz que condena otra viuda al olvido y a la desgracia", piensa.

El cuadro es estremecedor. No la culpen a ella por no llorar, ya gastó todas sus lágrimas en una vida miserable junto a quien le prometió amor eterno, y ahora cuelga de una cruz.

Gritos, súplicas, latigazos, sangre, ira. No quiere mirar a su esposo; él está allí, pero prefiere no recordarlo así. Sólo observa el suelo, mientras la sangre surca la tierra entre los dedos de sus pies.

Uno de los ladrones insulta al desconocido de la cruz del medio, y una voz conocida, imperceptible, pronuncia algunas débiles palabras:

- Acuérdate de mí cuando llegues a tu reino. (Lc 23,42)

Era la inconfundible voz de su esposo, sin duda habiéndole al desconocido de la cruz central.

- Hoy estarás conmigo en el paraíso..., (Lc 23,43) - promete el otro, como si en su condición pudiera prometer algo.

La mujer levanta la vista por primera vez. Tal vez para mirar a los ojos de su esposo una vez más, o tal vez para entender el diálogo tan extraño que acaba de oír.

El socio de su esposo acaba de morir en un seco grito. El  desconocido de enmedio pareciera un inocente que paga  por algo que jamás cometió, y su esposo sonríe. No tiene por qué sonreír, no hay  razones.

Hizo de su vida un mundo miserable, y pende de una cruz frente a miles  de ciudadanos enojados.

Pero el ladrón se encuentra con la mirada de su esposa, y le brinda  una sonrisa, un último gesto de  que estará bien, a pesar de todo.

El gesto de los que se encontraron con la gracia en el momento menos pensado.

Ella tampoco sabe por qué, pero presiente que su esposo finalmente encontró algo distinto.

No entendió bien el diálogo de los condenados, pero supo que algo había cambiado allí, a  escasos metros de ella, en lo alto de la cruz.

Su esposo cuelga de un madero, pero inexplicablemente, irracionalmente, sonríe. Ella le devuelve el gesto en el lenguaje  del silencio, ése que sólo pueden, interpretar los que han amado lo suficiente como para no tener que hablar. Su esposo se había encontrado con la gracia en el minuto final.

Segundos antes de la cita con el verdugo inevitable de la muerte.  Ella sabe que no puede implorar justicia, y mucho menos  misericordia.

Ella sabe que su esposo paga por crímenes verdaderos.

Ella sabe que ése era el final del camino, la terminal de la vida, tarde o temprano.
Pero ahora, la última sonrisa de su esposo le devuelve la calma.

La sonrisa que se dibuja entre la sangre y los moretones, extrañamente la compensa por toda su vida miserable.

Su esposo parece no pender de una cruz. Muere como si lo hiciera de viejo, en una cama caliente, rodeado de sus seres amados, luego de haber vivido una buena  vida.

Su esposo no mereció nietos, ni una vida larga, ni una cristiana sepultura.

Pero alguien, tan condenado como él, le prometió el paraíso en lo alto de la cruz.

Ese no iba a ser un buen día. Tampoco existía la mínima posibilidad que terminara bien.

Su esposo ha dejado de respirar, pero nadie se explica por qué sonríe.

Pero ella finalmente descubrió el secreto:

si para encontrarse con el paraíso había que venir a la cruz, valió la pena haberse levantado.